Murió el maestro Guillermo Roux y el arte argentino pierde a uno de sus más grandes pintores
Tenía 92 años y hacía unos días había sido internado por una repentina enfermedad que lo sumergió esta madrugada en su último viaje, rodeado de afectos, de sus cuadernos y sus lápices
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Guillermo Roux fue el acuarelista más grande del arte argentino, un maestro indiscutible, que con su muerte, esta madrugada, deja un legado de pinturas y murales eternos tan indelebles como su recuerdo en quienes lo quisieron. Hacedor incansable, no dejó de dibujar hasta el último día en que pudo sostener un lápiz. El último año lo pasó entusiasmado con una serie que prometió mostrar en 2022 en el Museo Nacional de Bellas Artes, carbonillas y collages con motivos de balsas de náufragos que hablaban de la vida, la salvación, las migraciones, las luchas, las tragedias, el raro mundo en que vivimos y ese otro mar hacia donde surcaremos cuando ya no estemos más acá.
Frente a la página en blanco siempre sentía lo mismo. “Estoy en el paraíso. Quisiera vivir ahí. ¡Vivir ahí!”, decía. Por eso, cuando hace una semana empezó a sentirse mal y se internó para estudios y controles, lo primero que pidió fueron sus cuadernos y lápices. El arte era su vida, desde el primero hasta el último minuto. Algunas semanas antes había entrado en un ritmo frenético de trabajo y había aumentado su preocupación por el cuidado de su compañera de los últimos cincuenta y cuatro años, Franca Beer. Cuando supo que el cansancio que tenía se debía a una enfermedad avanzada, una leucemia aguda que despertó de golpe, se entregó a su último viaje con sabiduría, sin dolor, rodeado del afecto de los suyos. Anoche, se sumergió en el mundo de sus ensoñaciones y fantasías, donde seguirá para siempre disfrutando del juego de imaginar. Son muchos los que pueden dar testimonio de su generosidad infinita y que podrán despedirlo el lunes, a las 11.30, en un responso en el Jardín de Paz. Su única ambición era tiempo y espacio para crear.
El camino de Guillermo Roux en el arte empezó quizá antes de saber caminar: creció viendo a su padre, Raúl Roux, dibujante de oficio, historietista de profesión. Nació en Buenos Aires, el 17 de septiembre de 1929. De chico espiaba a su padre doblado sobre el tablero toda la noche, y a su madre al lado cebándole mates. Fue ella quien le enseñó a “correr la gotita de agua en la acuarela”, cuando él empezó a empuñar los pinceles en su casa de Flores. Decidió abandonar sus estudios secundarios para ingresar a la escuela de Bellas Artes Manuel Belgrano, donde fue alumno de Lorenzo Gigli y Corinto Trezzini.
A los quince logró su cometido: vivir entre dibujantes, cuando entró como ayudante en la editorial Dante Quinterno. Ya entonces se destacaba como un colorista excepcional, a quien Quinterno confiaba las portadas de la revista Patoruzito. Fue en aquella redacción donde se descubrió pintor, cuando ante una tormenta no pudo más que traducirla en manchas. “El problema del color es cuál es el que te habla de lo que yo te quiero hablar. No lo podés decir con palabras; lo dice el color”, recuerda en el libro Guillermo Roux en sus propias palabras.
A los 24 años tuvo su primera exposición en la galería Peuser. En 1956 dejó todo, amores, familia y su vida en la editorial, y viajó a Roma, buscando algo más: el arte. Ahí pasaría los siguientes cuatros años en la bottega de Umberto Nonni, como ayudante en obras de decoración y restauración. Además de aprender y practicar técnicas medievales y renacentistas, este período inaugura una etapa de investigación en bibliotecas y museos, donde se empapó de la historia de pintura. Leer, estudiar, investigar y ver arte fueron una constante en su vida, siempre ávido por estímulos para su mente inquieta, profunda y trascendente. Amaba la filosofía, la historia de las religiones, la historia. Era generoso con los poetas, a quienes ilustró decenas de libros. El último acaba de salir de imprenta: Y seremos como dioses, de Alina Diaconú. Desprendido, siempre retrataba a quienes lo rodeaban, enseñaba todo lo que podía, compartía, regalaba... dibujaba siempre para los demás.
En 1960 volvió al país y se radicó en Jujuy con su primera esposa, Lina Guccerelli. Allí, nació Alejandra, su única hija, que heredó de su padre y de su abuelo la vocación por el arte. Trabajaba como maestro en escuelas primarias y seguía siempre con pasión buscando encontrarse en su obra pictórica. Primero en Ledesma y después en Villa Cuyaya, en las afueras de San Salvador de Jujuy, pintó animales y paisajes, inspirado por Cézanne.
