Nabokov según Amis
El autor de Lolita quiso quemar El original de Laura , su última e inconclusa nouvelle que acaba de ser publicada. Uno de sus grandes admiradores, Martin Amis, despedaza ese texto póstumo y aprovecha para criticar puntos oscuros en la obra de este verdadero genio. Una clase magistral de literatura
El lenguaje lleva una doble vida... y lo mismo le ocurre al novelista. Uno charla con la familia y los amigos, atiende su correspondencia, considera menús y listas de compras, observa signos viales y cosas por el estilo. Después, uno va a su estudio, donde el lenguaje existe de una forma muy diferente... como materia basada en el artificio. Casi todos los escritores, me parece, estarían de acuerdo con la reminiscencia que Vladimir Nabokov (1899-1977) consignó en 1974:
... Consideré a París, con sus días grisáceos y sus noches color carbón, tan sólo como un marco oportuno para los más auténticos y fieles deleites de mi vida: la frase colorida que irrumpía en mi cabeza bajo la llovizna, la página en blanco bajo la lámpara de mi escritorio que me esperaba en mi humilde hogar.
Bien, el deleite creativo es auténtico, sin embargo no es fiel (como casi toda la galería completa de las mujeres ficcionales de Nabokov, el deleite creativo, al final, es sádicamente voluble).
Escribir sigue siendo una tarea muy interesante, pero el destino, o el "malhadado Hado", como lo llama Humbert Humbert, también ha dispuesto un castigo muy interesante. Los escritores tienen una doble vida. Y también mueren dos veces. Ése es el sucio secretito de la literatura moderna. Los escritores mueren dos veces: una vez cuando muere el cuerpo y otra vez cuando muere su talento.
Nabokov había compuesto The Original of Laura, o lo que tenemos del libro, contra el reloj que marcaba su sentencia (una serie de espantosas caídas, después infecciones hospitalarias, después un colapso bronquial). No es "una novela en fragmentos", tal como afirma la cubierta: es inmediatamente reconocible como un cuento largo que se debate por convertirse en novela corta. En esta suntuosa edición, cada página par está en blanco y cada página impar reproduce el manuscrito de Nabokov, con su letra vigorosa y su frágil ortografía ("bycyle", "stomack", "surprize" por bicycle, stomach, surprise), más el texto tipográfico (e infestado de corchetes). Me atrevo a decir que es lindo ver de cerca esas fichas mundialmente famosas, pero en realidad hay muy pocas cosas en Laura... que quedan resonando en la mente. "Los sordos ruidos y estallidos de la aurora habían empezado a sobresaltar la fría ciudad brumosa": en esto escuchamos un eco de la música nabokoviana. Y en lo que sigue atisbamos el cómico e intrépido desdén nabokoviano por nuestra "abyecta corporalidad":
Aborrezco mi vientre, ese baúl lleno de tripas que tengo que cargar conmigo, y todo lo relacionado con él... la comida equivocada, la acidez, el peso plomizo de la constipación, o si no la indigestión con una primera cuota de caliente inmundicia que mana de mí en un baño público...
Por lo demás y en general, Laura... se encuentra a mitad de camino entre la larva y la crisálida (por emplear una metáfora lepidopterológica), y muy lejos de su imago final.
Aparte de una celebratoria acogida de interés en la obra, lo único que conseguirá esto, me temo, es una leve exacerbación de algo que ya es un problema infernal. Es infernal, para mí, porque no cedo ante nadie en mi amor por este enorme genio, extraordinariamente inspirador. Y sin embargo, Nabokov, en su decadencia, obliga incluso a su lector más entusiasta a encarnar el tipo de crítico que él mismo más despreciaba: el vulgar piadoso, "el maligno hurón interesado en lo humano", es decir, el filisteo. No hay casi nada en Laura... que califique como un tema (es decir, como un motivo estructural o al menos recurrente). Pero sí advertimos la aparición de un cierto Hubert H. Hubert (un maloliente inglés que se babea sobre la cama de una preadolescente), advertimos a la vampiresa de 24 años con pechos de 12 años ("el guiño de pálidos pezones y formas firmes"), y también advertimos el febril sueño sobre un amor juvenil ("su pequeño trasero, tan terso, tan luz de luna"). En otras palabras, Laura... se une a El hechicero (1939), Lolita (1955), Ada o el ardor (1970), Cosas transparentes (1972) y ¡Mira los arlequines! (1974) porque resulta imposible ignorar que se vincula con la expoliación sexual de chicas muy jóvenes.
