Mundial de Escritura. En su sexta edición, un jugador uruguayo de 42 años ganó la competencia
Este año el campeonato literario convocó a más de 40.000 participantes en sus tres ediciones; en 2022, con algunos cambios en el fixture, habrá otras tres en abril, junio y octubre
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Termina 2021 y la sexta edición del Mundial de Escritura llegó a su final. Con más de 40.000 jugadores a lo largo del año, destacados jurados nacionales e internacionales y un entrenamiento a cargo de escritores invitados, el campeonato literario ideado a inicios de la pandemia llegó para quedarse. Con el cuento “Malas muertes”, el escritor uruguayo Juan Manuel Bertón ganó en la categoría general (en la Argentina se podrá decir que ganó un rioplatense). Bertón nació en 1979, vive en la localidad de Tarariras (donde se ambienta su relato), es sociólogo y tiene un libro publicado: el volumen de relatos Yo una vez tuve una familia de demonios, con el que había ganado en su país el concurso de cuento Horacio Quiroga del Ministerio de Educación y Cultura y la Casa Museo Horacio Quiroga, en 2019. “Pero no soy un profesional en esto -dice a LA NACION-. Por eso las críticas y los comentarios del jurado son muy bienvenidas”. En su categoría el jurado estuvo integrado por el estadounidense Peter Orner, la brasileña Verónica Stigger y su compatriota Dani Umpi.
“La experiencia es increíble, súper desafiante -dice Bertón sobre el Mundial-. Las consignas están en su punto justo, aprietan pero no ahorcan, es decir que te guían, te ayudan a disparar el texto y a su vez te dan la libertad necesaria para ponerle lo tuyo”. Esta fue la primera vez que participó del Mundial. “Fue una experiencia muy gratificante -agrega-. Y me permitió escribir mucho, hace tiempo que estaba quieto en ese sentido. Ganar fue súper lindo, ya habíamos salido con una decisión reñida en el equipo porque había muy buenos textos. Ese ya fue un tremendo logro. Seguir pasando etapas era un premio arriba del otro. Tremenda emoción”. Por último, Bertón valoró el trabajo en equipo: “Que te hagan aportes es muy enriquecedor; hasta el título cambié en virtud de los comentarios”.
En el segundo año del Mundial se hicieron tres ediciones, como en 2020. “Este año tuvimos el doble de participantes: unos 40.000 en total”, dice Santiago Llach, organizador de la copa de letras. En 2022, se volverán a jugar tres mundiales, aunque probablemente se hagan cambios. “Tal vez haya un solo equipo y jugador ganador, y hagamos un Mundial de Poesía y otro de letras de canciones -indica-. La comunidad que suele jugar el Mundial lo espera y sirve para lo que lo pensé: un entrenamiento de escritura tres veces al año, un tanto intensivo, rodeado de actividades y talleres”. Las próximas ediciones se harán en abril, junio y octubre, con países invitados. En total, en los seis mundiales que se hicieron hasta ahora, participaron más de 60.000 personas de distintas partes del mundo.
En esta sexta edición, con los espacios como protagonistas de las consignas propuestas por Malena Rey y Nicolás Schuff, se escribieron un total de 30.000 textos entre las tres categorías del Mundial. Los equipos estuvieron conformados por grupos de 8 a 14 jugadores. “Me llamó la atención la alta calidad de todos los textos en el concurso. En general, eran creativos y muy bien escritos”, dijo Stigger sobre los escritos que llegaron a la final.
Los guantes mágicos fue el equipo ganador, con integrantes de Venezuela, Paraguay, Uruguay y la Argentina. El segundo puesto de la categoría general fue para Rocío Reverter con “Los próximos mundos”, un texto que, para Umpi, “tiene una imaginación desbordante en un momento del mundo que reclama alternativas de vida, al menos fantasiosas”. En el tercer lugar hubo un triple empate entre Antonia Milagros, Olga Gutiérrez y Francisco Rapalo. El goleador de la categoría general, José Manuel Reyes Ontiveros, nació en Xicotepec de Juárez, México.
En la categoría niños, el jurado conformado por la española Sofía Rhei, la colombiana Juliana Muñoz y Adriana Fernández definió tres ganadores. Entre los textos de jugadores de 6 a 9 años, resultó ganador “Cadena de favores”, de Elías Torres. Según Fernández, es “una historia preciosa que hace de lo inesperado un motivo para el ingreso al humor y al disparate”. Elías tiene ocho años, vive en Caracas y contó que fue un profesor el que lo animó a participar del Mundial.
