Múltiples moradas de una poeta
Una exposición que se realiza en Francia recorre, por medio de fotos y fragmentos de sus diarios y cartas, los lugares que dejaron huella en la escritora argentina
Desde el folleto de la exposición Alejandra Pizarnik: enquête topographique, lieux de création et de vie, inaugurada el martes pasado en la Biblioteca Universitaria Vercors de la ciudad de Le Mans, el rostro de la poeta se recorta nítido sobre la reproducción de un detalle de El entierro del conde Orgaz de El Greco. ¿Pero qué hay detrás de la esmerada prolijidad de la postura, de esa sonrisa ligera, toque de Mona Lisa quizá? ¿Timidez o ironía? ¿Por qué elegir esa foto? Lo explica el responsable de la muestra, el argentino Fernando Copello, profesor en la Université du Maine.
–Hace algo más de un año, descubrí en los diarios de Alejandra Pizarnik referencias frecuentes a autores del Siglo de Oro español: Quevedo, Góngora, Garcilaso, San Juan de la Cruz, que había leído guiada por Ana María Barrenechea. Son muy interesantes sus comentarios conforme va leyendo el Quijote. Alejandra pensaba que esas lecturas mejorarían su castellano, ya que en su casa se hablaba iddish, aunque ella y su hermana respondían en español. Y encontré esa foto: Alejandra, junto a la tela de El Greco y al costado, un afiche de Chagall. Entre las dos imágenes, ella se sitúa cerca de la primera, como acercándose al Siglo de Oro. Pero la tradición judía, evidente en la segunda, no está lejos. Sara Facio me confirmó que había tomado la foto en el "cuarto de soltera" de Alejandra en el departamento de sus padres, que ella había decorado con afiches traídos de Francia. Me di por contento: la elección era de la propia Alejandra.
–¿Cómo surgió la idea de esta muestra?
Durante un viaje a Buenos Aires, fui a la avenida Montes de Oca para ver ese edificio, que ganó un premio municipal y cuya entrada es maravillosa, con mármol y esculturas. Imaginé a Alejandra entrando allí, esperando el ascensor y decidí entonces recorrer los lugares en que ella había dejado su huella o que habían dejado su huella en ella. Fui reuniendo fotos: la calle Lambaré y la sinagoga en Avellaneda, la farmacia Ramírez a metros de la casa de los Pizarnik, la Facultad de Filosofía y Letras en la calle Viamonte, el edificio de la calle Montevideo, la casa de Victoria Ocampo, los edificios de la redacción de Sur, el hospital Pirovano... En Francia, busqué con los estudiantes, en los diarios y en las cartas de la poeta, textos para acompañar esas fotos. A Michèle Nardi, directora de la biblioteca, se le ocurrió que podíamos armar con todo eso una exposición.
–No sólo hay fotos en la exposición...
–No. Están los ejemplares de las primeras ediciones, que doné a la biblioteca y a partir de los cuales queremos crear un fondo Pizarnik, y las revistas en las que ella escribió. Aunque los textos fueron publicados luego en libros, hay casos de reescritura muy interesantes. Conseguí en Villa Ocampo los números de Sur en que hay colaboraciones suyas. Hay también dedicatorias. Es revelador cómo firma: Alejandra, Buma, Flora Alejandra... Eso puede mostrar un grado de relación, pero también un período de su vida. En realidad, "Alejandra" es una creación literaria que acaba por enmascarar a la persona real. A la vez, como escritora-pintora, ella dispone las frases de un modo muy creativo. Lo espacial está también allí.
–¿Han organizado actividades?
–Invitamos a Ana Becciú, que hablará de la edición de los manuscritos de Alejandra; a Isabella Checcaglini, directora de Ypsilon Éditeur, y a Mariana Di Ció, que trabaja con los manuscritos, los dibujos, los collages. Ha estado en Princeton, donde se conserva el fondo más importante, y estudia a Alejandra en el territorio del papel, donde ella se desparrama de modo meditado, tachando y corrigiendo. Las huellas de la pintura no están nunca ausentes en su escritura que lleva consigo, como una sombra, su aprendizaje junto a Battle Planas. En la Universidad de Le Mans se dictará un curso sobre poesía femenina rioplatense en torno a dos figuras: Delmira Agustini y Alejandra Pizarnik.