Seis obras narrativas: seis obras narrativas, dos o tal vez tres de las cuales son espectaculares obras maestras. Ustedes admitirán, espero, que el problema infernal es al menos nabokoviano en su complejidad y su cualidad de espinoso. Porque ningún ser humano de la historia del mundo ha hecho tantos para recrear la crueldad, la violencia y la funesta sordidez de este crimen particular. El problema, que acaba por ser estético y no del todo moral, tiene que ver con la íntima malicia de la edad.
La palabra que queremos no es el término legal "pedofilia", que de todas maneras se traduce engañosamente como "cariño por los niños". La palabra que queremos es "ninfolepsia", que no significa exactamente lo que uno cree. Significa "frenesí causado por el deseo de lo inalcanzable" y mi Concise Oxford Dictionary la cataloga correctamente como literaria. Como tal, la ninfolepsia es un tema legítimo y de hecho, casi inevitable para este talento tan singular. "El estilo de Nabokov es en realidad amoroso -observó lúcidamente John Updike-, anhela aferrar una diáfana exactitud entre sus brazos velludos." Sin embargo, en la última etapa de Nabokov, la ninfolepsia se derrumba en su etimología: "del griego numpholeptos, ´secuestrado por ninfas´, a la manera de la epilepsia"; "del griego epilepsia, de epilambanein, ´acceso, ataque´".
Imaginada en la Berlín de la década de 1930 (con la voz de Hitler restallando desde los altoparlantes de las terrazas) y escrita en París (post Kristallnacht, al principio de la frenética huida de Europa de Nabokov), El hechicero es un triunfo despiadado, brillante y casi osmóticamente traducido del ruso por Dmitri Nabokov en 1987, 10 años después de la muerte de su padre. Como relato es logísticamente idéntico a la primera mitad de Lolita: el violador se casará -y quizás asesinará- a la madre y después negociará quedarse con la hija. A diferencia de la imponente Charlotte Haze ("la del noble pezón y enorme muslo"), la viuda sin nombre de El hechicero ya es promisoriamente frágil, con su gran cuerpo deformado por la asimetría causada por las hospitalizaciones y el bisturí de los cirujanos. Y es por eso que su pretendiente rechaza con reticencia la idea de envenenarla: "Además, inevitablemente la abrirán, por pura fuerza de la costumbre".
Se lleva a cabo la boda y también la noche de bodas: "... y resultó perfectamente claro que él (pequeño Gulliver)" sería físicamente incapaz de abordar "esas múltiples cavernas" y "la conformación repulsivamente escorada de su pesada pelvis". Pero "en medio de sus discursos de despedida sobre su migraña", las cosas toman un giro inesperado, "de manera que, después del hecho, quedó atónito al descubrir el cadáver de la giganta milagrosamente vencida y miró la faja de muaré que ocultaba casi totalmente la cicatriz de la mujer".
Pronto la madre está verdaderamente muerta y el hechicero queda solo con su chica de 12 años. "El lobo solitario se preparaba para calzarse la gorra de dormir de la abuelita."