En la subcategoría de 10 y 11 años, el texto elegido por el jurado fue “El espejo”, de Sofía Risso Crouzeilles. La autora es de Buenos Aires y tiene once años; su pasión por las letras empezó gracias a los libros de María Inés Falconi. Y en la subcategoría de niños de 12 y 13 años el texto “De techo en techo”, de Irene Pazos, obtuvo el primer lugar. Irene tiene doce años, vive en Buenos Aires y esta fue la primera vez que participó del Mundial de Escritura.
La categoría adolescentes también tuvo tres ganadores. El jurado, conformado por Ana Catania, María José Navia y Julia Moret eligió en primer lugar el texto “Palabras en sangre”, del colombiano Carlos Sánchez. El segundo lugar fue para Anastasia Hladij con el texto “No me gusta que escriban sobre mí”. Un texto sin título de la estudiante de Letras Érika Redonda se quedó con el tercer lugar. Los ganadores podrán cursar talleres en la Escuela de Escritura de Llach. Todos los textos ganadores y finalistas se pueden leer en este enlace.
Ganador: el cuento de Juan Manuel Bertón
Malas muertes
La primera vez que oí de él yo estaba con un amigo perdiendo el tiempo en la vereda, hablando de cigarrillos y novias y de planes para la noche; teníamos catorce y los planes a los catorce son concretos, detallados e inmediatos; uno planifica para la noche o para el día siguiente, y nunca más allá. Entonces mi amigo me contó que al hotel de Tarariras había venido alguien a morirse; su primo le había contado que el hombre se lo había dicho al dueño del hotel, que era también conserje y cocinero y limpiador, porque así son los hoteles de Tarariras.
-Le dijo que vino a morir acá, al hotel de Tarariras.
Hice preguntas que mi amigo no supo responder; a mí me gustaba soltar preguntas al aire como quien libera un insecto o un pájaro; y entonces eran preguntas libres que no tenían compromiso ninguno, y podían tener respuestas variadas o no tenerlas. Con mi amigo resolvimos cambiar los planes para la noche; iríamos a merodear al hotel, que era cerca del club y del centro y de todo, y nos podríamos sentar en la vereda sin levantar sospechas.
Esa noche nos acercamos al hotel. Hacía calor y estaba húmedo, denso; una noche hermosa para acechar a alguien que espera la muerte. En eso vimos que había un hombre sentado en un banco de hormigón al frente del hotel; fumaba y miraba el piso. Mi amigo cruzó la calle y yo lo seguí; llegamos y mi amigo lo saludó y le pidió fuego. El hombre nos preguntó si no éramos muy chicos para fumar.
-No, tenemos catorce.
El hombre hizo cara de estar impresionado y sacó un encendedor. Prendimos. Entonces mi amigo le preguntó que hacía en Tarariras y el hombre nos dijo que venía a morirse.
-Me vine a morir acá, a la pensión esta.
Nosotros nos miramos; al hotel le decíamos hotel, y la palabra pensión nos sonó entre despectiva y torpe, en proporciones difusas. El hombre continuó secamente con su historia; decía que él hacía tiempo estaba pensando en morirse, pero no sabía dónde ni cómo; entonces había pensado en morirse en una pensión de mala muerte, en donde no le pidan documentos ni otras señas. El hombre nos pidió disculpas por decir que era de mala muerte; nosotros lo disculpamos de tener que disculparse y le pedimos que nos cuente más.
Él nos dijo que era algo difícil de explicar pero que lo iba a intentar. Comenzó diciendo que una pensión así era un muy buen lugar para morir. Uno llega a ese lugar y rápidamente le organizan todo; le cobran una tarifa, le dicen qué habitación le toca, le entregan un menú de dos opciones, tres a lo sumo.
-Te llevan de la mano, como se dice.
Después habló de la habitación; una habitación diminuta con una cama, un perchero y un mueble para poner algo de ropa y dos o tres cosas más, además de un baño con ducha. Entonces decía que él quería pasar sus días así, en ese lugar para todos y para nadie; podría agotar sus opciones de elección al mínimo y rodearse de cosas sin alma, y decía que eso le permitía concentrarse en lo que quería, que era pensar en la muerte, y buscarla.
