Muñoz Molina, Príncipe de Asturias
El escritor español acaba de ganar uno de los premios literarios más prestigiosos; en diálogo con su colega Juan Cruz, repasa su trayectoria como hombre de letras y advierte sobre los peligros de dejarse ganar por la indignación ciega en momentos de crisis política
MADRID.- Hay en Antonio Muñoz Molina (Úbeda, Jaén, 1956) una especial serenidad; acaba de ganar, siendo tan joven aún, uno de los premios más importantes de los que se dan en el ámbito de la lengua española, el Príncipe de Asturias, y su vida sigue siendo exactamente la misma: la obligación de escribir como el resultado de un alma que vive en ello, en la escritura, en su ritmo, en el ensimismamiento debido a un oficio que lo acompaña desde que era un niño. Y él mismo, en sus ademanes, en sus palabras y en su voz, transmite la serenidad de quien siente el halago y el galardón como una marca más de la vida y no como algo que deba detenerlo a mirarse a sí mismo, a congratularse, sino a seguir con la novela, con el ensayo, con el artículo que ha de enviar mañana al periódico en el que colabora, que es el suplemento Babelia de El País. Así fue cuando ganó el Planeta, cuando lo nombraron miembro de la Academia Española de la Lengua (en 1995), así es ahora.
Contribuye a esa serenidad, que es también la de su casa, la presencia vital de Elvira Lindo, otra importante escritora española, su mujer, un sostén imprescindible de su manera de mirar la vida, ahondando en las palabras, pesándolas para que sean consecuencia de su ritmo interior, de su cultura, de su compromiso con lo que sucede y con lo que piensa sobre lo que sucede. Esa admirable serenidad está presente en este diálogo que sostuvimos con él, sentados en el salón de su casa de Madrid, cansado él aún del reciente regreso que devolvió a la pareja de su cita habitual (y tan productiva) con Nueva York, donde viven parte del año. Y cansado también Muñoz Molina, pero es un cansancio feliz, del ajetreo que supuso la noticia ("emocionante") de que el jurado del premio que lleva el nombre del heredero al trono español le había concedido el galardón que el año pasado, por ejemplo, ganó su admirado Philip Roth.
Empezamos esta conversación con el autor de El viento de la Luna, aquella hermosa evocación del principio de sus tiempos, con sus padres en Úbeda, hablando sobre el más reciente de sus libros, Todo lo que era sólido (Seix Barral), que es un manifiesto personal sobre la deteriorada situación española. Muñoz Molina nunca ha sido un escritor cuya máxima aspiración fuese hacer tan sólo literatura; le ha importado siempre ver lo que pasa por su ciudad, es una persona muy civil, con mucho interés en que lo público sea mejor. Tiene un entusiasmo por las cosas bien hechas, las bibliotecas, la educación, los gobiernos… Se enfada porque los ayuntamientos no funcionen como tienen que funcionar, porque los periódicos no se comporten como deben.
–Había en tu manera de ser un trasunto de lo que luego fue tu ensayo más reciente, Todo lo que era sólido. A la gente que entonces te leía no le puede sorprender que después tú escribas un libro tan amargo sobre la situación española.
–Hay un precedente: a partir de artículos que escribía en El País Andalucía cuando lo dirigía Soledad Gallego-Díaz hice un librillo que se llama La Huerta del Edén, sobre los años 90. Pero es que entonces ya se veía muy claro lo que vendría después.
En 1981 le dieron el Príncipe de Asturias al poeta José Hierro en una situación muy complicada para España, después del golpe de Estado que paró el rey Juan Carlos. Hierro habló entonces ante el heredero, que asistía por vez primera a una celebración pública, e hizo un discurso civil muy comprometido con lo que debiera ser la monarquía de todos. Ahora también estamos en una situación muy difícil. En la intervención de Muñoz Molina en la Casa de América, tras el anuncio de su premio, él habló justamente de ese momento y del momento de la monarquía.
–Hierro era un escritor civil, un poeta muy de testimonio, como tú. Ahora es inevitable que te pregunte también por la monarquía en un momento tan intenso.
