Ni por un millón de dólares: la colección Dickinson
“Prefiero morir en la pobreza antes que vender estos manuscritos”, respondió June Dickinson a la prensa, atrincherada en las ruinas de su cabaña al norte del Estado de Nueva York, cuando descubrieron su fabulosa colección de autógrafos y partituras. “Aunque me ofrecieran un millón de dólares, yo nunca los vendería porque esto es todo lo que tengo”.
Días atrás, al escuchar el concierto para cello y orquesta de Schumann por la Filarmónica, en el Teatro Colón (Alexander Hülshoff, solista; Wolfgang Wengenroth, director), las frases confidentes de esa música ligadas a la fecha de la obra en la vida del compositor —1850, al borde del abismo, justo antes de Düsseldorf—, me trajo el recuerdo de los Dickinson y con ellos, la tentación de contar esta historia sobre la que escribí en 1998 cuando, cumpliendo una beca de estudios del gobierno alemán en el archivo Schumann del Heinrich-Heine-Institut de Düsseldorf, me encontré con la noticia de una importante adquisición de la ciudad renana: la fascinante historia de la Colección Dickinson.
Para la navidad del año ‘47, el periodista Edward Dickinson le obsequió a su flamante esposa June, aplicada estudiante de música, una carta de Schumann con la cual el matrimonio norteamericano inició —a modo de espejo de aquella pareja de músicos románticos que fueron la pianista Clara Wieck y su esposo, el compositor Robert Schumann— una obra de conservación a la que dedicaron su existencia. Durante décadas fueron adquiriendo partituras y música impresa, objetos de valor, un broche, un anillo, unos mechones de pelo, recuerdos personales y hasta una prenda lujosa que usaba la pianista como abrigo para vestir en sus conciertos: una capa de plumas de cisne conocida como la Schwanenpelz de Clara Wieck. Pero fue el contacto con uno de los nietos, Ferdinand Schumann, el que permitió ampliar notablemente la recopilación de correspondencia a partir de 1850, intercambiando cientos de cartas ¡por bolsas de comida! El pobre Ferdinand sufría las penurias de la zona soviética en la Alemania dividida, en una localidad sajona cerca de Zwickau, la ciudad natal de Robert donde se conserva la casa-museo en la que inicié el recorrido de mi beca en el más implacable de los climas: el invierno comunista.
En 1949 los Dickinson crearon una fundación e iniciaron la construcción de un museo consagrado al compositor-poeta y su musa; solventaron publicaciones y conciertos para difundir un mensaje de paz en la música del más culto y refinado creador del Romanticismo alemán. Terminaron en la ruina. Superados por el esfuerzo económico pero abatidos también por la indiferencia del entorno, el sueño protector de la herencia schumanniana terminó en una montaña de baúles oxidados, cubiertos de polvo, insectos y goteras en el sótano de una cabaña al borde de un lago donde, ya muerto Edward, solo habitaba June.
Décadas más tarde dos musicólogos se lanzaron a la búsqueda del tesoro. Años de investigación para someter la colección a un estudio experto determinaron la autenticidad y el valor de las piezas catalogadas en una publicación académica que quedó reflejada en un periódico, revelando, para escándalo de los lectores, que June Dickinson, casi una indigente, propietaria de una colección de manuscritos del siglo XIX valuada en millones, vivía de un plan social. El título —Viuda millonaria recibe asistencia del Estado— bastó para exigirle la venta a la que se resistía.
El Heinrich-Heine-Institut de Düsseldorf presentó la oferta ganadora a fines de los años 80 y en diciembre pasado concluyó la restauración de la última pieza: la capa de plumas de cisne. Meses después de transferida la colección a Alemania, la cabaña de los Dickinson pereció en un incendio. “Yo no tengo hijos ni marido”, respondía June a la prensa ante la acusación de fraude por el cobro de la ayuda social. “¿Por qué debería vender esta colección que es todo cuanto poseo si le he dedicado mi vida entera a preservarla para la posteridad?”
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