En Lolita, Humbert tiene "extenuantes relaciones sexuales" con su nínfula al menos dos veces al día durante dos años. En El hechicero hay un único deleite... no invasivo, voyeurístico, masturbatorio. En la habitación de hotel, la niña está dormida y desnuda: "él empezó a pasar su varita mágica sobre el cuerpo de ella", midiéndola con "una regla encantada". Ella se despierta, ve "su empinada desnudez" y grita. Con su obsesión reducida ahora a una mancha que se enfría en el impermeable con el que acaba de cubrirse, nuestro hechicero sale huyendo a la calle, tratando de librarse, por cualquier medio, de un mundo "ya visto" y "ya no más necesario". Un tranvía aparece a la vista, chirriando, y bajo
esta creciente, sonriente, megarrugiente masa, este cine instantáneo del descuartizamiento... -eso es, arrástrame, desgarra mi flaqueza- viajo aplanado, sobre mi cara abofeteada... no me hagas pedazos... me estás haciendo jirones, ya basta... Gimnasia en zigzag del relámpago, espectrograma de una fracción de segundo de un trueno... y la película de la vida había reventado.
En términos morales El hechicero es cáusticamente directo. Lolita, por contraste, es delicadamente acumulativa, pero en cuanto al juicio de la abominación de Humbert es, sin dudas, mucho más severa. Dejar esto sentado es necesario para alegar solamente dos puntos esenciales. Primero, el destino de su trágica heroína. No se puede esperar que ningún lector desprevenido advierta que Lolita encuentra un fin terrible en la página dos de la novela que lleva su nombre. "La señora de ‘Richard F. Schiller’ murió en el parto", dice el "editor" en su prólogo, "al dar a luz a una niña muerta... en Gray Star, una población del más remoto noroeste"; y la novela casi está terminando en el momento en que la señora de Richard F. Schiller (es decir, Lo) aparece brevemente. Así advertimos, en un resuello parentético, el tamaño de la apuesta a la grandeza de Nabokov. "Por curioso que parezca, uno no puede leer un libro -anunció en una oportunidad (dando clase)- sólo puede releerlo." Nabokov sabía que Lolita sería releída y releída. Sabía que él mismo acabaría por absorber el destino de Lolita... su niñez robada, su adultez robada. Gray Star (Estrella Gris), escribió, es "la ciudad capital del libro". Los semitonos cambiantes, estrella gris, pálido fuego, humo letárgico: ése es el quid de Nabokov.
El segundo punto fundamental es la descripción de un sueño recurrente que acosa a Humbert después de la fuga de Lolita (huye con Quilty, cínicamente carnal). También es una prueba de que el estilo, la prosa misma, puede controlar la moralidad. ¿Quién querría hacer algo que lo condenara a sueños como éstos?
... ella acosaba mi sueño pero aparecía allí con disfraces extraños y absurdos como Valeria o Charlotte [sus ex esposas], o una mezcla de las dos. Ese fantasma complejo venía a mí, despojándose de sus prendas una tras otra, en una atmósfera de gran melancolía y repugnancia, y se reclinaba en torpe actitud invitante en algún anaquel estrecho o duro sofá, con sus carnes entreabiertas como la válvula de goma de la cámara de una pelota de fútbol. Me encontraba, con la dentadura postiza rota o perdida sin esperanzas, en horribles piezas amuebladas, donde me recibían con tediosas fiestas de vivisección que generalmente terminaban con Charlotte o Valeria llorando entre mis brazos sangrantes y tiernamente besadas por mis labios fraternos en un confuso sueño de baratijas vienesas subastadas, lástima, impotencia y las pelucas marrones de trágicas ancianas que acababan de morir en la cámara de gas.
Esa frase final, con su clara alusión, nos recuerda la dolorosa y tierna vacilación con la que Nabokov escribió sobre el crimen definitivo del siglo. Su padre, el distinguido estadista liberal (a quien Trotsky detestaba), fue asesinado de un balazo en Berlín por un matón fascista y el hermano homosexual de Nabokov, Sergei, fue asesinado en un campo de concentración nazi ("Qué alegría que estés bien, viva, de buen ánimo", le escribió Nabokov a su hermana Elena, desde Estados Unidos a la Unión Soviética, en noviembre de 1945. "Pobre, pobrecito Seriozha...!"). La esposa de Nabokov, Vera, era judía y por lo tanto, también lo era su hijo (nacido en 1934), y es muy probable que si los Nabokov no hubieran logrado huir de Francia cuando lo hicieron (en mayo de 1940, cuando la Wehrmacht se encontraba a unos 100 kilómetros de París), hubieran formado parte de las veintenas de miles de indeseables que Vichy entregó al Reich.
