Murió Enrique Lynch, el escritor que hizo del ensayo una forma de la inteligencia
Nunca saben el escritor ni el filósofo, a menos que decidan el retiro, cuál será su último libro. Enrique Lynch tampoco lo sabía (el conocimiento queda más allá del linde de la muerte) pero lo sospechaba, y no lo ocultaba: de Ensayo sobre lo que no se ve, publicado hace unos meses, decía que "probablemente sea mi último libro". Lynch, que llevaba bastante tiempo enfermo y no ignoraba que le quedaba poco tiempo, murió hoy, a los 72 años, en Barcelona, la ciudad en la que había optado vivir desde 1976. Ese libro último, testamento involuntario pero calculado, reúne varias de los desvelos que lo atarearon (la denuncia de los simulacros, la correlación necesaria entre pensamiento y estilo, que es como decir entre literatura y filosofía, la memoria, las imágenes, el sentimiento) y no por nada la dedicatoria dice: "A mis queridos nietos Tomás e Ignacio, que quizá algún día sientan la curiosidad de saber a qué extraña actividad se dedicaba el Tatata".
Enrique Lynch había nacido en Buenos Aires en 1948, hijo de la novelista Martha Lynch y sobre nieto del también escritor Benito Lynch. Tras los estudios en la Universidad de Buenos Aires, sus primeros intereses se orientaron, tanto en la práctica como en la teoría, hacia la política, y de ellos deriva sus primeros estudios sobre Thomas Hobbes. Al filo de la filosofía y la literatura estuvo ya La lección de Sheherezade, de 1987. Ese filo despareció en su libro más celebrado, Prosa y circunstancia (1997), auténtico ejercicio de estilo. A diferencia de los justos privilegios que le puedan corresponder a eso que Horace Walpole llamó "idiota inspirado", la escritura del ensayo no puede separarse de la inteligencia. La inteligencia de Lynch era fulminante, pero nunca ocurrente: tenía raíces, causas y justificaciones. "No es un tratado; es tan solo un ensayo (y a mucha honra)", dijo de su último libro. La honra en cuestión consistía allí y en sus otras páginas en extraer de cada circunstancia personal una conclusión objetiva y de cada objeto, un reflejo personal. Muy pocos lo hicieron como él; basta leer Nubarrones (2014) para saberlo, y para entender de paso que no hay ensayo sin honestidad.
Lynch fue además traductor (le debemos versiones de Clément Rosset y François Lyotard) y editor gracias a quien pudimos leer, por su trabajo en Gedisa, Lenguaje y silencio, de George Steiner, y Puntos de referencia, de Pierre Boulez, por citar nada más que dos casos.
Desdeñaba la moda en las ideas, en la prosa y en el atavío. Casi podría pensarse que su rechazo de los galimatías teóricos y del progresismo político tenían un mismo origen: su vulgaridad irrevocable. Sabía que la clave de la elegancia consiste siempre en un atuendo (en un estilo) ligeramente -pero sólo ligeramente- demodé. Por eso había en él una sombra melancólica. Lamentablemente, estas cosas no pueden enseñarse y cada uno debe aprenderlas por sí solo; por eso bien podría ser que con Lynch se haya ido el último de una estirpe.
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