Museos: espejo invertido de nuestra fragilidad
Toda la belleza imaginada por la civilización se vuelve absurda si no hay quien pueda contemplarla
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Los museos públicos, como las bibliotecas o los zoológicos, fueron concebidos entre los siglos XVIII y XIX con fines conservacionistas, pedagógicos y edificantes: enciclopedias en tres dimensiones a las que todos podrían acceder para ilustrarse. Los tiempos cambian y las instituciones, muchas veces, deben adaptarse a esos cambios. Desde hace unos años se discute cuál debería ser la función de los museos en la sociedad contemporánea, mientras se polemiza sobre su narrativa (¿colonialista, autoritaria, hegemónica?) y el origen muchas veces ilegal de la adquisición de las obras exhibidas. Ya sabemos qué pasó con los zoológicos, esa geografía sentimental asociada a nuestra infancia (¿qué sería de Borges sin los tigres de Palermo?) que institucionalizó el maltrato animal. Lo que sigue son los museos.
En medio de esta interesante discusión emerge un agente desestabilizador nuevo: las performances de los grupos ambientalistas que han creído ver en las obras de arte un vehículo para proyectar sus alarmas al mundo. Just Stop Oil, The Last Generation y Extinction Rebellion son algunos de ellos, de nombres punk, que a lo largo de 2022 atacaron obras de Van Gogh, Klimt, Monet y Goya con harina, pintura y puré de papas, reclamando acciones concretas para detener la explotación de los recursos naturales y la destrucción del medio ambiente.
El contexto en el que se dan estos ataques es, por lo menos, curioso. Porque da la sensación de que, salvo por el turismo, el público en general se mantiene indiferente a los museos y su historia: hoy ya no se trata tanto de admirar como de sumergirse dentro de las obras de arte. ¿Pasar cinco, diez, quince minutos frente a un cuadro o una escultura y ser transformado por una experiencia íntima? No: mejor tomarse un retrato al lado de la obra para compartirla en redes sociales. En lugar de visitar el Museo de Bellas Artes o hacer un tour virtual gratuito por el Van Gogh Museum de Amsterdam, este año miles de personas pagaron una entrada a precio dólar para ingresar a un pabellón de La Rural y ver la proyección en tamaño gigante de los cuadros que Van Gogh pintó para una escala humana. ¿Puede haber algo más desolador? Sí, pagar otra entrada similar para acceder a un espacio cerrado donde se replicaban las intervenciones urbanas que Banksy hizo precisamente en la calle, para que pudieran verlas todos.
Como es evidente que el mundo de la circulación del arte está loco, mi teoría es la siguiente: los ataques ambientalistas son parte de una operación de marketing de los equipos de comunicación de los museos, un plan genial en el que todos ganan. El fin es encomiable, ya que es nuestro planeta el que está en riesgo. Al fin y al cabo, ¿para qué querríamos conservar intactos los restos de una civilización que ya no existe? Solo que las acciones estarían diseñadas con minuciosidad, cuidando que ninguna obra sufra el menor daño. Que es, hasta ahora, lo que ha sucedido. Los cuadros apuntados son conocidos por todos, lo que asegura la atención de los medios. Cada pintura vandalizada debe estar protegida por un vidrio, lo que atempera la furia de la opinión pública. Hasta la distracción, la parsimonia y la mano blanda de los guardias parecen convenidas de antemano. ¿Quién, al pasar cerca de cada una de estas salas, resistiría la tentación de ingresar para admirar las obras agredidas? Visitas aseguradas.
Sea como sea, es probable que los museos hayan encontrado una misión para estos tiempos: ser algo permanente e inmutable que funcione como espejo invertido de la fragilidad de nuestro planeta, que hemos puesto en peligro en los últimos 250 años, un parpadeo en la historia de la humanidad. Los museos están allí para recordarnos que toda la belleza imaginada por la civilización se vuelve absurda si no hay, fuera de esas paredes, quien pueda contemplarla y encontrarle nuevos sentidos.
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