Hasta donde sé, en su obra de ficción Nabokov escribió sobre el Holocausto tan sólo un párrafo... en el incomparable Pnin (1957). Otras referencias, como la de Lolita, son sesgadas.
Tomemos, por ejemplo, esta demostración de genio en una sola oración del cuento de seis páginas, de descabellada inspiración, llamado "Signos y símbolos" (es una descripción de una matriarca judía):
La tía Rosa, una anciana maniática, angulosa, de ojos desorbitados y temerosos, que había vivido en un trémulo mundo de malas noticias, quiebras, accidentes ferroviarios, tumores cancerosos... hasta que los alemanes la mataron junto con todas las personas por las que se había preocupado.
Pnin va más lejos. Durante una fiesta de emigrados en una casa rural estadounidense, una madame Shpolyanski menciona a su prima, Mira, y le pregunta a Timofey Pnin si se ha enterado de su terrible fin. "Por cierto que sí", responde Pnin. El discreto Timofey se queda sentado solo en la penumbra. Y después Nabokov nos da esto:
Lo que la charlatana madame Shpolyanski había mencionado conjuró la imagen de Mira con inusual potencia. Era perturbador. Sólo en el aislamiento de una dolencia incurable, en la cordura de la proximidad de la muerte, uno podía soportar esto un momento. Para poder existir racionalmente, Pnin se había obligado... a no recordar nunca a Mira Belochkin, no porque... la evocación de un romance juvenil, banal y breve, amenazara su paz mental... sino porque, si uno era sincero con uno mismo, no podía esperarse que subsistiera alguna clase de conciencia, y por lo tanto de razón, en un mundo en el que eran posibles cosas como la muerte de Mira. Uno debía olvidar... porque no podía vivir con la idea de que esta graciosa, frágil, tierna joven, con esos ojos, esa sonrisa, esos jardines y esa nieve como fondo, había sido transportada en un vagón de ganado y ejecutada con una inyección de fenol en el corazón, en ese dulce corazón que uno había escuchado latir bajo sus labios en el crepúsculo del pasado.
Cómo resuena este pasaje con la crucial observación de Primo Levi cuando dice que no podemos, no debemos "entender lo ocurrido", porque "entenderlo" sería "incorporarlo". "Lo ocurrido" fue "no-humano" o "contrahumano", y sigue siendo incomprensible para los seres humanos.
Al relacionar el crimen de Humbert Humbert con la Shoah, y con "aquellos a quienes el viento de la muerte ha dispersado" (Paul Celan), Nabokov nos empuja hasta los límites del universo moral. Como El hechicero, Lolita no tiene fisuras, está intacta y entera. El frenesí del deseo inalcanzable es enfrentado y enmarcado, con estupendo coraje e ingenio. Y allí podría haber quedado el asunto. Pero después vino la crisis del autodominio artístico, tumultuosamente anunciado, en 1970, por la aparición de Ada. Cuando un escritor empieza a descarrilarse, uno espera derrapes y vidrios rotos; en el caso de Nabokov, naturalmente, la erupción tiene la escala de un accidente nuclear.
He leído al menos media docena de novelas de Nabokov al menos media docena de veces. Y al menos media docena de veces he intentado leer Ada (o el ardor: una crónica familiar) y fracasado rápidamente. Mi primer intento fue hace unas tres décadas. Lo dejé después del primer capítulo, con una curiosa sensación, una suerte de hormigueo negativo. Más o menos cada cinco años (eso se convirtió en un esquema regular), volvía a intentar leerla, y al cabo de un tiempo empecé a razonar la dificultad: "Pero esto está muerto", me dije. La curiosa sensación, el cosquilleo negativo, me resulta ahora, por supuesto, desdichadamente familiar: es la respuesta del lector a lo que parece ocurrirles a todos los escritores cuando sobrepasan la expectativa de vida consignada por la Biblia. La irradiación, la capacidad de dar vida, empieza a marchitarse. El verano pasado me fui de viaje con Ada y me encerré con el libro. Y tenía razón. Con 600 páginas, que duplican o triplican la categoría usual en la que Nabokov compite, la novela es lo que los detectives de homicidios llaman un "reventón". Es un cadáver arrojado al agua que se encuentra en la etapa de máxima hinchazón.