–Yo tengo bastante cariño por el que da título al premio. El príncipe Felipe es una persona muy distinguida, muy inteligente. Lo he tratado unas cuantas veces pero también lo digo por la manera como se comporta en los actos públicos. Dije en la rueda en prensa que me parecían personas estupendas en una situación difícil o imposible. Creo que la cuestión de la monarquía es uno de los ejemplos en los que sería útil quitarnos de encima el esencialismo. Efectivamente, uno es republicano en el sentido de que defiende y cree en el poder en manos de la soberanía nacional, pero en un nivel pragmático, cuando ves cómo los ideales republicanos se han ido plasmando en diversos países, noto que donde mejor plasmado está ese ideal es en países que nominalmente son monarquías. Y en el final de mi libro está expresado ese hecho. Para mí, un modelo de sociedad civil republicana, en el sentido de sociedad de leyes y sociedad en la que la presencia de la ciudadanía es muy poderosa, es un país como Holanda. Y te dices: ¿a mí qué más me da que por azares históricos Holanda sea formalmente una monarquía? ¿Voy a preferir una república corrupta como la italiana? Por eso creo que hace falta ese esfuerzo de pragmatismo para ver lo que hemos tenido a lo largo de este tiempo: que la monarquía nos ha servido para ciertas cosas importantes de manera práctica, sin entrar en idealismos ni fundamentalismos. Por ese mismo motivo creo que sería imprescindible que el rey abdicara y el príncipe Felipe ocupara su puesto. Va a tenerlo muy difícil de todas maneras.
–Cuando Hierro recibió el premio, ése fue el primer acto público al que asistía el príncipe.
–El año del intento del golpe. Era el momento en que el rey se ganó en la práctica su legitimidad democrática. Ésta es una época en la que más que nunca hay que saber qué podemos salvar y de qué tenemos que desprendernos, porque hay una actitud que me parece muy suicida, que consiste en decir que todos estos años que han pasado desde la muerte de Franco son años que han pasado en balde. Y no es así. Ha sido el período más largo de convivencia no violenta y de continuidad democrática de España. Y el único período de la historia de nuestro país en el que de manera persistente lo que se llaman las nacionalidades históricas se han gobernado a sí mismas. Cuando la gente dice que hay que acabar con la transición, yo me pregunto si hay que acabar también con la asistencia sanitaria universal, con la igualdad entre hombres y mujeres, con todas las cosas que han sucedido en este tiempo. Mi hija, que ha llegado esta mañana de Granada, me ha contado que viajaba con un chico que tiene síndrome de Down y que el muchacho iba leyendo el periódico y hablando con ella. Y yo me he acordado de cómo se trataba a la gente que tenía síndrome de Down cuando éramos niños, la crueldad que había, se les escondía y se les pegaba en la calle. Nosotros ahora estamos en una situación muy difícil pero hemos avanzado muchísimo. No reconocer esos avances es una especie de nihilismo que además no me creo. Es como esa gente que ha puesto de moda reírse de la socialdemocracia, que el socialdemócrata es como un chistecito, un cursi que practica el buenismo; todos estos que se ríen de la socialdemocracia, si se ponen malos, seguro que van a un hospital público. No me creo el nihilismo, lo que sí me creo es que si se desprecia lo bueno que se tiene, se puede perder, y después queda esa cosa tan triste que es la nostalgia de lo perdido que no se supo defender.
–¿De dónde viene ese derrotismo? Los propios políticos han tachado su oficio, con su actitud han terminado haciéndolo despreciable.
–Porque ellos viven del enfrentamiento, claro, el sistema que han creado se basa en el enfrentamiento irreconciliable, pero también hay una larga tradición sombría en España, que en el fondo es una tradición muy existencialista y romántica. La idea de un destino nacional sombrío puede tener una vertiente masoquista, de que somos lo peor, o puede tener una vertiente agresiva en el modo en que desde los nacionalismos periféricos se hace una caricatura de España como un país intolerante, oscurantista o enemigo. Y eso no es verdad. Cito en el libro ese poema en el que Jaime Gil de Biedma afirma que la historia de España termina mal. Pues no, no termina mal; sí acaba mal en un momento dado, pero luego no termina tan mal. Nosotros no podemos decir que la historia de nuestro país haya terminado mal. Lo que sí sabemos, y eso me parece muy importante, es que a veces hay una manera de denunciar el desastre que agrava el desastre.
