Murió Richard Serra, escultor del acero y del tiempo, gran tótem del arte estadounidense
Famoso por sus monumentales piezas de inspiración minimalista, el artista falleció a los 85 años de una neumonía en su casa de Long Island; su obra es patrimonio del mundo entero
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WASHINGTON.- En la visita por su cuarto cumpleaños del niño Richard Serra a la Marina de San Francisco, donde quedó maravillado al ver cómo movían las grandes masas de acero de un lugar a otro, comenzó una de las carreras más fascinantes de la escultura contemporánea. Esa historia llegó a su final ayer, ocho décadas después de aquella excursión, con la muerte de un tótem del arte estadounidense: Serra falleció a los 85 años en su casa de Long Island, cerca de Nueva York. La causa fue una neumonía, según informó a The New York Times su abogado, John Silberman.
Será recordado por sus grandes piezas de acero, extrañamente gráciles pese a sus varias toneladas de peso. Capaces de crear interiores sinuosos en los que perderse, fueron revolucionarias en su invitación al espectador a admirarlas, pero, sobre todo, a caminar por sus laberintos color caldera. El mejor ejemplo de ese estilo, una sofisticada y monumental reflexión también sobre el vacío, está en el Museo Guggenheim de Bilbao, que expone desde 2005 de manera permanente y en su más emblemática galería, un brazo de titanio extendido en paralelo a la ría del Nervión, La materia del tiempo, ocho gigantescas espirales y elipses torcidas que marcaron un hito en el viaje de Serra hacia la comprensión del espacio. El conjunto, de casi 1.200 toneladas, acabó logrando lo improbable: convertirse en un icono capaz de rivalizar con el edificio de Frank Gehry que lo alberga, otra obra maestra.
Fue por aquel entonces cuando el célebre crítico australiano Robert Hughes, tan amante de la provocación como del eslogan, lo definió “no solo como el mejor escultor del siglo XXI”, sino también como “el único realmente grande en activo”. Con su ceño eternamente fruncido, su complexión compacta y su personalidad lacónica y reflexiva, con Serra también muere un poco más una cierta idea del artista (hombre) abstraído en una trascendental misión para el que la vida y la obra son expresiones de una misma épica aventura.
Hijo del capataz de una fábrica de caramelos de antepasados mallorquines y de un ama de casa emigrada de Odesa, en la actual Ucrania, nació en 1938 en San Francisco. De sus orígenes de clase obrera solía presumir, porque, decía, lo dotaron de una férrea ética del trabajo. Esa actitud alejada del diletantismo se hizo patente muy pronto, gracias a su Lista de verbos (1967-1968), tal vez su texto más famoso, que empezaba con “enrollar, arrugar, doblar, almacenar, inclinar, abreviar, retorcer” y continuaba hasta acumular 100 infinitivos, 100 invitaciones a la acción.
De joven, se forjó intelectualmente a partir de la literatura en inglés, que estudió en la universidad. Tuvo formidables maestros: los escritores Christopher Isherwood y Aldous Huxley, la antropóloga Margaret Mead, el pintor Philip Guston y el compositor Morton Feldman. Leyó a Emerson y el resto de los trascendentalistas estadounidenses, pero también se empapó de los existencialistas franceses, especialmente de Albert Camus. Dejó la costa Oeste para estudiar Arte en Yale, tiempo en el que se mantuvo trabajando en una planta de procesamiento de metal pesado. En París se metió a fondo en Brancussi, influencia que fue crucial en su deriva hacia la escultura, mientras al otro lado de los Pirineos, Eduardo Chillida, pero, sobre todo, Jorge Oteiza, andaban ya embarcados en parecidas reflexiones sobre el espacio.
Adiós a la pintura
Su abandono de la pintura también escondía en realidad la asunción de una derrota. Cuando vio por primera vez Las meninas, de Velázquez, se rindió a la evidencia: “Pensé que no había posibilidad siquiera de acercarme a todo eso: el espectador en relación con el espacio, el pintor incluido en el cuadro, la maestría con la que podía pasar de lo abstracto a una figura o a un perro. [Velázquez] Me persuadió [de dejarlo]. Cézanne no me había parado, [Willem] De Kooning y [Jackson] Pollock tampoco, pero Velázquez parecía algo mucho más grande de gestionar”, declaró en 2002 a la revista The New Yorker.
Se hizo un nombre en Nueva York a caballo entre las tribus de los minimalistas y los posminimalistas. De los primeros se diferenciaba por el gusto por los materiales pesados. Con los segundos, compartió en 1968 la mítica exposición en la galería de Leo Castelli que le valió un nombre en la escena, gracias a sus películas y a una pieza en la que arrojó plomo derretido a la pared. Tras esa temprana exploración de prácticas y materiales, su idilio con el acero no tardaría en consolidarse.
