Ni bruja ni santa: Sylvia Plath o cómo escribir contra la “horrible y abrumadora” soledad del alma
En el 90º aniversario de su nacimiento, la obra de la autora estadounidense sigue impactando por su dramatismo y se lee como un testimonio de la condición de las mujeres en el siglo pasado
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“Haber nacido mujer es mi gran tragedia”, escribió en su diario, a los veintiún años, Sylvia Plath (1932-1963). Su obra -que obtuvo reconocimiento internacional después de su muerte- se puede leer como un testimonio de ese destino trágico. Hoy se cumplen noventa años del nacimiento, en Boston, de la escritora estadounidense. Precoz, publicó su primer poema a los ocho años y, en la adolescencia, ganó concursos literarios y colaboró en revistas como The Christian Science Monitor y Seventeen con poemas y cuentos. Ingresó en el Smith College con una beca en 1951 y, un año después, ganó el concurso de ficción de la revista Mademoiselle, lo que permitió residir en el centro de Nueva York, en el legendario Hotel Barbizon, por varios meses. A la vez que obtenía logros artísticos, académicos y sociales, sus cuadros depresivos se agravaban. Fue internada en una clínica psiquiátrica después del primer intento de suicidio, en 1953.
Una vez graduada y con una beca Fullbright, viajó a Inglaterra para continuar estudiando en el Newnham College. Allí conoció al poeta inglés Ted Hughes, con quien se casó en 1956. Era, como ella quería, “un buen candidato”, al menos en apariencia. Tuvieron dos hijos: Frieda (escritora y columnista) y Nicholas (biólogo que se suicidó en 2009, a los 47 años). Luego la pareja se instaló en Northampton, en Estados Unidos, donde Plath daba clases, escribía y asistía a los cursos de poetas destacados como Robert Lowell y Anne Sexton. En 1962, Plath se separó de Hughes luego de descubrir otro romance de su marido (en esa ocasión, con Susan Allison). Tras el suicidio de Plath, Hughes se convirtió en el albacea de su obra y sus prácticas de edición, en especial cuando se supo que había destruido los últimos diarios de su expareja, fueron muy criticadas (y comparadas con las de otros maridos albaceas, como el de Katherine Mansfield).
Poemas como “Papi” (donde recrea una relación fantasmal con su padre, Otto Plath, que murió cuando ella tenía apenas ocho años) y “Lady Lázaro”, y la novela semiautobiográfica La campana de cristal -cuya protagonista, Esther Greenwood, es una joven que padece una enfermedad mental- revelan claves de la poética de Plath. “La vida es soledad, a pesar de todos los opiáceos, a pesar de la felicidad de oropel chillona de las ‘fiestas’ sin propósito, a pesar de de las caras sonrientes que todos llevamos puestas -se lee en su diario-. Y cuando al fin te encuentras con alguien a quien sientes que puedes desnudar tu alma, paras de golpe al escuchar las palabras que pronuncias; están tan oxidadas, son tan feas, tan insensatas y endebles por estar guardadas en tu pequeño y estrecho interior tanto tiempo. Sí, hay felicidad, satisfacción y compañerismo, pero la soledad del alma en su aterradora autoconciencia es horrible y abrumadora”.
“La mejor manera de leer a Plath, de leer y no perdérsela, de leerla de un modo justo, desprejuiciado, es hacer a un lado algunas interpretaciones de su biografía que la ubican del lado de la poeta sufriente, suicida y a la sombra de Hughes -dice la escritora Bárbara Alí-. Hacer a un lado esas operaciones de la crítica, patriarcales y sesgadas, y encontrarse con su obra. ¿Y qué vamos a encontrar? Un trabajo artesanal y minucioso con el lenguaje, una utilización de imágenes exquisita, imágenes que transitan por lugares inesperados: ‘Los tulipanes son, ante todo, demasiado rojos / me hieren / Aun a través del papel de regalo los oía respirar’, dice el yo lírico que habla desde la cama de una sala de hospital demasiado blanca, o aquellos versos bellos y punzantes: ‘Si la luna sonriera se te parecería / Dejas la misma impresión / de algo hermoso, pero aniquilador’. Plath, al igual que Alejandra Pizarnik, que también fue leída de un modo empobrecedor, es una de las poetas que conjuga con gran sutileza, precisión e intimidad, lirismo y cuerpo, belleza y enojo, denuncia y labor imaginativa”.
En 2003, se estrenó la película Sylvia, de Christine Jeffs, con Gwyneth Paltrow y Daniel Craig como Sylvia y Ted, y en 2018, el documental Sylvia Plath: Dentro de la campana de cristal, de Teresa Griffiths (que contó con la colaboración de Frieda Hughes). Gran parte de la obra de Plath se conoció luego de su muerte y sus poemas reunidos obtuvieron el Premio Pulitzer a título póstumo en 1982.