–Tu libro puede leerse como una reivindicación de este país, como el testimonio de una persona culta que quisiera que este país dialogara mejor, hablara mejor y que recuperara una conversación posible.
–El ideal ilustrado de la educación es que cada persona desarrolle su mejor capacidad independientemente de su origen y demás. Y el ideal que uno tiene es que su propio país desarrolle las mejores capacidades que hay en él, evidentes en muchas cosas. Tan triste como la negativa a aceptar la crítica es la negativa a aceptar lo que está bien y la esperanza. En su vida diaria nadie es ministro, en su vida diaria todo el mundo intenta salir adelante, llegar a acuerdos con sus vecinos. En este país el número de suicidios es bastante limitado. Y si tienes hijos, puedes observar que hay una gran cantidad de gente joven que es mucho mejor que nosotros, más madura, más preparada y más tolerante. Eso es así, no tenemos derecho a esa negación furiosa.
–En tu conferencia de prensa posterior al fallo del premio, decías que los escritores de tu generación pudieron por fin escribir sin la losa de la dictadura o de la censura, con todas las secuelas que eso implicaba. Pero luego, ¿crees que ha habido una contribución a la conversación nacional?
–Yo creo que sí, así como la calidad de lo que se escribe es variable, la calidad de las contribuciones a esa conversación es muy variable también. Por ejemplo, en Estados Unidos los escritores tienen una presencia mínima en el debate público, muy, muy escasa; en Francia el escritor tiene una actitud bastante más arrogante. En España muchísima gente que se dedica a la literatura ha participado activamente en los debates, ha escrito y de hecho es muy frecuente que aquí los escritores escriban opinión. Depende de cada cual pero es una tradición que me parece bastante noble. Hemos ejercido y ejercemos la libertad de expresión, podemos ser escritores de una manera natural.
–En tu literatura hay algo que comprende todas las pasiones que tienes y están en Todo lo que era sólido: el arte de escribir, el de mirar, el estilo, que está penetrado por la música, por un ritmo. A pesar de estar hablando de algo muy contingente, nunca has dejado que lo que escribes no tenga que ver con el arte de tu propio estilo.
–Eso es fundamental. Cuando era bastante joven, leí una antología de artículos que Borges había escrito para la revista El Hogar y yo pensé: cómo este hombre, en estas columnitas de nada para una revista de moda se pone entero, con todo su rigor de estilo, con toda su atención a lo que escribe. Creo que eso se nota mucho en todos los grandes, esa idea de que uno no puede bajar la guardia, de que el estilo es el oficio, no es el amaneramiento como puede entenderse muchas veces, es la atención absoluta a aquello que estás escribiendo, al máximo de rigor en la palabra escrita.
–Es una manera de respeto, a tu propia historia y al lector.
–En el libro hay muchas referencias a la degradación del lenguaje; mucho está escrito bajo la influencia de Orwell y a Orwell le importaba mucho ese modo en que el lenguaje se corrompe, ese modo en que la política o la ideología corrompen el lenguaje y hacen que las palabras no signifiquen aquello que parecen significar. Este año uno de los libros que he enseñado en Nueva York ha sido El corazón de las tinieblas, de Conrad; en ese libro Conrad somete a la crítica más furiosa las palabras que se usan para encubrir la explotación imperialista, palabras como progreso, civilización, la luz del avance… Todas esas palabras Conrad las mira por detrás y dice que para lo único que sirven es para encubrir el hecho de que la tierra les está siendo arrancada a las personas "porque tienen la nariz un poco más ancha o un poco más oscura", dice. Palabras como imperio, heroísmo, honor están ahí desmontadas. Si nosotros trabajamos con las palabras, uno de nuestros cuidados fundamentales es no dejar que las palabras mientan, es restaurar el sentido de las palabras.
