El pintor que retrató la Guerra del Paraguay formó dos familias en paralelo: con Emilia Magallanes, el “manco de Curupaytí” tuvo doce hijos; de su unión con Adriana Wilson nacieron otras dos, pioneras del feminismo en la Argentina; a casi 120 años de su muerte, a raíz de una nota publicada por LA NACION, sus descendientes reconstruyen la historia
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“Let it Burn”, dice la frase que acompaña las imágenes compartidas en Instagram. Muestran a una mujer desnuda, sentada sobre una roca en el mar, rodeada de llamas que surgen del agua empetrolada. En otra publicación de la cuenta @princex_13, posa cubierta de petróleo y mariposas. “Casi todos son autorretratos. Me encanta la temática apocalíptica: dejar que todo se queme y aceptar también la propia oscuridad”, dice a LA NACION desde Salta Sofía López Viñals, de 24 años. La autora de esos provocativos dibujos 3D que vende en el exterior, y que ilustraron en Spotify canciones como “Resucitar” de Lelé –apodo de Candelaria Tinelli–, es tataranieta de Cándido López.
Sí, el “manco de Curupaytí”, que perdió la mano derecha en el frente de batalla en el siglo XIX, tras retratar al general Bartolomé Mitre, y que entrenó la izquierda para realizar las legendarias crónicas visuales de la Guerra del Paraguay. “Admiro cómo pudo transformar el dolor, sublimarlo para crear desde ahí”, señala una de las más jóvenes representantes de varias generaciones de mujeres aguerridas, herederas de ese espíritu osado y resiliente.
Entre ellas se cuentan también dos pioneras del feminismo en la Argentina: Elvira y Ernestina López, hijas de la pareja que el pintor formó con Adriana Wilson al regresar de la guerra. Ambas integraron hace 120 años la primera camada de mujeres graduadas como doctoras en Filosofía y Letras del país. Mientras que Elvira presentó una tesis dedicada al movimiento feminista, Ernestina se recibió con medalla de oro. Figuran además entre las fundadoras de la Asociación Universitarias Argentinas, institución que impulsó en 1910 el Primer Congreso Femenino Internacional en el país.
Menos se sabe de Adriana, su madre, eclipsada por la historia de amor que uniría a Cándido con Emilia Magallanes. Esta última era adolescente cuando el pintor la conoció unos años antes de partir al frente de batalla. “El muchacho le escribió a su joven amiga explicándole su decisión, pero nunca recibió respuesta –recuerda el historiador Daniel Balmaceda–. Saturnino Magallanes y Josefa Serra le habían prohibido a su hija Emilia que contestara las cartas. Luego, arreglaron su casamiento con Emilio Rodríguez, un vecino honorable de Carmen de Areco. Al volver de la guerra, Cándido no se atrevió a escribirle a Emilia. Consideraba que su condición de manco podía ser una carga para la joven”.
“Al volver de la guerra, Cándido no se atrevió a escribirle a Emilia. Consideraba que su condición de manco podía ser una carga para la joven”
Se reencontraron por casualidad en 1872, cuando Emilia entró con su hija Sara a la zapatería porteña donde trabajaba Cándido. “Ahora, Emilia era viuda, ya que su marido había sido víctima de la epidemia de cólera que azotaba la ciudad –agrega Balmaceda–. Cándido le contó de su experiencia en la guerra, de sus días postrado en un hospital, llamándola en sus delirios, soñando con volver a verla. Ese mismo año, en la iglesia San Miguel, del barrio de Balvanera, Emilia y Cándido se casaron. Fue el 22 de septiembre, en el aniversario de la batalla de Curupaytí. Aquella en la que Cándido perdió su mano”.
Una relación paralela
La pareja se mudó a un campo de Norberto Camilo Quirno Costa en Baradero, tuvo doce hijos y no se separaría hasta la muerte de Cándido, en 1902. “La relación con Adriana no se interrumpió. Con Emilia tuvo una familia más convencional, y Adriana ocupó el lugar de la mujer no oficial. Fue una relación paralela”, asegura a LA NACION Enrique Parma, pariente lejano de la madre de Elvira y Ernestina, y autor de una novela –aún sin publicar– inspirada en su vida.