De Jujuy, voló casi sin escalas a Nueva York, donde vivió un año ganándose la vida con la ilustración, mientras realizaba paisajes y desnudos en tinta. En 1967 tuvo el encuentro que marcaría su carrera: se enamoró de una mujer, Franca Beer, que creó las condiciones para que su arte floreciera y llevó su obra por el mundo. Recién entonces pudo dedicarse al arte a tiempo completo. Al día de hoy, con más de 90 años, ella sigue siendo la férrea defensora de su grandeza, una implacable marchand que nunca aceptó menos de lo que su obra vale y merece.
En los 70, psicoanálisis mediante, comenzó una serie de tintas y collages, recortando las figuras que alguna vez su padre habría dibujado. Seguirá con las acuarelas, las tintas, las naturalezas muertas adulteradas por la fantasía. Escribía Ernesto Schoo en 1974: “El rigor de su técnica impecable no se permite el menor exceso; y el pavor casi mágico que suscitan sus creaciones –tal es la perfección evocadora de las apariencias materiales– es detenido también, en el límite de lo soportable, por la armonía absoluta de la composición y el colorido”. Rafael Squirru le dedicó un ensayo: “Porteño hasta la médula, está su obra signada por esa característica nostálgica, por la ambigüedad y la disponibilidad propia de nuestra versátil condición anímica”, escribió.
Un mundo de reconocimientos
Londres, Múnich, París, Roma, Sicilia y Nueva York... Las capitales del mundo se abrieron para que su trabajo llegara a las galerías y museos más prestigiosos: Marlborough Fine Arts en Londres, Buchholz en Múnich, The Phillips Collection en Washington, Galerie Denise Cade en Nueva York, y Galerie Jeanne Bucher París. El reconocimiento, los premios, las distinciones y los homenajes nunca le faltaron. Fue celebrado como uno de los mayores maestros del arte argentino. En 1975 ganó el primer Premio Internacional de Pintura en la XIII Bienal de San Pablo, Brasil. También mereció el Premio Palanza otorgado por la Academia Nacional de Bellas Artes en 1979 y el Konex de Platino. En 1982 expuso seis acuarelas en el Pabellón Internacional de la 40º Bienal de Venecia.
La obra Lector a orillas del Paraná, fechada en 1986, ingresó al Museo Castagnino luego de que recibiera el Premio Rosario otorgado por la Academia Nacional de Bellas Artes y la Fundación Museo Castagnino. Roux se trasladó a París en 1987, donde el Centro Pompidou le financió taller y vivienda. En 1998, realizó una exposición retrospectiva en el Museo Nacional de Bellas Artes. También tuvo retrospectivas en museos como The Phillips Collection, Washington, en 1998; Museo Nacional de Arte Decorativo, en 1998; Museo Staatliche Kunsthalle, Berlín, 1990, y Centro Cultural Recoleta, en 1999.
Desde 1976, con Juego interrumpido, acuarela de 1976, ingresa en la colección del Museo Nacional de Bellas Artes. La describe Nelly Perazzo en su libro 100 obras maestras de 100 pintores argentinos: “En el mundo de Roux –fluido pero jamás simple– todos los malentendidos son posibles, lo monstruoso parece natural, seres humanos, ropa, cortinados y sillones tienen valor equivalente en una polifonía invadida por un clima de sensualidad profunda y total”. En 2020, el artista donó al museo mayor El paño amarillo (1958), una de las dos únicas obras que trajo de su etapa en Roma. “La pintura es algo que uno quiere decir. Una necesidad de expresión de algo que a uno lo conmovió y quiere compartir. Me parece maravilloso que esté en el MNBA porque significa que la pintura es de todos, y no quedó encerrada en un circuito pequeño. Es lo que siempre he soñado. Algo mío se salvó”, dijo entonces.
Ajeno a modas y tendencias, siguió en el arte su búsqueda imperiosa, personal y profunda. Nunca pudo unirse a grupos o escuelas. " Igual que cuando tenía 7 años, lo único que puedo hacer es lo que hago”, confió una vez. En los ‘70, Jorge Romero Brest elogió su actitud anacrónica, porque en ese tiempo toda la pintura lo era: “Prueba de su autenticidad –no solo de su honestidad, que no es lo mismo– son los esfuerzos realizados para llegar a su espléndida madurez”. Alberto Giúdici señalaba en 1998 “su solitario quehacer”: “Encontrar un lugar y llegar a ser uno de los mayores artistas argentinos vivientes fue también un largo batallar hasta alcanzar y ejercer el derecho de ser auténticamente él y poder entregarse así a sus semejantes”.
