"¿Te vas? No. Alas rotas". Eso escribió Frida Kahlo en su diario íntimo, junto a un autorretrato que décadas más tarde ilustraría la tapa de un libro prologado por Carlos Fuentes. En la página siguiente, las palabras están dirigidas a su gran amor, Diego Rivera: "Jamás, en toda la vida olvidaré tu presencia. Me acogiste destrozada y me devolviste entera, íntegra. Ya no hay tiempo, ya no hay nada, distancia. Hay ya solo realidad. Lo que fue, ¡fue para siempre!".
El texto está fechado el 8 de diciembre de 1938, en Nueva York, mientras la artista mexicana iniciaba un romance con el fotógrafo Nickolas Muray. El final del matrimonio con el muralista estaba cerca. Ya se habían separado por un tiempo cuatro años antes, cuando ella dejó la casa que compartían al sur de Ciudad de México porque Rivera la engañó hasta con su propia hermana. El divorcio se concretaría en 1939, aunque no marcó el fin de la relación: volvieron a casarse al año siguiente.
Cómo carajos le haces para conquistar a tanta mujer si estás tan feo, hijo de la chingada
Para que cada uno pudiera mantener su independencia, el artista le encargó a Juan O’Gorman dos construcciones separadas, unidas por un puente para poder visitarse cuando quisieran. Luego convivieron en la célebre Casa Azul de Coyoacán, donde cada uno tenía un cuarto propio. Si bien ambos asumieron la relación con libertad, ella padecía las múltiples infidelidades de su marido, 22 años mayor, que llegó a tener un romance público con María Félix. "Cómo carajos le haces para conquistar a tanta mujer si estás tan feo, hijo de la chingada", le escribió Frida en una carta, hacia el final de su vida.
Una década más tarde, esos amantes apasionados se convertirían en los "guías secretos" de la adolescencia de Patti Smith. Luego de que su madre le regalara el libro La fabulosa vida de Diego Rivera, comenzó a usar el pelo trenzado como la artista mexicana y a imaginarse "como Frida para Diego, musa tanto como creadora".
Y lo fue para Robert Mapplethorpe, el muchacho que conoció el verano de 1967 en Manhattan, con el que formaría otra de las parejas creativas más célebres de la historia. "Nadie ve como nosotros", solía decirle el fotógrafo a la cantante y poeta en una diminuta habitación del Hotel Chelsea, donde convivieron con la bohemia que definió la identidad de una era.
"Yo estaba durmiendo cuando él murió. Había llamado al hospital para desearle las buenas noches como siempre, pero la morfina lo había dejado inconsciente. Me quedé escuchando su respiración fatigosa, sabiendo que ya nunca volvería a oírlo", recuerda la "madrina del punk" en el prólogo de Éramos unos niños, imperdible relato sobre los inicios de sus carreras, cuando eran dos jóvenes anónimos y hambrientos en todo sentido. Su amor se transformó sin perder fuerza luego de que él asumiera su homosexualidad y Patti dejara Nueva York para formar una familia.
La separación y las peleas tampoco pudieron destruir el vínculo de Marina Abramovic y Ulay, pioneros de la performance, que fueron pareja durante más de una década y llegaron a definirse como "un cuerpo con dos cabezas". Durante años planearon The Lovers, obra que consistía en caminar unos 2500 kilómetros desde extremos opuestos la Gran Muralla China para encontrarse en el medio y contraer matrimonio. La burocracia local demoró tanto el proyecto que para 1988, cuando finalmente pudieron concretarlo, en lugar de casarse se abrazaron para decirse adiós.
No volvieron a verse ni hablarse hasta 2010, cuando Abramovic abrió los ojos y encontró a su ex sentado frente a ella, mientras cientos de personas los observaban en el Museo de Arte Moderno de Nueva York. Como parte de la retrospectiva que le dedicó entonces el MoMA, la artista serbia impulsaba una maratón performática que consistía en sentarse durante más de setecientas horas para mirar a los ojos a quien quisiera compartir su presencia. De forma imprevista y silenciosa apareció Ulay para conmoverla hasta el llanto, la misma reacción que tienen muchos de los que miran por YouTube aquel emotivo reencuentro.
La distancia a veces sirve para acercarnos más, según pudo comprobar desde muy chica Marta Minujín. La artista argentina tenía apenas 16 años cuando falsificó su documento para casarse en secreto con Juan Carlos Gómez Sabaini, y lograr así la emancipación de sus padres para poder viajar a Europa. Desde Buenos Aires, donde estudiaba economía, él le enviaba encomiendas con pinturas, alimento y abrigo para que ella también pudiera iniciar la carrera que tanto soñaba.
"El amor jamás fue conveniencia y sé perfectamente que en todo el mundo, de los millones de hombres que hubiese podido querer, hay uno solo al que realmente necesito, y es Bebe. Si tuviera que buscar la felicidad por el mundo entero, sé que la única posibilidad que tengo es la de estar junto a él. Pero desgraciadamente no es eso solo, sino esta maldita vocación tan fuerte que es imposible torcer, esconder, matar; pide, exige, demanda siempre, y me lleva para donde quiere. Por eso estoy en París", escribió en sus diarios a mediados de los años 60 la actual "reina del arte pop" argentina, que sigue unida desde hace más de seis décadas al padre de sus dos hijos.
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