En 1939, cuando apareció Finnegans Wake, fue recibido con cauteloso respeto... o con "elogios suscitados por el pánico", según palabras de Jorge Luis Borges. Ada cosechó muchos elogios suscitados por el terror y de hecho, las semejanzas entre las dos óperas magnas son profundas. Nabokov designó al Ulises como su novela del siglo, pero describió a Finnegans Wake como, según la oportunidad, "informe y aburrida", "un libro frío como un pescado", "un trágico fracaso" y "un ladrillo espantoso". Ambas novelas procuran hacer una virtud de la autoindulgencia irrestricta; nos dan la espalda, por así decirlo, y se repliegan en sí mismas. El talento literario tiene diversas maneras de morir. Tanto en el caso de Joyce como en el de Nabokov, vemos una decisiva pérdida de interés por el lector... una pérdida del sentimiento de reciprocidad, de la cortesía. Los placeres de escribir, dijo Nabokov, "corresponden exactamente a los placeres de leer", y las dos actividades son en cierto sentido indivisibles. En Ada, ese lazo se afloja y se debilita.
En Nabokov hay cierta debilidad por lo "patricio", tal como lo denominó Saul Bellow (Nabokov el émigré clásico, Bellow el clásico inmigrante). En las novelas puramente "rusas" del primero (me refiero a las novelas escritos en ruso que no tradujo el propio Nabokov), los personajes masculinos, en particular, tienen una tendencia a magnificarse a sí mismos: son más grandes y más audibles que la vida. No caminan, sino que "marchan" o "dan grandes zancadas"; no comen ni beben, sino que "mastican" y "trasiegan"; no se ríen, sino que "rugen de risa". Están muy lejos de ser los furtivos y vacilantes neurasténicos típicos de la corriente principal de la narrativa anglófona: son musculosos (y dotados) galanes, que ganan todas las peleas y enamoran a todas las chicas. Para ellos, el orgullo no es un pecado capital sino una virtud cardinal. Por supuesto, no podemos prescindir de esta vena de Nabokov: nos da, en otras obras, su magnífica prepotencia cómica. En Lolita, se pretende que esta soberbia cualidad sea divertida, en otras obras, es un rasgo que la ironía no alcanza a proteger.
En Ada el nabobismo (cualidad referida a cualquier hombre importante, influyente o adinerado, un "pez gordo"; nabob es un europeo que hizo fortuna en las colonias, especialmente en India) se combina desastrosamente con una ninfolepsia que es pródiga y monótonamente satisfecha sin mayores problemas. Al principio de la novela, la propia Ada tiene 12 años y Van Veen, su primo (y medio hermano), tiene 14. Cuando Ada crece, en la adolescencia, su hermanita Lucette también está a mano para animar las "vigorosas citas" de ambos. Encima de todo eso, fluye una casi fantasía sobre una cadena internacional de burdeles de elite donde niñas jóvenes, de hasta 11 años, pueden ser "mimadas y mancilladas". Y el padre de Van, de 60 años, (de manera casual, pero típica) tiene una amante que apenas llega a los dos dígitos: tiene 10 años. Este libro interminable está escrito en una prosa densa, erudita, aliterativa, llena de juegos de palabras, que satura; y cada personaje, sin excepción, suena como el difunto Henry James.