-Acá no tengo hijos ni esposa ni perros ni casa para ocupar; yo miro el perchero de mi cuarto y es un perchero que no me dice nada, y entonces sufro menos.
Mi amigo y yo nos quedamos un rato más con él, fumando; la charla se fue para otros lugares raros, como hacen las charlas de la gente con tiempo de sobra o que está esperando para morirse. El hombre se animó un poco y hasta llegó a reírse con un comentario de mi amigo, que dijo muy serio que un irlandés muy viajado, que había venido hace tiempo al pueblo, le había confirmado que las mujeres de Tarariras eran las más lindas del mundo. Se rio, se atoró con el humo y se rio de nuevo; pero entonces se sacudió la risa de la cara como quién espanta a un insecto, y dijo que lo estábamos distrayendo de su objetivo principal, que estar ajeno para esperar la muerte.
-¿Estar ajeno? -preguntó mi amigo, sin entender del todo.
-Estar ajeno, sí, como cuando se te duerme un brazo y deja de ser tuyo.
Nos dijo que lo dejáramos solo y entonces nos fuimos. Yo tenía la cabeza dando vueltas; no había entendido mucho de nada de lo hablado, pero sentía que habíamos tenido un encuentro especial y único y recordable; yo no había conocido a nadie que buscase la muerte de esa forma, y mucho menos que quisiera desprenderse de todo recuerdo de vida para entrar en ella. Mi amigo iba más desconfiado.
-Para mí que este hombre se está escapando de la policía o algo.
A mí me molestaba la posibilidad de esa opción; creo que yo también la había sopesado, pero me fastidiaba que mi amigo la creyera y la compartiera conmigo. A mí me pasaban esas cosas; me molestaba que alguien verbalizase algunos pensamientos secretos que yo quería apagar en mi cabeza. De todas formas, era un pensamiento posible.
Los días siguientes seguimos pasando frente al hotel y a veces lo veíamos; nos saludaba con algo de incomodidad y seguía mirando al piso, como queriendo no saber. En Tarariras le empezaron a decir “el Morido”, porque una señora mayor había dicho en el almacén que ese hombre era “un muerto que no se ha morido”; en Tarariras los apodos llegan antes que cualquier cosa; son muy originales, y doblemente recordados cuando son involuntarios. Se tejían mil historias acerca del Morido y de sus ganas de morirse; las más de las veces era el amante secreto de la esposa de algún personaje influyente y rico del pueblo; la segunda opción preferida era algo más oscura, e involucraba fraudes, traiciones y muertes. Entonces yo les decía a mis padres y a mis abuelos y a mis tíos:
-A mí me dijo que se quería morir en un lugar que no le recordase a nada. Se quería morir en un lugar que no lo fuera.
Mis padres y mis abuelos y mis tíos me decían que yo era muy chico y muy ingenuo, o que era ingenuo porque era chico; y entonces me decían que no tenía que andar hablando con una persona así de loca y así de mentirosa.
El Morido estuvo un tiempo así; lo veía sentado en el banco de hormigón, mirando el piso, saludándome sin saludarme mucho. Pero luego pasaron luego varios días sin avistamientos; yo intenté convencer a mi amigo de que me acompañe al hotel a preguntar por él, pero mi amigo decía que ni loco se metía a hablar con ese hombre de nuevo. Mi amigo era de los que creía que era un asesino; el carnicero de la cuadra le había dicho que el Morido había matado a su familia y que andaba escapándose de la culpa y de la ley, y ahora mi amigo quería creer en esa teoría. Yo le decía que no creyera eso; le recordaba que el Morido había sido amable con nosotros, pero él decía que los asesinos debían de serlo.
Pasé varias mañanas y tardes frente al hotel, sin resultado; hasta que un día tomé valor, me bajé de la bicicleta y fui a golpear la puerta del hotel. Me abrió el dueño, conserje, cocinero y limpiador; le pregunté directamente si el hombre que se quería morir todavía estaba alojado y esperando para morirse. El conserje me dijo que no, que el Morido ya se había ido.
-¿Se fue de irse o se fue de morirse?
-Se fue de irse. Juntó sus cosas, pagó y se fue.
-¿Y por qué se fue? -pregunté.
El conserje me miró con los ojos grandes y un gesto de sorpresa arrinconado; quería ahogar ese gesto con todas sus fuerzas pero no lo lograba, y entonces el gesto se le escapaba por todas los contornos de la cara.
-Me dijo que se iba porque el perchero le hablaba.
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