–¿Checcaglini está editando la obra de Pizarnik en francés, no?
–Sí, el proyecto, ya muy adelantado, es editar los libros publicados en vida (que tradujo J. Ancet) y la obra póstuma (que tradujo É. Dobenesque), tal como aparecieron, conservando la relación entre texto escrito y espacio en blanco en cada página. A Isabella le interesa el objeto libro: tipografía, papel, etc. La condesa sangrienta se imprime con los mismos caracteres de la edición original; en otros casos se emplean los caracteres Borges, diseñados por el argentino Lo Celso. Para las cubiertas de los libros se eligió el lila, color frecuente en la obra de Alejandra.
–¿Qué otros caminos abrió tu búsqueda?
–Muchos. Buscando un texto para la foto de la sinagoga de Avellaneda, dimos en el diario con unas líneas muy significativas. Un día de 1960 en París, la escritora se siente mal, perdida. Recuerda una canción judía maravillosamente triste, que habla de que todas las puertas se cierran y no hay adónde ir. Ella la cantaba cuando era pequeña. El mes pasado, en Buenos Aires, di con la compañera de banco de Alejandra en la escuela primaria, en el schule donde aprendían iddish y durante tres años en el Normal de Avellaneda. En su grupo del schule –me contó– eran siete, pero sólo dos chicas: Alejandra y ella. Allí habían aprendido esa canción, que empezó a tararear. Los datos topográficos me habían llevado a la canción y así, a elementos de la identidad profunda de la escritora.
–¿Conociste a la hermana de Alejandra?
–Fue conmovedor. Myriam me dijo que el padre había comprado con mucho esfuerzo la casa de la calle Lambaré en Avellaneda, adonde se mudaron cuando ella tenía once años y Alejandra nueve. La noche en que se instalaron sintieron un estruendo. Una bomba de querosén había explotado junto a la fachada: la Alianza Nacionalista les daba la bienvenida. Entonces los cuatro juntos lloraron. Sentí el eco de ese horror y pensé en la huella que tuvo que quedar en Alejandra.
–¿Y sus lugares en Francia?
–En la exposición se limitan a dos: la casa del tío paterno en Châtenay-Malabry (un suburbio elegante, verde y silencioso, pero alejado, donde ella vivió los primeros meses) y el departamentito de la calle Saint-Sulpice en el barrio de Saint-Germain, la residencia más constante en París (aunque no la única), que Ivonne Bordelois describió detalladamente. Cuando fui allí, le conté a la encargada de una de las tiendas de la planta baja que una gran poeta latinoamericana había vivido en ese edificio. Ella, que conocía los nombres de Cortázar y García Márquez pero nunca había oído el de Pizarnik, lo anotó y me prestó la llave de entrada al edificio. Fue mágico. Dimos una tonalidad diferente a esas imágenes: son las únicas en blanco y negro.
–No faltan lugares más sombríos…
–Claro, los lugares relacionados con los tratamientos a que fue sometida Alejandra no podían faltar. Visité el Hospital Pirovano. Por momentos el silencio es agobiante, corre por allí algún gato. Llegué a la sala 18 donde ella estuvo y donde transcurre uno de los textos más importantes de la poesía latinoamericana: "Sala de psicopatología". Según parece, ella quiso destruir ese poema y alguien (¿Ana Becciú?) le sugirió no hacerlo.
–No toda la experiencia terapéutica de Pizarnik fue negativa…
–No. Por eso fui hasta la calle Méndez de Andes, en Caballito, donde se desarrolló la terapia con León Ostrov, que culminó en una amistad, como muestran las cartas publicadas por su hija Andrea. Alejandra viajaba desde Avellaneda hasta ese lugar tan alejado para tratarse con él, a quien dedicó luego un libro: La última inocencia. Allí se hablaba también de literatura, de poesía. Ese espacio tampoco podía faltar.
–¿Qué frutos dejan tantos recorridos?
–Un modo de acercarse al escritor, al contexto en que se da una obra, y de trabajar con la memoria: recoger datos mientras los testigos y la arquitectura están allí. Espero que la muestra abra perspectivas. Sobre todo, que abra caminos que lleven la poesía de Alejandra a otros lectores.
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