Al igual que Finnegans Wake, Ada probablemente "funcione" y "esté a la altura": el decodificador multilingüe, si le dedica tiempo suficiente y no tiene nada mejor que hacer, podría llegar a desenmarañar sus complejos sistemas y simetrías, sus solitarios y engorrosos laberintos, y sus nostalgias pegajosas. Sin embargo, lo que ambas novelas indican claramente es que carecen de cualquier atisbo de tracción narrativa: patinan y se desbarrancan, simplemente no pueden seguir el camino. Y además, en el caso de Ada, hay algo totalmente ajeno, una sensación de monstruosa autorización, de señorío irrestricto y delirante. Moralmente, ése es el mundo que anhelaba el tortuoso Humbert: un mundo en el que "nada importa" y "todo está permitido".
Esto nos lleva a Cosas transparentes (novela a la que incómodamente volveremos) y ¡Mira los arlequines!, así como los más o menos insignificantes volúmenes que estamos revisando. "LATH!" (Look At The Harlequins!), como la llamaba el autor, así como llamaba "TOOL" a The Original of Laura, es el canto de cisne de Nabokov. Tiene algunos estruendos maravillosos y destellos de colores sobrenaturales, pero es duro de oído y de visión reumática; y el tema de la niñita es ahora apenas algo más que un logo... parte del mobiliario de Nabokov, como los espejos, los dobles, el ajedrez, las mariposas. Hay una visita a un motel llamado Lolita Lodge, hay una breve imitación de Dumbert Dumbert. Más centralmente, el narrador, Vadim Vadimovich, se encuentra repentina y solitariamente a cargo de su hija a quien ha visto raramente, Bel, quien, inexorablemente tiene 12 años.
Ahora bien, ¿dónde nos lleva este hilo?
Todavía estaba delirantemente feliz, sin ver aún nada malo o peligroso, o absurdo o directamente anormal, en la relación entre mi hija y yo. Salvo por unos pocos e insignificantes errores -unas pocas gotas calientes de ternura rebalsada, un jadeo disfrazado por la tos y cosas por el estilo-, mi relación con ella siguió siendo esencialmente inocente.
Bien, la deprimente respuesta es que este hilo narrativo no nos lleva a ninguna parte. La única repercusión, temática o no, es que Vadim termina casándose con una de las condiscípulas de Bel, 43 años menor que él. Y eso es todo.
Entre la histérica Ada y la tambaleante ¡Mira los arlequines! llega la siniestra y bellamente melancólica novela breve Cosas transparentes: la redención de Nabokov. Nuestro héroe, Hugh Person, un editor estadounidense que no se graduó en la universidad, es un adorable inadaptado y perdedor sexual, como Timofey Pnin (Pnin cena regularmente en un restaurante llamado El huevo y nosotros, que frecuenta exclusivamente por "simpatía con el fracaso"). Cuatro visitas a Suiza proporcionan los pilares de esta experta narrativa breve, mientras Hugh corteja tímidamente a una coqueta exasperante, Armande, y también vigila a un envejecido, corpulento, decadente y adusto novelista erudito llamado "Mr. R".
Se dice que Mr. R. ha seducido a su hijastra (una amiga de Armande) cuando era pequeña, o en cualquier caso, menor de edad. Así, el tema ninfoléptico planea sobre el relato y está reforzado, en una escena extraordinaria, por la revelación de los anhelos latentes de Hugh. Un inepto penoso, con una libido traicionera (falta de erección y eyaculaciones precoces caracterizan su "mediocre potencia"), Hugh va de visita a la residencia de Armande y la madre de ella lo distrae, mientras espera, con algunas fotos familiares. Se topa con una foto de Armande desnuda, a los 10 años:
El visitante construyó una pila de álbums para ocultar la llama de su interés... y volvió varias veces a las fotos de la pequeña Armande en el baño, apretando contra su reluciente estómago un juguete probóscide de goma, o de pie, mostrando los hoyuelos del trasero, para que la enjabonaran. Otra revelación de suavidad impúber (su línea media apenas discernible de las brizna de hierba menos vertical que la flanqueaba) fue proporcionada por una foto en la que ella aparecía sentada en cueros sobre el césped, peinándose su cabello desteñido por el sol y abriendo ampliamente, en falso perspectiva, las adorables piernas de una giganta.
