Nacidas para ser virales: las obras de arte compartibles suman seguidores
Es el fondo perfecto para la foto, que seguramente cosechará cientos de likes: la obra Nothing Hill de Nicolás Fernández Sanz, un laberinto de espejos que multiplica el propio reflejo, es candidata a desatar una irrefrenable necesidad de mostrar que "yo estuve ahí", en el festival Chandon Artground, inaugurado ayer. Así ocurrió, por ejemplo, hace cinco años con la muestra de Yayoi Kusama, en el Malba, y semanas atrás con la puerta giratoria que Eduardo Basualdo instaló en la punta del muelle del Club de Pescadores como parte del programa Art Basel Cities: Buenos Aires.
Compartir o no compartir: esa es la cuestión. Con una versión 2.0 del clásico "de boca en boca", la forma más antigua de promoción, las omnipresentes redes sociales encontraron hace rato en las artes visuales un terreno fértil para la semilla de la viralización. Lo novedoso es que el potencial de reproducción infinita de las obras comience a ser contemplado por algunos artistas desde el minuto cero del proceso creativo.
Ya es habitual que las instituciones más prestigiosas instalen frente a sus fachadas imponentes obras nacidas para seducir a la cámara: desde el Guggenheim de Bilbao, cuando colocó para custodiar su puerta al perro florido de Jeff Koons en la época vintage de la fotografía con rollo, hasta la araña de Louise Bourgeois y las bicicletas de Ai Weiwei en la vereda de la Fundación Proa, sobran los ejemplos para la selfie obligada. También se volvieron rutina la apertura exclusiva de ferias y museos a los instagrammers más influyentes o el uso original de esa aplicación en manos de Cindy Sherman, Maurizio Cattelan y Aleksey Kondakov.
Ahora, hay quienes llevan aún más lejos este síntoma de época. Antes de exhibir su muestra reciente en la galería Praxis, Gaspar Libedinsky publicó en Instagram el proceso creativo de sus piezas realizadas con escobillones de colores. Y tuvo en cuenta las interacciones obtenidas, tanto para seleccionarlas como para titularlas –con códigos indescifrables relacionados con la cantidad de likes y reproducciones cosechadas online– e incluso para ponerles precio, como una forma de "cuestionar los mecanismos de valoración económica del arte".
"No solo las mostré, sino que hice las obras con participación ciudadana a través de mis redes sociales –explicó Libedinsky a LA NACION–. Publiqué en Instagram distintas versiones de cada una para saber cuál tenía mayor cantidad de likes, ver qué devolución me hacían y tratar de entender el gusto común. Tomé mis 1900 seguidores como parte de mi equipo de ‘críticos’, sin que ellos lo supieran".
Al igual que las grandes marcas de moda, impulsoras de vidrieras "instagrameables" en busca de un efecto multiplicador de alto impacto, Chandon propuso que las experiencias shareable (compartibles) inspiraran el cruce de disciplinas del festival Artground, cuya primera edición termina mañana en Corrientes 6277. Para curar las intervenciones de artes visuales en ocho espacios de 4 m2 convocó a Martín Huberman, arquitecto, diseñador y director de la galería Monoambiente.
"Lo shareable sin contenido es un peligro", admite Huberman, quien aceptó sin embargo tomar el desafío de sumarse a la tendencia contemporánea. Si bien aclaró a LA NACION que las intervenciones no fueron creadas con la aspiración a viralizarse en redes, sí reconoció que tuvo ese posible resultado en cuenta a la hora de seleccionarlas. "La idea es generar experiencias interactivas que no sean meramente visuales –agrega el curador–. Si son buenas, te van a dar ganas de compartirlo, no es necesario forzar el registro. Que se viralice o no es un dominio del público; por suerte eso todavía no se puede controlar".
"Si la obra tiene un contenido cuando la vivenciás en vivo, está perfecto", coincide Celina Saubidet, autora de la instalación Crisálida en Chandon Artground, quien considera "interesante el aporte de las nuevas tecnologías, que hoy permiten visitar ferias y bienales a través de la mirada de los visitantes".
Entre los imanes para la cámara se contarán también seguramente las obras de Tomás García, que apela a los espejos y la realidad aumentada, y la de Gonzalo Arbutti, una invitación a arrojar "abrojos" de madera. Es probable que, gracias a la aplicación Boomerang, los usuarios de Instagram los vean rebotar en un loop infinito.
"Nosotros creamos espacios que demandan interacción para generar sentido. Cada uno le da el uso que quiera", dice Fernández Sanz, partidario del "arte como construcción grupal y la obra como escenario". Para esta convocatoria adaptó un proyecto concebido en 2016, que funcionaba bien con la propuesta.
Su laberinto de espejos evoca los trompe-l’œil de Leandro Erlich, maestro de la ilusión y pionero del efecto viral. Levante la mano quien haya podido contener el impulso de sacarse una foto con su célebre Edificio, instalación concebida en 2004 para el evento parisino Nuit Blanche, y recreada en la Usina del Arte en 2012. Difícil resistirse al juego de hacerles creer a nuestros seguidores que somos capaces de desafiar la gravedad y trepar por una fachada, o que estamos cayendo de un balcón en ese mismo instante.
"Cuando hice la pileta no existían las redes sociales", recuerda Erlich en diálogo con LA NACION, al referirse a la obra creada en 1999 con la que representó al país dos años después en la Bienal de Venecia. Según él, no las usa ni las tuvo en cuenta cuando simuló en 2015 quitarle la punta al Obelisco para "trasladarlo" al Malba , lo que activó de inmediato el pánico colectivo. Y si bien asegura que su fuerza centrífuga no suele influir sobre el proceso creativo, reconoce ser "consciente del fenómeno" y tenerlas en cuenta en algunos proyectos. "En el nudo de Le Bon Marché, sin dudas", señala sobre la instalación con la que "ató" este año las escaleras mecánicas de la cadena de almacenes. La repercusión internacional de la obra demostró, una vez más, que una imagen vale más que mil palabras.
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