Laura Alcoba: "Los buenos libros son los que nunca terminan de decir lo que pueden decir"
Escritora y editora, la especialista en letras francesas y españolas integrará la delegación de autores argentinos en la Feria del Libro de Guadalajara
El acento francés que tanto trabajo le dio incorporar desaparece a los pocos minutos de iniciado el diálogo en castellano, el idioma que preserva como el lenguaje de su corazón. A los 46 años, Laura Alcoba visitó recientemente una vez más la Argentina, país con el que no quiere perder relación. Tímida e introspectiva, prefiere no hablar de sus tres hijos ni de su marido francés. Fue invitada al país por la embajada de Francia y sus editores argentinos (Edhasa) para presentar su último libro, El azul de las abejas. En la próxima edición de la Feria del Libro de Guadalajara, integrará la delegación de escritores argentinos. Aquí las afirmaciones e inquietudes que compartió con LA NACION.
Me siento francesa o me siento argentina; depende de las situaciones. Me concibo como francoargentina. La Argentina cuenta mucho para mí. En mi infancia se jugaron acá cosas muy fuertes que tienen mucho que ver con las emociones que trabajo en la escritura. La Argentina está muy presente en mis libros. Para escribir mi primer libro (La casa de los conejos) sentí la necesidad física de volver al país y conectarme con la casa en la que había vivido y sobre la que quería hablar. Otras veces había venido a la Argentina, pero no había vuelto a esa casa. El vínculo con la Argentina es muy fuerte y al mismo tiempo me siento francesa. Creo que se percibe en El azul de las abejas; es la historia de un desarraigo y de un nuevo arraigo.
En una especie de baile amoroso con el idioma francés pude hablar del pasado. Aprender un idioma es una aventura que se realiza en la mente, pero también en el cuerpo. Sucede mucho en el francés con las nasales, al principio ni siquiera se oye la diferencia de palabras que son distintas. Es una aventura física. Al principio, cuando llegás a otro lugar es muy angustiante no entender, no dominar el idioma, no poder expresarte o hacerlo y que te reconozcan como extranjero; y sentir vergüenza. En mi primer libro quería escribir sobre mi experiencia como una nena que vivió en la clandestinidad porque mis padres eran militantes y mi mamá se escondía en una casa donde había una imprenta de Montoneros. Todo el mundo murió y yo, en un rincón de mi memoria tenía grabados diálogos enteros en castellano de un tiempo de mucho silencio y mucho miedo. Sólo pude evocar esos recuerdos en francés, que es para mí un espacio de gran libertad.
En la infancia puede haber mucha crueldad. Me interesa la intensidad de la infancia más que como tema diría casi como música. Los chicos están en un contacto directo, inmediato, con las cosas y hay una forma de intensidad y verdad en esa manera de estar en el mundo, pero también en la infancia puede haber crueldad. Los chicos no soportan ser diferentes. La vergüenza es algo muy infantil. Más allá de la dimensión que puede ser autobiográfica o que tiene que ver con el relato del exilio, en El azul de las abejas también hay una búsqueda de la infancia casi con mayúscula.
Intento rescatar la fuerza de la literatura. Cuando detuvieron a mi padre, mi mamá logró salir de la Argentina, se fue sola a París. Yo me quedé dos años y medio con mis abuelos y luego viajé a reencontrarme con ella. Es una historia muy complicada. Mi padre estuvo seis años y medio en la cárcel como preso político y me propuso que leyésemos el mismo libro al mismo tiempo. Él en castellano, en la prisión, y yo en francés, en París, y que hablásemos de ello a través de cartas. Una idea que a posteriori me parece genial y que fue mi introducción en la literatura. Fue una especie de cita semanal que cumplimos con una constancia increíble. Es muy conmovedor en esa correspondencia ver una relación que avanza, ver cómo una persona ausente puede estar muy presente. Una paradoja. A pesar de la situación, él fue mi padre y lo fue gracias a los libros. Fue muy loco. Muy lindo. De repente yo estaba hablando por carta con mi padre sobre campos, flores, abejas, colmenas. Aunque fuese un viaje mental, era real, existía. Era auténtico.
La literatura que me gusta es la que busca interrogar y no dar respuestas armadas. Lo que escribo es eco de ese tipo de literatura. Cuando una obra de arte viene con interpretación o con discurso incluido, deja de ser una obra de arte. Es un ensayo, un panfleto. Si hay una intención en mí al escribir es la de buscar una forma de armonía y una apertura. En términos literarios trato de buscar una forma de belleza donde no haya cosas de más. Me gusta mucho la concisión. Y la concisión es también dejar el espacio de reflexión al lector. Dar espacio para que resuene en el lector algo que lo sorprende.
Los buenos libros son los que nunca terminan de decir lo que pueden decir. Soy una fanática de la relectura. Un buen libro es aquel que volvés a leer y te vuelve a sorprender, te vuelve a hacer pensar y a abrir puertas. Mis relecturas favoritas son, entre los argentinos, Borges y Cortázar. Tengo fascinación, entre otros, por La montaña mágica, de Thomas Mann, y por El lazarillo de Tormes, un libro cortito que nunca termina de decir todo lo que puede evocar.
Nació en La Plata en 1968
Vivió en la Argentina hasta que a los 10 años la trasladaron a París, donde estaba exiliada su madre, militante montonera. En una trilogía de novelas breves -La casa de los conejos, Los pasajeros del Anna C y El azul de las abejas- reconstruye su niñez en los años setenta y el exilio de sus padres. "Todo el mundo murió y yo, en un rincón de mi memoria, tenía grabadas palabras y diálogos enteros en castellano de un tiempo de mucho silencio y mucho miedo".
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