Nancy Huston: “Los obstáculos y heridas me hicieron escritora”
La autora, francesa de origen canadiense, visita Buenos Aires en el marco del Filba y habla de Bad Girl, novela recientemente publicada donde explora la orfandad y el deseo de escribir
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Nancy Huston habla con una suavidad casi musical. Estamos en la librería Eterna Cadencia, donde el aire vibra en medio de la algarabía del Filba. Huston, que el domingo ofrecerá una lectura en el CCK, habla en inglés con quien toque, en francés con quien así se dirija a ella y hasta comprende algunas frases en español. Su visita a Buenos Aires, en el marco del Festival, coincide con el lanzamiento de su novela Bad Girl (Mar Dulce), de impronta autobiográfica.
Nacida en Canadá en 1953, se radicó en Francia en la década del 70. Estudió con el semiólogo Roland Barthes, compartió un buen tramo de su vida con el lingüista Tzvetan Todorov (con quien tuvo dos hijos), escribió novelas, ensayos, obras de teatro. Su escritura es tan inteligente y precisa como las respuestas que brinda a La Nación. “Si hay una certeza en la vida es que la personalidad es algo que está en formación constante”, dirá en un momento de la charla, con la misma calma con que recordará episodios durísimos de su propia historia. La orfandad de quien a muy corta edad es abandonada por la madre, la llaga de la violación a manos de un familiar: en Huston el dolor está allí, fundante y a la vez transformado por el don de la palabra.
-En Bad Girl hay un personaje llamado Dorrit, la voz de una narradora que le habla y alusiones a libros escritos por una tal Nancy Huston. ¿Cómo se arma ese ensamblaje?
-Como un poco lo cuento en el libro, la segunda persona es mi persona preferida en la escritura. Durante toda la infancia le escribí cartas a mi madre. Cada cosa que vivía, yo la transformaba en una carta para ella, lo más apasionante posible, para que me amara. Es así que me convertí en una mujer de letras. Pero no sé bien por qué elegí el nombre Dorrit. Todos los que tuvimos una educación anglófona conocemos la novela de Dickens La pequeña Dorrit. Nunca la leí, pero es un título que estaba en mi cabeza; además se trata de una huérfana. Si hay una certeza en la vida es que la personalidad es algo que está en formación constante. Y es literalmente imposible conseguir un relato adecuado a esa complejidad. La novela trata de mostrar hasta qué punto mi vida me ha determinado a ser escritora. Lo hicieron los obstáculos, las heridas.
- Cuando la madre de Dorrit, antes de abandonar a sus hijos, entrega unas flores a la mujer que se encargará de ellos, la narradora dice que esa tarde contiene escritura “como la energía nuclear está contenida en la bomba atómica”.
-Sí, con la misma intensidad. La lección de ese instante es que no hay que creer en las apariencias. Cuando hay algo violento, no forzosamente se ve así. Fue la iniciación a la mentira. La iniciación al bilingüismo. Una escena donde todos estamos sonrientes mientras se está tomando una decisión extraordinariamente violenta y nadie puede decir esto me hace mal, algo me falta. Esa falta, en definitiva, me constituye. El impacto radioactivo son los libros que escribí.
-¿El cuerpo es el lugar del trauma, tal como se sugiere en Bad Girl?
-Hay teorías que dicen que hay cosas que no pasan por decirse en la terapia, sino que implican al cuerpo. Yo debí haber sentido eso instintivamente. Porque siempre, toda mi vida, he ido a cursos de yoga, danzas, stretching. Otro aspecto es la relación con los muchachos. Tras la partida de mi madre, necesitaba sentirme amada por los varones. Como munchas ninfómanas de antes, fui violada por mi hermano; eso no lo cuento en la novela. Empezó con pequeños acercamientos, y luego fue una violación, di consentimiento, estaba totalmente sobrepasada. Él quería tener experiencia para seducir chicas, yo fui su laboratorio. Creo que fui desflorada a los 12 años. Más pequeña, 6 años, recuerdo haber sido utilizada como juguete sexual por mi hermano y sus amigos. El cuerpo instrumentalizado… Todas mis interrogaciones feministas vienen de ahí.
-Su obra refiere al trabajo que se hace con la propia vida, pero esto es más de lo que me esperaba.
-Es que me interesé en la vida de los otros. Escribí sobre la guerra, la shoah, sobre personas que tuvieron sufrimientos mayores que los míos y no tuvieron la posibilidad de transformarlos en palabras.
"Salvo excepciones, durante siglos las mujeres que querían escribir renunciaban a la maternidad. Yo las comprendo, pero me parece una lástima. Porque implica estar lejos de la condición humana. Si no comprendes que los seres humanos vienen de la carne, de la sangre, del grito, de la suciedad, de la mierda…"
-Hace unos años, en una entrevista, dijo que tanto los misóginos como cierto feminismo detestan la maternidad. ¿Lo sigue pensando?
-Hoy hay un feminismo distinto, muchos libros donde mujeres extremadamente feministas hablan de la experiencia de la maternidad. Pero es verdad que, salvo excepciones, durante siglos las mujeres que querían escribir renunciaban a la maternidad. Si querían escribir, no tenían hijos. Yo las comprendo, pero me parece una lástima. Porque implica estar lejos de la condición humana. Si no comprendes que los seres humanos vienen de la carne, de la sangre, del grito, de la suciedad, de la mierda…
-¿Y el vínculo con su propia maternidad?
-Cuando era una joven feminista en París escribí unos artículos, con seudónimo, donde decía que no iba a tener hijos. Cuando conocí a Tzvetan [Todorov], él era lo contrario a mí. Amaba a su padre tanto como a su madre. Su padre era director de la biblioteca nacional, gran filólogo, enseñaba; la madre era una mujer de la casa, devota, siempre al servicio de los otros. Él los admiraba y los imitaba a los dos. Fue quien me convenció de que era posible tener un niño sin renunciar a las aspiraciones. Me sostuvo como escritora. Amaba a las mujeres un poco locas, un poco rotas, un poco frágiles [se ríe].
-Usted se formó en los tiempos de Lacan, de Barthes. ¿Cómo ve el mundo alguien forjado en esa matriz?
- No son esos autores los que me ayudaron a comprender el mundo. Dejé ese universo en los 80, 90, cuando decidí escribir en inglés. Fue como una traición a Tzvetan [Todorov era de origen búlgaro], porque nos habíamos comprometido a abandonar nuestros países de origen y escribir en francés. Sin embargo, regresar a la lengua materna fue para mí como tener hijos: reivindicar las cosas difíciles, la fragilidad, lo ligado a la infancia.
- ¿Las referencias que en Bad Girl hace a lo sagrado tienen que ver con esa ruptura?
- Soy totalmente atea. Pero para sobrevivir, el ser humano necesita sentido. Y nos lo damos a través de la sacralización. Es sagrado el momento en que hacemos el amor, es sagrado estar juntos para una comida, acompañar a un amigo que está enfermo, escribir o decir un poema. Son mis pequeños laicismos sacros.
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