“Debe haber sido una mujer bastante excepcional. Por las hijas, que introdujeron una pedagogía moderna, se puede inferir su personalidad: inteligente, de ideas liberales, con carácter. Es posible que las tres hayan trabajado juntas; Elvira le dedica la tesis a su madre”, agrega este psiquiatra argentino, radicado en Francia desde hace casi tres décadas, que quedó intrigado por los relatos de sus tías abuelas sobre aquella prima de su bisabuelo. Tras investigar durante varios años llegó a la hipótesis de que Adriana pudo haber conocido a Cándido en la academia de dibujo y pintura de Baldassare Verazzi, inmigrante italiano.
“Cuando vuelve de la guerra con el brazo amputado se reencuentra con Adriana –señala–. Su primera hija es Elvira, que nace en 1871 cuando él estaba volviendo a pintar. No pude encontrar el acta de casamiento, pero el acta de bautismo dice que es hija legítima de ambos. Un año después se casa con Emilia, que era un mejor partido económico”.
Hasta que Cándido se mudó a Baradero, las dos familias “no vivían tan lejos”, observa Parma. Adriana y sus dos hijas en San Telmo, y Emilia y su prole del otro lado de la Avenida 9 de Julio, en la esquina de la Avenida Hipólito Yrigoyen y Salta. En 1879 nació Ernestina, la segunda hija del pintor con Adriana.
Esta última no fue la única que permanecía entonces en las sombras. “Las críticas en aquella época eran muy malas, la pintura de Cándido no era bien comprendida –recuerda Parma–. Se lo tenía como un pintor de historia, pero no de los buenos. Cuando el Estado compró algunos de sus cuadros, una crítica feroz dijo que al haber sobrevivido a la guerra ‘el país perdió un héroe y ganó un mal pintor’”.
Esa percepción sobre su talento y su legado fue cambiando con el tiempo. Además de estar representado en importantes colecciones como las del Museo Histórico Nacional y del Museo Nacional de Bellas Artes, el Banco Velox le dedicó un libro en 1998, con texto del historiador Marcelo Pacheco. En la década siguiente sería usado por José Luis García como guía de su recorrido por los lugares reales recreados en los cuadros, para realizar el documental Cándido López, los campos de batalla. Incluso se creó en su homenaje un perfume unisex, inspirado en el aroma de los árboles de sus pinturas, desarrollado por Julián Bedel para la marca internacional Fueguia 1833.
“Secreto de familia”
Lo que permaneció igual hasta ahora, sin embargo, fue el tabú sobre su rol como padre. “Eso era secreto de familia”, dice a LA NACION Patricia Padilla, una de las tres nietas de Ernestina. “Abuelita lo único que me dijo una vez fue lo siguiente –agrega–. Nuestros padres se separaron, entonces ella se vino a vivir a casa con nosotras. Me preguntó cómo me sentía y le dije que me daba vergüenza. Me respondió: ‘De ninguna manera. Hace setenta años a mí me pasó lo mismo. Es un problema de ellos, no tuyo, caminá con la cabeza erguida’.”
Adriana Wilson, la madre de Elvira y Ernestina, había nacido en 1947 en la Banda Oriental. “Sus padres llegaron con las Invasiones Inglesas y quedaron en Uruguay –explica Patricia–. Ella vino después a Buenos Aires, y no se entiende cómo, con tan pocos recursos, pudo educar a sus hijas de la manera en que las educó. Porque ya a los trece años eran maestras. Adriana era pro-Sarmiento y Cándido era mitrista, o sea que estaban en bandos opuestos. Y aparentemente la masonería le dio una gran mano”.
Ernestina era amiga de Alicia Moreau de Justo, de Berta Wernicke, de Cecilia Grierson… Toda esa camada de mujeres argentinas fuertes
Mientras que Elvira nunca se casó, Ernestina contrajo matrimonio con Ernesto Nelson, activo defensor desde varias instituciones de la cultura y la educación estadounidense, con quien viajaba mucho. “Los abuelos nos dieron todo”, dice Alicia Padilla, de 83 años, directora de su propia consultora de relaciones públicas y rotaria desde hace casi tres décadas. Con el mismo orgullo, su hermana Patricia cuenta que Ernestina “hizo los primeros libros de lectura del país, entre ellos Veo y leo. También fue directora del Liceo Nacional de Señoritas, fundó el Club de Madres y tuvo que ver con la fundación de la Biblioteca de la Asociación del Consejo de Mujeres. Era amiga de Alicia Moreau de Justo, de Berta Wernicke, de Cecilia Grierson… Toda esa camada de mujeres argentinas fuertes. La medalla de oro de la facultad la donó en la época de la polio al Hospital de Niños, y de ahí la robaron. ¡La furia que tenía!”
