Vlady Kociancich, la amiga de Borges y de Bioy, escritora esencial y secreta
La obra de la autora de “La octava maravilla” necesita ser reeditada para que lectores de este siglo sepan que perdimos una de las figuras más altas de literatura argentina
- 6 minutos de lectura'
Vlady Kociancich pertenece al grupo prestigioso y selecto de escritores argentinos esenciales y secretos. Por pudor o por fe en su talento siempre juzgó que sus escritos, si merecían ser leídos, se defenderían por sí solos, y nunca siguió el ejemplo de tantos de sus colegas para los cuales la literatura era, como la política o las empresas comerciales, una cuestión de campañas publicitarias. Cuando en octubre de 2020 LA NACION incluyó un breve cuento de ella bajo el título de “Grandes autores de la literatura,” me escribió conmovida que seguramente fue un “generoso error.”
Conocí a Vlady a fines de los sesenta, cuando asistí durante unos meses al curso que Borges presidía sobre el anglosajón antiguo, su pasión de aquel momento. Borges había pedido a algunos de sus alumnos de la Facultad que lo acompañasen en el estudio de esa lengua épica porque, siendo ciego, no podía recorrer solo los manuales y diccionarios. Vlady, que había sido alumna de los cursos de Borges de literatura inglesa, se ofreció, curiosa por entender qué era esa literatura que tanto apasionaba a Borges. Existe una foto conmovedora, tomada por Adolfo Bioy Casares, de Vlady leyéndole a Borges Sweet’s Anglo-Saxon Reader.
De Borges Vlady aprendió mucho sobre el oficio literario, sobre todo la importancia de creer “en la generosidad de los libros.” Borges, Vlady confesó, “me enseñó que la literatura es un gran juego inteligente.” La inteligencia que Vlady demostraba en este juego era asombrosa, discreta y precisa: Vlady tenía una habilidad inquietante para ir al corazón de un problema literario y revelarlo en palabras extraordinariamente sagaces, sea un texto de Herodoto autor que le interesaba mucho) o Alberto Moravia (que juzgaba menos que mediocre.) “Vlady es la mujer más inteligente que conozco,” Borges le dijo a Bioy una día, como Bioy anotó en su diario. Cuando la editorial Galerna imaginó una serie en la que escritores célebres debían proponer la publicación de un joven desconocido, Borges propuso a Vlady. Galerna publicó su primer libro en 1971, una colección de cuentos bajo el título (elegido por Borges) de Coraje.
Si Borges fue su maestro de lectura, Bioy fue quien la guió en su escritura, comentando y corrigiendo sus primeros escritos. Vlady tuvo con Bioy una complicidad amistosa, más fácil que la que tuvo con Borges, para quien la amistad por lo general se reducía al perímetro de las páginas de un libro y al recinto de una biblioteca. Borges le hizo descubrir las piezas de George Bernard Shaw, las Mil y Una Noches, los cuentos de Kipling, las fantasías de H. G. Wells, las novelas de Henry James.
Con Bioy compartió el afecto por la literatura italiana contemporánea: Leonardo Sciascia, Dino Buzzati, sobre todo El leopardo de Giuseppe Tomasi de Lampedusa, novela que la llevó a hacer un peregrinaje a Sicilia en busca de la casa de su admirado escritor. También con Bioy compartió el gusto de la novela de amor que a veces linda con lo fantástico y a veces con lo policial. En cambio, Vlady no compartía con Borges la pasión por la poesía épica y la violencia de sagas islandesas. Prefería la Odisea a la Ilíada.
Borges fue en gran medida quien la alentó a seguir una carrera literaria, aunque ya los diez años Vlady había escrito su primer relato policial que intentó vender a Billiken, no sabemos con qué resultados. Borges, por así decirlo, la bautizó como escritora. En una carta fechada el 4 de julio de 2019, Vlady me cuenta:
“Si ser es ser nombrado, mi identidad es no ser lo que soy a varias cuotas. Me bautizaron con el nombre de una tía muerta por tuberculosis a los 18 años y muy atenta al dolor de mi abuela, era su hija más querida, se me ocurrió nacer el mismo día, mismo mes que la tía y a la misma hora. En la lápida de su tumba que mi abuela visitaba conmigo estaba la fecha del día de nuestro nacimiento y como si eso fuera poco las iniciales del nombre coincidían. Z.L.C. Iniciales grabadas en la cucharita de plata del bautismo. Consciente de ser una clonación de mi tía, desaparecí en el mismo hospital donde nací. Me robaron para cambiarme por un bebe enfermo, un varón. Intervino la policía y reaparecí un día después. Pero a los dos años y medio, desaparecí otra vez. Me caí en un pozo del terreno de mi casa tapado por yuyos, era una quinta extensa. La búsqueda fue muy larga, policía y vecinos me buscaron hasta entrada la noche. La dificultad se debió a que yo no lloré, llamé o grité. Me hallaron de pie, sana, y mirando el fondo del pozo. Muda. Por la alegría de recuperarme nadie se dio cuenta de que no hablaba. Las primeras palabras que dije fue con tartamudeo, lo atribuyeron los médicos a que era demasiado chica para expresarme. Un año después me enfermé de asma y estuve a punto de morir. Esto aterró a mi familia y recordando los pulmones enfermos de mi tía muerta nadie, jamás, me llamó por su nombre. Usaron apodos. Fui una chica sin nombre propio hasta que en el secundario y porque escribía una suerte de Juvenilia satírica que leían mis compañeros y los profesores me llamaron “la rusa.” Porque el apellido de mi padre fue modificado a Cociancich, y luego vino el mote de Vladimira Kociancich, Vladi. Increíblemente, el Vladi (Borges introdujo la “y” final “para cauterizar el corte del nombre”, dijo) fue aceptado por la familia y los amigos con toda naturalidad. Y Borges puso “Vlady Kociancich” en los ejemplares de Poemas escandinavos, en la lista de amigos que recibirían su libro de lujo editado por un bibliófilo. Y me explicó cuánto le había costado elegir un nombre como autor.”
La mayor parte de la obra de Vlady Kociancich necesita ser reeditada: una o dos siguen disponibles bajo el sello de Alianza, y la UNAM de México publicó recientemente La octava maravilla, una de sus novelas más logradas. Sólo así podrán saber los lectores de este siglo que con su desaparición hemos perdido una de las figuras más altas de nuestra literatura.