Nicanor, cuando la voz tiende al infinito
Lo esperable era que su longevidad se comiera su obra, que se volviera simplemente el poeta que pasó los cien. Sin embargo, don Nica se convirtió para muchos de nosotros en nuestra Cesárea Tinajero, esa poeta que buscan -como si buscaran la salvación- los detectives salvajes de Roberto Bolaño.
Dos veces lo fui a buscar a Chile. Las dos veces, no puedo definirlo de otro modo, tuve suerte. La primera fue en 2010, en su casa de La Reina, en Santiago. Me recibió rodeado de "nietos o bisnietos" (según me dijo, ya no distinguía a unos de otros). Conversamos parados durante una hora mientras la tarde caía en su casa del bosque, rodeada de árboles y pájaros. Antes de irme, me hizo prometerle que eso no era una entrevista. Lo acepté y le pedí una foto. Me dijo que fotos había en Internet más que N cuando tiende al infinito. No lo entendí -él era físico, yo no-, pero sabía que cualquier forma de insistencia podía despertar su cólera, así que me reí y le dije que sin foto no iba a poder vender la nota. Muy bien, dijo.
Cuatro años después lo vi en su casa de Las Cruces. Tomamos un té y hablamos de Macedonio Fernández y del papa Francisco. Cuando le pedí que me firmara un libro, me miró raro, como esperando una explicación. "Es que así lo puedo vender más caro", le dije. Recién entonces aceptó la encomienda. Le hizo una raya gigante en la primera página y después dibujó sus iniciales. Me devolvió el libro y me dijo que no me equivocara, que el escritor debe trabajar para ser olvidado. ¿Por qué aceptó recibirme, don Nica?, le pregunté entonces. "¿Yo? Yo no acepté nada", dijo. Y después se puso a mirar el mar, igualito a cuando llegué, igualito a como lo imagino al momento de despedirse de este mundo.
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