Elvira no se quedó atrás. Según un artículo publicado el año pasado por el Ministerio de Cultura de la Nación, integró también el grupo de mujeres que “instaló en la agenda política del momento la ampliación en el acceso a la educación, las demandas para reformar el Código Civil y deconstruir aquel lugar que les tocaba por el simple hecho de ser mujeres. A partir de sus investigaciones, llevó adelante los primeros debates sobre el reclamo por la ley de divorcio; la igualdad de los hijos legítimos y naturales; las reivindicaciones y propuestas para proteger a las mujeres trabajadoras y a las niñas de la pobreza”.
También los descendientes del matrimonio de Cándido con Emilia fueron “de armas tomar”. Literalmente. De los doce hijos que tuvieron, muchos fueron militares
También los descendientes del matrimonio de Cándido con Emilia fueron “de armas tomar”. Literalmente. De los doce hijos que tuvieron, muchos fueron militares. Incluso, sus nietos: Adolfo Cándido López, general, y su hermano Juan Alberto, coronel de caballería, donaron en 1968 obras del pintor que hoy se exhiben en el Museo Nacional de Bellas Artes.
“Siempre se dice de las familias donde se respira arte, que está en el aire y te inocula. Pero en el caso de Cándido, él fue un lobo solitario que la padeció y no creó una onda expansiva –escribe desde Barcelona el artista Felipe López Viñals, hijo de Adolfo Cándido y tío de Sofía, citada al comienzo de esta nota–. Por parte de la familia de mi madre, catalanes, sí se transmitía y contagiaba ese interés por las artes plásticas”.
“A nosotros nos inculcaron mucho la cultura. Estudié pintura desde chica con una profesora y me llevaban a los museos”, recuerda en cambio en Salta María Victoria Ramón Michel, nieta de Juan Alberto, otra de las descendientes “guerreras” del manco de Curupaytí. “Para mí las batallas eran como un juego, las pintaba desde los nueve años. Siempre me gustaron los juguetes de guerra: tenía tanques y soldaditos de plástico que pintaba con colores”, confiesa esta artista. Y señala que en su obra, al igual que en las realizadas por su antepasado en el siglo XIX, siempre estuvo presente “lo intrincado y lo pequeño”.
“¿Esa nota salió ayer? ¡Buenísimo, es mi tatarabuelo!”, escribió desde su cuenta de Instagram @victoriamichel.art en marzo, tras leer una columna sobre Cándido López publicada en LA NACION revista. Un día antes había hecho exactamente lo mismo Rosario Urdapilleta, nieta de Ernestina López y licenciada en Gestión e Historia de las Artes. Aunque aún no se conocen entre ellas, las descendientes de las dos ramas familiares del pintor comenzaron a colaborar entonces en la reconstrucción de una trama que aspira a convertirse en libro, publicado por India Ediciones. Pero ese será otro capítulo de esta historia.
Mientras que la rama familiar de Rosario no heredó obras del tatarabuelo, María Victoria recuerda haber visto en la casa de su abuelo cuadros de Cándido López, y escuchado relatos de que sus pinturas “se limpiaban con cebolla”. Entre ellas El mendigo, colgada en el living, y otra que estaba sobre la cama: la imagen de “una Virgen con sus doce hijos alrededor, representados como angelitos, como lo hacía Murillo”.
Como parte de su legado se cuenta también una carta escrita por el pintor, sin fecha y encontrada en un libro, en la que cada oración empieza con una letra del nombre “Emylya”: “En el instante que de amor vehemente/ Mi lavio [sic] al tuyo virginal se unió,/ Y un osculo [sic] me diste tiernamente/ La primera sonrisa del amor/ Ynmenso [sic] fue el placer, y eternamente/ Amarte yo juré, ángel seductor!
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