“Cuando leí sus poemas me golpearon el pecho -revela la escritora Eugenia Cabral a LA NACION-. En general no disfruto de la poesía traducida del inglés, lengua que no hablo, pero Plath escribió ‘Papi’, esa confesión, ese manifiesto y esa descripción de la condición femenina en el siglo XX. Hijas de la violencia sexual, racial (’el lenguaje obsceno’), aunque las apariencias fuesen naíf o seductoras apenas disimulaban la agresividad femenina, carcomiendo las células en vez de liberarse (’siempre te tuve miedo’). En ese poema recorre el nudo entre la sujeción de la mujer a una situación que ni sueña con poder modificar y la prepotencia del patriarcado machista: ‘Cada mujer adora a un fascista, / con la bota en la cara; el bruto, / el bruto corazón de un bruto como tú'. En el siglo XXI la liberación femenina está avanzando día a día en el planeta, pero queda muchísimo de ese cáncer todavía”.
Para Cabral, que en su libro La ciudad de amapolas dedica un poema a Plath, “el suicidio de Sylvia es absolutamente conmovedor, es casi una eutanasia preanunciada al final de aquel poema: ‘Papi, papi, hijo de puta, estoy acabada’”. Por la intensidad, y “el horror y el salvajismo” de sus poemas, el crítico y profesor George Steiner sostuvo que Plath se había convertido “en una mujer transportada a Auschwitz en los trenes de la muerte”.
“Hace varios años que leo, investigo y traduzco a Plath -dice la escritora María Magdalena, autora de No hay milagro más cruel que este. Sylvia Plath: amar, maternar, escribir (Las Furias)-. Había empezado a escribir algunas anotaciones sueltas, pero comenzó a tomar forma de libro luego de un viaje a Inglaterra. Viajé para conocer el pueblo rural donde vivió sus últimos años, North Tawton, y estuve allí algunos días, intentando absorber esa atmósfera tan peculiar en la que escribió sus mejores poemas, febril y desesperada. No quería escribir una biografía tradicional; Plath para mí no es un objeto de estudio, y tampoco me interesa la escritura desafectada de los textos académicos o ensayísticos. Menos aún si se trata de abordar, desde una perspectiva feminista, temáticas como el amor, la maternidad y la escritura. Mi libro es un híbrido, una rareza en términos de género, una especie de ensayo poético”.
“Las biografías de Sylvia Plath están llenas de intentos vanos de simplificar lo contradictorio y lo complejo: o víctima o victimaria, o santa o bruja -se lee en el libro de Magdalena-. Plath era una norteamericana blanca de clase media que soñaba con la casa en los suburbios, el jardín, el marido perfecto y los hijos relucientes; también era una mujer oprimida por la sociedad patriarcal de los años 50 que se debatía entre la escritura y la vida doméstica; era la gran poeta y la mujer desesperada, la que percibía a las otras mujeres como una amenaza, la que se burlaba de la infertilidad, la que vanagloriaba el ser madre como condición ineludible de lo femenino; la que celaba, hostigaba, insultaba, quemaba manuscritos de su marido; la que añoraba ‘un gran amor extraordinario creador floreciente denso’; la que abandonó a sus hijos y fue abandonada con sus hijos, la que salvó a sus hijos”.
La autora advierte que algunas lecturas de la obra de Plath suelen caer en el reduccionismo. “Y así nos perdemos gran parte de su riqueza -señala-. No era solo una víctima, no era solo una poeta suicida. Quise ir en contra de lo que hace la construcción del mito, en especial alrededor de mujeres poetas o escritoras que se han suicidado: infantilizarlas, patologizarlas, quitarles cualquier atisbo de deseo, de goce o de felicidad, despreciar o minimizar el grandísimo trabajo que sí lograron hacer mientras estuvieron vivas”.
Años antes de quitarse la vida, Plath escribió en su diario: “Mi salud es hacer historias, poemas, novelas de la experiencia: esa es la razón, o más bien, la razón por la que es bueno que haya sufrido y haya estado en el infierno, aunque no en todos los infiernos. No puedo vivir la vida por la vida misma: pero sí por las palabras que quedan en el flujo. Siento que la vida no habrá sido vivida hasta que haya libros e historias que la hagan persistir en el tiempo. Olvido muy fácilmente cómo fue, y me reduzco al horror del aquí y el ahora, sin pasado ni futuro. Escribir abre las bóvedas de los muertos y de los cielos donde se esconden los ángeles proféticos”. La profecía de su muerte se cumpliría el 11 de febrero de 1963, en Londres, cuando tenía treinta años.
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