–Ése ha sido siempre un compromiso tuyo, luchar contra lo banal, el lugar común; ha sido una lucha contra el tópico similar a la que hay, por ejemplo, en los artículos que escribió Juan Carlos Onetti, en los que siempre estaba fustigando el lugar común.
–También viene mucho de Flaubert, de su Diccionario de las ideas recibidas. Es que el lenguaje está sometido continuamente a degradación por intereses políticos, ideológicos o económicos y una parte del trabajo del escritor y del periodista es restaurar el sentido de las palabras, que cuando se diga pan, se diga pan y sea pan. Tanto la publicidad como los regímenes dictatoriales están especializados en inventar eufemismos. Las palabras "campo de concentración" nosotros las usamos con toda naturalidad, pero es un embuste terrible. El campo de concentración es un campo de exterminio. Como cuando se dice que un preso es un interno, o cuando los terroristas del País Vasco decían que un asesinato era una ejecución, o un atentado, o una acción. Es una perversidad permanente y tienes que contrarrestar la degradación diaria de la lengua.
–Onetti se burlaba mucho de los periodistas. Él era periodista y fustigaba la manía de citar fuentes sin decir quiénes eran. Por eso decía que "al señor Fuentes había que ponerlo en nómina". Esto me lleva a hablar del momento del periodismo. Estás ahora siguiendo como lector lo que pasa en los medios. No sólo en los medios impresos sino también en los digitales se ha establecido la posibilidad de que la gente diga lo que le da la gana sin contrastarlo, parece que hemos inventado un arma que es maravillosa y, al mismo tiempo, letal.
–Eso es lo que Jaron Lanier, experto en realidad virtual, llama el maoísmo digital, usar Internet como en la época de la revolución cultural maoísta para aniquilar a alguien con la pura fuerza del número, pero es que el número nunca ha significado nada.
–"Es que lo lee mucha gente", "es que lo ha visto mucha gente".
–Ayer decían en un programa de televisión que el hijo de la Pantoja tenía 850.000 seguidores en Twitter. Bueno, ¿y qué? Es esa permanente cuantificación de las cosas. Creo que es cuestión de resistir y de reafirmar, no se puede bajar la guardia.
–Onetti nos lleva a Onetti. Fue Gimferrer el primero que apostó por ti y luego Onetti afirmó tu valía. ¿Cómo viviste esa amistad?
–Recibir el cariño de Onetti es una de las cosas más bonitas de mi vida como aprendiz de escritor. Él había sido un modelo de escritor para mí. El otro día en la rueda de prensa se hablaba de los premios en abstracto y yo dije que los premios son lo que son en cada momento. A Onetti le dieron el Cervantes en 1980 porque era un exiliado que estaba en una situación precaria y eso permitió que él y Dolly pudieran vivir con tranquilidad. Pues ya está. Onetti publicó un artículo, que tengo enmarcado, al poco tiempo de que en El País saliera una reseña muy agresiva de El jinete polaco. Fue un momento muy importante y Onetti, sin quererlo, intervino de manera decisiva en mi vida. Era una época muy confusa para mí porque había ganado el Planeta, mi vida estaba cambiando, vivía un poco a salto de mata, como flotando, y una mañana me llamó un amigo para decirme que comprara El País. Lo compré, me encontré el artículo de Onetti y ése sí que fue un premio para mí.
–¿Cómo influyo en ti Onetti? Él rápidamente te vio como un escritor, no de su estilo pero sí de su estirpe, un escritor rabiosamente literario.
–Me influyó la entrega incondicional al oficio y el cuidado absoluto de cada palabra, no hay una sola palabra que se pueda descuidar. Eso no quiere decir que no seas natural pero en Onetti no hay nunca un solo descuido, no hay nunca una sola concesión a la rutina del lenguaje. Y hay en él una ternura enorme, una compasión hacia los seres humanos, hacia la debilidad de la gente, hacia los que están arruinados. Y una admiración muy grande por la belleza. Es una mezcla de maravilla y de pena esa cosa radical que tenía él. Lo admiraba y lo sigo admirando.
