Niños de la Shoá
Durante la Segunda Guerra Mundial, entre 1939 y 1945, los nazis pretendieron exterminar a todos los judíos de Europa.
Se considera niño de la Shoá a todo sobreviviente judío menor de 16 años al finalizar la guerra en 1945.
Se estima que entre el millón de sobrevivientes judíos de la de la Shoá, menos de 100.000 fueron niños o adolescentes jóvenes.
Los niños fueron las víctimas más inermes del Holocausto y blancos preferidos de los nazis que los mataban sin miramientos ni postergaciones. Dependían, igual que los adultos, de la suerte y las circunstancias, pero sobre todo, de sus padres. Muy pocos sobrevivieron a la dura experiencia de un campo de exterminio.
Algunos pasaron la Guerra con sus padres -con ambos o con alguno de ellos-; primero en guetos, escondidos en granjas, altillos, sótanos, cloacas, roperos, pozos, graneros, bosques. Pero la mayoría fue entregada a gente desconocida -familias cristianas que se fueron volviendo sus propias familias, escuelas, orfanatos y conventos- que los albergó, alimentó y protegió.
Los judíos recibieron poca ayuda en general. La mayoría de los sobrevivientes, sin embargo, debe su supervivencia a gente común que superó el miedo y la indiferencia, arriesgó su vida y los ayudó.
Los niños que sobrevivieron no podrían haberlos hecho, de ninguna manera, sin la asistencia de sus vecinos cristianos así como de los movimientos de resistencia.
Algunos perdieron a sus padres para siempre. Otros sufrieron dos desgarramientos: el primero al ser separándose sus padres biológicos; el segundo, al ser separados de sus padres adoptivos.
Otros, al no ser reclamados, no saben quiénes fueron sus padres biológicos.
La memoria que mantienen es disímil. Los mayores, recuerdan circunstancias con bastante vividez y precisión. Los más pequeños, tienen pocos recuerdos, según dicen como "flashes" inconexos y aislados.
La Shoá, evocada por quienes fueron niños, está marcada por la separación y el silencio. Separación de la familia de origen primero y la separación de la familia salvadora después; el conflicto de contruirse en una identidad fraguada por la religión, la nueva historia familiar, las costumbres, el idioma, a veces el sexo; la pérdida de la infancia en los más grandes; la doble vida y el terror de la denuncia y la necesidad de estar siempre alertas para no equivocarse; los litigios de la posguerra cuando sus salvadores no los quisieron entregar a sus padres.