Sus esculturas están repartidas por museos y ciudades de medio mundo, desde el parque al aire libre de Glenstone, a las afueras de Washington, a la estación de Liverpool Street, en Londres. En países como Alemania y Holanda le profesaban una especial veneración. Pese a la fama que lo acompañó durante décadas, esa lista acabó siendo una nómina de lo más azarosa. La ciudad de Nueva York, tras ocho años de pelea en los tribunales, durante los que se llegaron a recoger 13.000 firmas en su contra, terminó por derribar su pieza Tilted Arc (1981), instalada en la parte baja de Manhattan. Y en cierta ocasión rescató dos sus obras de un parque bilbaíno al saber que iban a subastarse.
Aunque nada superó, al menos en España, al escándalo de la desaparición en algún punto entre 1992 y 2005 de un almacén de Madrid de Equal Parallel/Guernica-Bengasi (1986), propiedad del Reina Sofía, museo que hoy la expone en su colección permanente en una versión de 2007. Fue una de las historias sin resolver más rocambolescas del arte español en democracia, e inspiró el libro Obra maestra, del escritor Juan Tallón. Ante el recuerdo de aquel despropósito, Serra solía contestar con desapego que creía que los ladrones o quienes incurrieron en el descuido seguramente la habían “vendido para fabricar maquinillas de afeitar”.
En los últimos tiempos, los achaques de salud hicieron que su insobornable ética del trabajo lo llevara a dedicarse a diario al dibujo, un arte en el que también dejó su original impronta. Para él no era un medio (si se trataba de bocetar sus esculturas prefería crear modelos a escala 1:50), sino un fin, al que se dedicó desde muy temprano. En una entrevista con EL PAÍS celebrada en el museo Boijmans Van Beuningen, de Róterdam, con motivo de una exposición de esa parte de su obra, recordó la primera vez, tan pronto como a los “cinco o seis años”, en la que reparó en lo que significaba ser un creador. “Mi madre traía de la carnicería unos enormes rollos de papel rosáceo que yo desplegaba sobre el asfalto de la calle para dibujar en ellos. Allá donde fuéramos, me presentaba como su hijo el artista”, contó Serra, que en 2010 fue distinguido en Oviedo con el Premio Príncipe de Asturias de las Artes.
Acudió a la cita en Róterdam acompañado de su esposa, Clara Weyergraf, que lo sobrevive. Con ella, su compañera desde 1981, repartía sus días entre Nueva York, Long Island y Cape Breton, un enclave de la costa atlántica de Canadá, que ha servido de refugio a otros artistas clave de la vanguardia neoyorquina como Philip Glass o Joan Jonas, que fue pareja de Serra en los setenta. Ese día en Róterdam, otra ciudad portuaria, igual que Bilbao, había apuntado sus ideas en un papel, para no olvidar nada de lo que quería decir. “Mis dibujos no imponen un discurso, ni pretenden ser una representación”, advirtió. “No quiero que sirvan de metáfora, o evoquen algo preexistente. Su cometido es refutar el lenguaje sabiendo que eso es imposible; todo lo interpretamos a través de él. Es esa en definitiva la función última de la abstracción: desmentir las lecturas superficiales”.
Un par de semanas después del encuentro holandés, hizo algo que cuentan que acostumbraba a hacer: enviar un correo electrónico al periodista para matizar sus argumentos en el marco de una discusión sobre la utilidad política de la creación, durante la que aseguró que “el mejor arte es intrínsecamente inútil”. “Hay dos posiciones que un artista puede tomar; comprometerse políticamente o responder a sus propias necesidades internas”, escribió entonces. “Ambas opciones estaban claramente representadas por [Jean Paul] Sartre y [Theodor] Adorno. El primero tomó el camino de la política, Adorno apostó por articular individualmente su propia estética, divorciada de la ideología, en algo que a su manera entendía como una forma de resistencia política. Yo siempre me he inclinado por la opción de Adorno”.
El origen de esa discusión estaba en las críticas a su última gran obra, al menos en ambición: una instalación de 2014 de cuatro monolitos en el desierto catarí que tituló East-West/West-East. Pese a ser un creador cotizado, le gustaba mostrarse como un artista alejado de los manejos del mercado y aquel día volvió a hacerlo. Los negocios, advirtió, habían echado a perder el arte contemporáneo, y muy particularmente, la escena de Nueva York. Culpaba de ello a la siguiente generación a la suya, la que, con Jeff Koons a la cabeza, abrazó en la década de los ochenta el dinero sin rubor.
En los últimos años, trató de mantener en secreto que padecía cáncer, y así se lo pedía a los periodistas. Para los que lo conocían bien, esa actitud no fue sino otra demostración de su personalidad obstinada. La de aquel chico que vio volar grandes masas de metal en el puerto de San Francisco y acabó creando un universo propio a partir del acero que formó el paisaje de su infancia.
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