–Dices algo que parece una declaración de principios literaria: "Escribo dejándome llevar, el propio arte de escribir desata a la vez los argumentos y los recuerdos, la urgencia de comprender y de intentar explicarme a mí mismo el presente me devuelve fragmentos del pasado". ¿Cómo se produce tu escritura, que da la sensación de ser escrita de corrido y como oyendo una determinada música?
–Para mí lo fundamental es encontrar mi tono. Como tú dices, una música. Elvira escribió una cosa muy breve y muy bonita que le pidieron para un periódico de Asturias: "Si Antonio fuera un pintor, sería Caravaggio; si fuera un músico, sería John Coltrane". Lo que me gusta cuando veo a un gran músico es que tiene una mezcla muy rara, que parece contradictoria, de libertad y de control, que está dejándose llevar y al mismo tiempo está controlando, algo que está en los grandes improvisadores y que también tenía Onetti. Lees a Onetti y ves la frase en el momento en que se está escribiendo, parece que la ves escribirse, no es como si oyeras un disco grabado, es como si escucharas a un músico que está tocando en ese momento: la frase está ocurriendo ahí. Ése es mi ideal, ese trance de escritura que se nota como una corriente, la corriente de la conciencia, y en el que la escritura va por delante de ti pero al mismo tiempo, con un control inconsciente y otro control que viene después del acto de escribir, el control absoluto de intentar evitar por completo la autoindulgencia, no simplemente dejarse llevar por la rutina del estilo. La facilidad es muy peligrosa... Creo que eso es lo que hacen los que son buenos de verdad: encontrar ese hilo, dejarse llevar por él y, al mismo tiempo, no dejarse llevar.
–Tú lo aplicas a todo lo que escribes, artículos, ensayos y novela. Ya hay un estilo Muñoz Molina. Ése el estilo que ahora han premiado, no te han premiado por una obra sino por una manera de hacer literatura. ¿Cómo te lees a ti mismo?
–Juan Gris decía que la última pincelada de un cuadro es "la pincelada de la muerte". Tengo una relación muy conflictiva con lo que ya he hecho, es como ver fotos antiguas de uno. Cuando pasa un poco de tiempo, sólo veo los defectos, me produce incomodidad. A veces tengo que releer un libro mío para revisar una traducción, por ejemplo, y me produce mucha incomodidad, prefiero no pensar en ello.
–Prefieres no abrirlo.
–Sí. Suelo ver rutina, equivocaciones, me pregunto por qué no me paré en tal o cual frase, por qué metí aquel adjetivo…
–Tu origen personal, vivencial, estaría por ejemplo en El viento de la Luna, y el mundo que viste cuando empezaste a ver el mundo. ¿Cómo era entonces?
–En el cuento que escribí para terminar mi libro de relatos, "El miedo de los niños", está completamente reflejado. Me gustaría publicarlo separado del libro, porque es un cuento que escribí en un estado como de sonambulismo, acababa de venir de viaje y el cuento fue como escribir al dictado. Es una historia que se desarrolla en la calle en la que yo vivía, son los primeros recuerdos conscientes que tengo, en una calle que tiene un nombre muy bonito: Fuente de la Risa. Ése es el paraíso de mi vida. Lo leía y pensaba que ese cuento salía exactamente del centro de lo que yo soy, del centro absoluto, del centro más despojado e inocente. Es el cuento de unos niños.
–Con el tiempo, ¿la referencia del origen ha ido a más?
–Eso está ahí siempre. Joyce dice algo tremendo en Ulises: "La única pregunta que vale la pena hacerse sobre un libro es a qué profundidad en el alma del autor se ha originado".
–Citas a Saul Bellow diciendo: "La mejor curación es la que te procura un libro".