Escuchó en la planta alta el ruido de la descarga de un inodoro y con una mueca culpable cerró de un manotazo el gordo álbum. Su retráctil corazón se retiró de mala gana, sus latidos se aquietaron...
Al principio este fragmento parece escandalosamente anómalo. Pero luego recordamos que los pensamientos inconscientes de Hugh, sus sueños, sus insomnios ("la noche es siempre un gigante") están saturados de temores inexpresables:
No podía creer que las personas decentes tuvieran esa clase de pesadillas obscenas y absurdas que destruían sus noches y persistían como un temblor durante el día. Ni los relatos de malos sueños que le contaban sus amigos, ni los relatos de los casos de los libros freudianos sobre los sueños, con sus hilarantes interpretaciones, presentaban nada semejante a la compleja inmundicia de su experiencia de casi todas las noches.
Hugh se casa con Armande y después, años más tarde, la estrangula mientras está dormido. De manera que es posible que Nabokov identifique el impulso pedófilo con una incitación a la violencia y a la autoaniquilación. La agitación subliminal de Hugh Person produce una venganza terrible, en su decurso patético y en aislamiento (la cárcel, el manicomio), y exige la purgación final: se quema hasta morir en uno de los incendios más deslumbrantes de toda la literatura. El hotel en llamas:
Ahora las llamas subían por la escalera, en pares, en tríos, en fila de pieles rojas, de la mano, lengua tras lengua, conversando y canturreando alegremente. No fue, sin embargo, el calor de su crepitación, sino el acre humo oscuro lo que hizo que Person volviera a entrar en su habitación; perdóname, dijo una cortés llamita que mantuvo abierta la puerta que él pugnaba vanamente por cerrar. La ventana se golpeó con tal fuerza que sus vidrios se astillaron en un torrente de rubíes... Finalmente la sofocación lo hizo intentar salir para bajar escalando la pared, pero no había cornisas ni balcones de ese lado de la casa ardiente. Cuando llegó a la ventana, una larga llama rematada por una punta de color lavanda danzó ante él para detenerlo con un gracioso gesto de su mano enguantada. Los tabiques divisorios de yeso y madera, al derrumbarse, permitieron que los gritos humanos llegaran hasta él, y una de sus últimas ideas equivocadas fue que eran los gritos de las personas ansiosas de ayudarlo y no los alaridos de sus compañeros de infortunio.
Por sí solas, El hechicero, Lolita y Cosas transparentes podrían haber constituido una luminosa y desconcertante trilogía. Pero no quedaron solas; por el puro peso numérico, por la pura repetición, las novelas sobre la ninfolepsia empiezan a contagiarse entre sí... sufren de contaminación cruzada. Con gratitud tomamos de ellas todo lo que podemos, pero... ¿En qué otro lugar del canon encontramos una fijación tan rebelde? ¿En la espantosa comezón de Lawrence, tal vez, o en las turbias transposiciones sexuales de Proust? No, uno debe aventurarse hasta los márgenes de la literatura -Lewis Carroll, William Burroughs, el marqués de Sade- para encontrar un énfasis equivalente: un énfasis puesto sobre actividades que correcta y eternamente consideramos imperdonables.
En la ficción, por supuesto, nadie sufre daño alguno; la falla, como dije, no es moral sino estética. Y no pretendo insinuar nada al señalar que la obsesión de Nabokov con las nínfulas tiene un paralelo: la repetitiva indiscreción de su obsesión con Freud ("el vulgar mundo, raído, fundamentalmente medieval" del "charlatán de Viena", con "sus resentidos embrioncitos espiando, desde sus recovecos naturales, la vida amorosa de sus padres"). Nabokov atesoraba la anarquía de la vida interior y Freud es vilipendiado porque procuró sistematizarla. ¿Hay algo de rivalidad en este odio? Bueno, a fin de cuentas es Nabokov, y no Freud, quien emerge como nuestro poeta supremo de los sueños (junto con Kafka) y como nuestro supremo poeta de la locura. Pero persiste un reparo producto del sentido común, pese a toda nuestra imparcialidad literaria y crítica: a los escritores les gusta escribir sobre las cosas en las que les gusta pensar. Y, para decirlo de la manera más dura, la mente de Nabokov, durante la última etapa de su vida, no honró suficientemente la inocencia -no honró suficientemente el honor- de las chicas de 12 años. En las tres novelas que acabamos de mencionar defiende con prepotencia su énfasis; en Ada (ese derroche incontinente), en ¡Mira los arlequines! y ahora en The Original of Laura, no lo defiende. Eso deja una leve pero visible cicatriz sobre el leviatán de su obra.
