Niños a toda orquesta
En una de las muchas cartas que intercambió con Eugenio Guasta entre 1960 y 1976, la escritora María Rosa Oliver (Buenos Aires, 1898-1977) le confió: “No es la felicidad, sino la plenitud lo que buscamos como una plantita tiende hacia el sol”.
Esperaba ciertos hallazgos en ese epistolario publicado en 2011 por Editorial Sur, pero la frase, leída en este momento del año y casi marginal respecto de las reflexiones políticas, literarias y religiosas que abundan en esas misivas, tomó brillo propio. No es la felicidad, sino la plenitud lo que buscamos; no son las fanfarrias, sino los instantes pequeños, ajenos al vértigo de las vidrieras digitales, los que dotan de sentido nuestros días. Los que relumbran cuando miramos hacia atrás, en el cierre de un ciclo.
Algo similar sentí hace unos diez días, cuando asistí al concierto de fin de año que el Programa de Orquestas Infantiles y Juveniles de la Ciudad de Buenos Aires presentó en el Centro de Experimentación del Teatro Colón (CETC). Es el segundo año consecutivo en que, por estas fechas, asisto a un concierto del Programa, y no solo confío en que el ritual continúe, sino que además lo recomiendo con fervor. Cerrar el año con música: qué mejor modo de asir un poco de aura en estos tiempos desangelados. Cerrar el año envueltos en la música que niños y adolescentes, en su mayoría habitantes de los barrios más humildes de la ciudad, prepararon durante meses; ver la seriedad con que asumen la tarea, vibrar con cada acorde, dejarse iluminar por las risas de los jóvenes músicos cuando llega la hora de los aplausos en un CETC colmado: cómo no querer regalarse algo de eso.
Este año, el concierto se llamó Kenta y consistió en una pieza musical compuesta por Valentín Garvie, basada en textos de la escritora Alejandra Kamiya. El CETC abrió en semipenumbras, con los músicos ubicados no en el centro sino en los bordes de la sala. Primero se escuchó la voz de Alejandra Kamiya, luego apareció ella, cuerpo presente y grácil que se iba desplazando de un lado a otro. Mientras la autora recitaba fragmentos de su obra, la orquesta dialogaba con ellos, a veces los traducía, otras los acompañaba.
La prosa delicada de Kamiya, su voz como un elemento más en la composición musical, la iluminación siempre tenue, el virtuosismo de los músicos (violines, violas, cellos, contrabajos, percusión, flautas. oboes, clarinetes, trompetas y más)dirigidos por Oscar Albrieu Roca, músico y coordinador general del Programa: más que concierto, en Kenta se escenificó un “teatro de sonido”; toda la obra fue una invitación a dejarse llevar por el hechizo de lo que se escuchaba y, al menos por un rato –entre palabras y Satie, Beethoven, Bach– darle un respiro al tan abarrotado sentido de la vista.
“Siento que soy una parte de algo mucho más grande”: en la voz de Kamiya, un fragmento de su relato “Partes”. También hubo fragmentos de “La oscuridad es una intemperie” –ambos cuentos pertenecientes al libro Los árboles caídos también son bosque– y de “Una vuelta”, aún inédito. En “Partes”, la narradora es una mujer de 40 años, embarazada, que cuenta algún detalle de su primer encuentro con los médicos. “Dijeron que soy añosa –dice el cuento y pronuncia Kamiya en el CETC, seguida con sutileza por la orquesta– y a mí me sonó a árbol”. Porque algo le concede el personaje a la medicina y sus rudas nomenclaturas: ella ahora reposa en una solidez que no tenía a los 20. Y en eso sí que se siente cercana a los árboles. Entonces, cuando le pregunten qué nombre dará a su hijo, contestará “Kenta”, término que en japonés está asociado a la fuerza y la salud.
Rememoro a Kamiya rodeada, acunada, casi llevada en andas por una orquesta de niños-Kenta: sensibles y fuertes, tan bellos como la música que gestaron durante un duro año de estudio y ensayos. Recupero ese momento y agradezco: en la plenitud también puede haber felicidad.