–Por eso el origen está siempre cerca. Muchas veces para mí la manera de escribir una historia es cuando encuentro la conexión de esa historia con ese origen. Me pasó cuando estaba empezando a escribir Plenilunio. Era un proyecto que tenía en mente desde hacía mucho tiempo. Se desarrollaba en Granada, donde había ocurrido la historia original, y sólo pude escribir la novela cuando desplacé la historia a la ciudad de Mágina, la ciudad de El jinete polaco y El viento de la Luna. En el momento en que puse la historia ahí, la historia se pudo escribir. Ahora, en alguna cosa que tengo en la cabeza siempre tiene que haber una conexión con eso.
–En el latido más profundo de tu literatura hay como una ansiedad autobiográfica, o por lo menos de la biografía de tu país, tu literatura cuelga de lo que ocurre, no cuelga de las nubes.
–De lo que ocurre, de lo que ha ocurrido y del tiempo en el que yo he vivido. Tiene que ver absolutamente con la circunstancia de mi origen y de mi vida, de lo que he ido viendo según crecía, eso está en cualquier libro y también en éste. Cómo era el mundo cuando nosotros empezábamos a asomarnos a él y en qué se convirtió. Somos personas que venimos de un mundo muy distinto, creo que le pasa a mucha gente, incluso ahora estamos yendo a otros mundos muy distintos. Cuando escribía El jinete polaco, pensaba que había un mundo originario y luego un mundo contemporáneo que era el mundo en el que yo habitaba, pero no te das cuenta de que ese mundo contemporáneo también se va quedando atrás y llegan otros en el que puede que tú ya seas un forastero, un emigrante. Es algo en lo que pienso mucho. Hablabas de Bellow: yo pienso mucho en la situación de los emigrantes que llegan a un nuevo mundo y nunca acaban de vivir en él.
–Es que somos perennemente extranjeros, la literatura es lo que nos asienta, el origen en tu caso. Yo no te puedo imaginar sino en aquellas calles, y te he visto en Nueva York o en Madrid. Y te relaciono con Úbeda, con una calle, con un balcón, con un paseo.
–Claro, claro, con el paisaje del Guadalquivir; yo le tengo mucho cariño.
–Luego está la literatura, las primeras lecturas, la alegría de leer que resumiste en un título célebre para muchos, Pura alegría, lo que te identifica con la ficción, con la escritura de otros.
–Habla de eso, de la pura alegría de inventar. A veces, cuando escribes estás escribiendo recuerdos y lo que intentas es transmitir lo que recuerdas, pero hay momentos en los que estás inventando y no sabes de dónde viene la invención. No estás enmascarando un recuerdo ni nada parecido, estás inventando. Me ha pasado muchas veces cuando invento esas cosas que son completamente gratuitas. ¿De dónde vienen? Parecen un ensueño. Me acuerdo de que cuando estaba con La noche de los tiempos inventé al personaje del profesor Rossman, que da clases en el Weimar de la Bauhaus y lleva un carpeta llena de objetos. Empieza a sacarlos y lleva una caja de cerillas, unas tijeras, un lápiz, y muestra la maravilla de los objetos cotidianos, quiere que los estudiantes se asombren de las cosas normales. Eso se me ocurrió porque sí, no estaba describiendo a nadie, fue una pura invención, no salió de ninguna parte. Ese momento de la ficción, aunque la ficción brota y no sabes de dónde, es la alegría más pura, pura en el sentido químico de la palabra, ahí no hay mezcla. Pero luego está la pura alegría también de leer, de descubrir algo, no sólo un texto literario, también un texto de historia, científico o el que sea. Es lo que Vargas Llosa, citando a Flaubert, llama "una orgía perpetua". No se gasta, te haces mayor y no se rebaja, no es menor. Por eso me gusta escribir en los periódicos, porque en la mayor parte de los casos lo que hago es transmitir la alegría de un descubrimiento. Me pasó este invierno en Nueva York, cuando empecé a leer a James Salter.
–Han pasado más de 20 años desde que Onetti te recibió y ahora tú eres un maestro, de hecho, hablas de literatura y la gente quisiera ser como tú. ¿Cómo te sientes ahora?