"Bien, soyons raisonnable", dice Quilty, mirando fijo el caño del revólver de Humbert. "Sólo me infligirá una horrible herida y después se pudrirá en la cárcel mientras yo me recupero en algún lugar tropical." Muy bien, seamos razonables. En su libro sobre Updike, Nicholson Baker alude a un orden de logro literario que denomina "Prousto-Nabokoviano". Sí, Prousto-Nabokoviano o Joyceo-Borgeano o, para los estadounidenses, Jameso-Belloviano. Y es en el estamento más alto donde Vladimir Nabokov ocupa tranquilamente su lugar.
Lolita, Pnin, Desesperación (traducida por el autor al inglés en 1966), y cuatro o cinco cuentos son inmortales. Rey, dama, valet (1928, 1968), Risa en la oscuridad (1932, 1936), El hechicero, El ojo (1930), Barra siniestra (1947), Pálido fuego (1962) y Cosas transparentes son libros ferozmente logrados; y Mashenka (1925), su primera novela, es una pequeña belleza.
Curso de literatura europea (1980), Curso de literatura rusa (1981) y Curso sobre el Quijote (1983), junto con Opiniones contundentes (1973) constituyen un brillante registro de un preeminente artista-crítico. Y las Selected Letters (1989), la correspondencia Nabokov-Wilson (1979) y ese fuego fatuo que es su autobiografía, Habla, memoria (1967) nos ofrecen un retrato en cuatro dimensiones de un hombre encantador y honorable. El vicio que Nabokov denostaba con mayor frecuencia era la "crueldad". Y su naturaleza amable queda claramente plasmada en la amorosa atención con la que escribe, en su ficción, sobre los animales. En un minuto se me ocurre nombrar el gato de Rey, dama, valet (que se lava con una pata trasera levantada como un garrote al hombro), los encantadores perros y monos de Lolita, la ardilla de cola oscura y la inolvidable hormiga de Pnin, y el murciélago enfermo de Pálido fuego... que se arrastra como "un inválido con un paraguas roto".
Le dicen "chispa"... un destello, un brillo, un centelleo. La esencia nabokoviana es una inestabilidad milagrosamente fértil, en la que sin advertencia las palabras se distancian de lo cotidiano y se alejan como centellas en el cielo de la noche, iluminando ocultas verstas de deseo y terror. De Lolita, cuando empieza la aciaga cohabitación (nous connûmes, un matiz flaubertiano, significa "llegamos a conocer"):
Nous connûmes los diversos tipos de conserjes de moteles, el criminal reformado, el maestro retirado, el empresario fracasado, entre los hombres; y las variantes maternal, dama y madama entre las mujeres. Y a veces los trenes pitaban en la noche monstruosamente calurosa y húmeda con un desgarrador y ominoso sonido plañidero, que mezclaba el poder y la histeria en un único aullido desesperado.
© MARTIN AMIS, 2009
[Traducción: Mirta Rosenberg]
Más leídas de Cultura
“Me comeré la banana”. Quién es Justin Sun, el coleccionista y "primer ministro" que compró la obra de Maurizio Cattelan
Perdido y encontrado. Después de siglos, revelan por primera vez al público un "capolavoro" de Caravaggio
Marta Minujín en Nueva York. Fiestas con Warhol, conejos muertos y un “banquete negro”