Su amor por la música, que siempre sonaba en su estudio, encontró su expresión en muchas pinturas y también cuando el Teatro Colón le encargó la escenografía de la ópera Il Turco in Italia, de Rossini. Varias figuras se quedaron con él, como centinelas de su labor, en el estudio del primer piso de su casa de Martínez, donde últimamente había mudado su cama: pintaba a cualquier hora.
Entre otros honores, era miembro de la Academia Nacional de Bellas Artes desde 1990 y Ciudadano Ilustre de la Ciudad de Buenos Aires desde 2007. Hay toda una biblioteca de libros y catálogos dedicados a su obra, como los dos de la editorial Rizzoli de Nueva York. Pero lo que a Roux más lo enorgullecía era la labor llevada a cabo en su escuela, que fundó en 1997. Pasaron por ahí centenares de artistas en los que dejó cariño y enseñanzas. También fue Presidente Honorario de la Escuela-Museo Urquiza, a donde Quinquela Martín donó una pintura muy temprana que le compró: el retrato de Josefina, su primer amor. En la estación San José de Flores de la Línea A del subte se ven varias obras suyas, como La orquesta de Blum y El Ángel de Flores.
Entre sus murales, se destacan Mujer y máscara, 1994, para Galerías Pacífico, y La ronda, 1993, instalado en 2006 en el Hotel Park Hyatt Palacio Duhau, con más de diez personajes (siempre están entre ellos el artista y su mujer). En 2001 ganó el concurso del Bank Boston, para pintar el mural Homenaje a Buenos Aires, de 5.42 x 12.50 m., destinado al lobby de la torre de César Pelli, en Della Paolera 265, inaugurado en 2005 tras cuatro años de trabajo. También, La Constitución guía al pueblo (2011) en el Palacio Legislativo de Santa Fe, elegido por unanimidad por los legisladores provinciales.
Estas dos últimas obras monumentales fueron epopeyas. La primera comenzó en plena crisis. La segunda lo encontró ya mayor, pero no se achicó: acondicionó un nuevo estudio y se subió a una autoelevadora para llegar a las alturas de sus 3,45 x 6,51 metros. Después le costó recuperarse del esfuerzo, tuvo que aprender de nuevo a caminar, nadaba todos los días y se reencontró con el dibujo de la niñez, mientras pintaba carbonillas en el silencio de la noche. “Yo era un nene que estaba flotando en una pileta y que estaba aprendiendo a vivir”, dijo. Reunió esos trabajos en la muestra Nocturnos del Museo Nacional de Arte Decorativo en el verano de 2014.
“Quiero la libertad de la vejez para poder encontrar dentro de mí la sabiduría del niño”, decía. Instalado en la mesa del comedor, pintaba flores y juguetes. En silla de ruedas, arremetió en 2016 con un mural festivo y desafiante: pinto a una diosa en el fondo de la pileta de su casa, en Martínez (el director Martín Serra registró varias de sus hazañas en películas como El coral que trajimos de Brasil y El día que adornemos un río). Antes, emprendió con Carlos Alonso una serie de dibujos a cuatro manos, que resultaron en una muestra itinerante. Su última exposición, curada por Cecilia Medina, fue en paralelo en la Casa Central de la Cultura Popular Villa 21-24 y en el Museo Nacional de Bellas Artes, Diario gráfico en 2018, con 177 y 290 dibujos realizados con birome en sus cuadernos personales, entre agosto de 2015 y diciembre de 2017. Después de la muestra siguió hasta el último de sus días dibujando y escribiendo en sus cuadernos. Siempre dio conferencias y escribió ensayos sobre arte, conocedor como pocos de la historia del arte universal. Últimamente se dedicaba a los cuentos y relatos autobiográficos.
Vivió un vida aferrada al arte, como a una balsa de salvación en momentos buenos o malos, como esas que pintaba en sus últimos días con la maestría de siempre. “Una obra de arte destinada a perdurar obliga a detenerse y a repensar lo que somos –escribió Tomás Eloy Martínez en un texto de 1996 también imperecedero–. La obra de Guillermo Roux va todavía más lejos: nadie que haya visto uno cualquiera de sus cuadros sale de la experiencia siendo el mismo”. Sus coleccionistas apasionados, sus alumnos devotos, su enorme cantidad de amigos, su familia, cuidadores y sus admiradores lo extrañaremos sin consuelo. Quedan sus trabajos deslumbrantes, el testimonio de su pasión indeclinable por el arte y su hermoso recuerdo.
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