–Me siento igual que siempre, como un aprendiz. Me sorprende cuando la gente que se relaciona con otros más jóvenes lo hace con una especie de benevolencia ficticia, que en el fondo es arrogancia, como de maestro a alumno. Cuando yo hablé con Onetti a mí no me habló como un maestro, me habló como alguien que era como yo. Cuando me relaciono con gente joven, como mis hijos o mis alumnos de la universidad, creo que la relación es de igual a igual en el sentido de que si es de igual a igual hay verdadera comunicación, lo otro es la cosa esa molesta del gurú, el que crea como un grupo de adeptos o de seguidores. A mí eso me parece repugnante. Creo que las relaciones tienen que ser horizontales. Un padre es un padre pero una de las cosas buenas que tiene ser padre es ver cómo tus hijos se hacen grandes, ver que tienes esa relación fraternal e igualitaria, que tú puedas aprender de ellos. Eso tan frecuente en América Latina de que te llamen maestro no me gusta.
–¿Produces ahora la escritura de una manera más segura o sigues teniendo los mismos titubeos de tu juventud?
–Escribo con la misma mezcla de angustia e ilusión, creo que con más temor que antes, no me acerco con más tranquilidad.
–Pero para eso hay que ponerse a escribir. ¿Lo haces a diario?
–Sí, pero también me gusta no escribir, quiero decir, no estar en un proyecto literario. Me gusta tomar notas y escribir cosas de manera irregular, pero estar en un proyecto no siempre lo necesito, ni mucho menos. Las cosas llegan, tienen que llegar, creo que los libros se escriben solos, hay que tener paciencia, meterte en situación para que el libro llegue, esforzarte y trabajar pero el libro tiene que llegar él mismo, tú no lo fuerzas.
–¿Qué sensación te produjo recibir la noticia del premio?
–Una sensación de cierta irrealidad, como que no me estaba pasando a mí. Lo más fuerte para mí ha sido ver la alegría de otras personas, de la gente que me quiere. No miento en esto, ya sabes lo poco que me afecta y es que además, sea como sea, al día siguiente o dos días después te tienes que poner a trabajar, el premio o el castigo es ése y no es otro, con todo lo honrado que me siento, pero tu premio-premio es otro.
–El premio es seguir.
–Claro, tener esa especie de iluminación que significa decir "ya estoy aquí, ya estoy en un libro", qué vamos a hacer, siempre es el mismo proceso, ésa es la incertidumbre, después la ilusión de que ya estás dentro, que tienes un arranque. Luego termina y se aleja de ti. No se escribe con el éxito ni con el reconocimiento ni con la falta de reconocimiento, es evidente que a nadie le amarga un dulce y más en una época como ésta, pero no hay que perder la perspectiva. El otro día leí a uno que decía que yo había calculado muy bien mi carrera paso a paso. ¿Qué carrera, qué calculo? De verdad que no hay más premio que poder escribir, sentirte poseído por una invención, ver la forma de un libro, ése es el premio. Y luego comprobar que a alguien le gusta y lo lee. Todo lo demás es por añadidura, como ser académico o no, hay que tenerlo muy claro.
–¿Qué pensaste después de decírselo a los tuyos?
–Qué lío, ¿cuándo vamos a poder salir de ésta? Hay cosas que hacer, tienes que hacer tu columna semanal, tienes que hacer una entrada en el blog, esto es un trabajo, un oficio y ya está.
LIBROS
- TODO LO QUE ERA SOLIDO
Antonio Muñoz Molina
Seix Barral
A partir de la crítica situación económica, política y social que atraviesa actualmente su país, Muñoz Molina analiza en un ensayo cómo fueron las últimas décadas en España, sobre la base de sus propias experiencias personales y de la lectura de los diarios, para rastrear los orígenes de los problemas que hoy afronta el pueblo español
- BELTENEBROS
Antonio Muñoz Molina
Seix Barral
El autor de Plenilunio abordó el género novelístico desde múltiples ángulos. En sus comienzos, sin embargo, tuvo predilección por los policiales estilizados, que recordaban la melancolía de un film noir. Es el caso de Beltenebros, en que un viejo luchador republicano vuelve a Madrid para cometer un asesinato por encargo. La historia fue filmada luego por Pilar Miró.