Mujeres en la vida de Manucho
En la niñez, la madre, muy culta, y las tías, que vivían en un mundo irreal, cobijaron la sensibilidad y la fantasía extremas de ese chico precoz. Más tarde, su comprensiva esposa le evitó los ajetreos domésticos y familiares
"Fui creciendo entre mujeres", confía Manuel Mujica Lainez a Hugo Beccacece, en nota titulada "Las memorias que nunca escribirá Mujica Lainez", publicada en la revista dominical de LA NACION, el 15 de octubre de 1978. Su padre, Manuel Mujica Farías, tipifica el papel distante que asumían los padres en los primeros años del siglo XX (Manucho nació el 11 de septiembre de 1910): los hijos eran cosa de mujeres. A los cuatro años y medio de edad, Manucho recorría a bordo de un triciclo la azotea de su casa (donde hoy se alza el Automóvil Club Argentino, en la Avenida del Libertador), cuando tropezó con una inmensa olla de agua hirviente que se volcó sobre él: todo su cuerpo se volvió una llaga. Roque, el cocinero, atinó a untarlo con clara batida de pies a cabeza, salvándolo de una muerte horrible. La convalecencia fue larga y su madre, Lucía Lainez Varela (apodada Chía), y sus tres hermanas, las famosas tías Lainez, envolvieron al niño en una red de cuidados, mimos, anécdotas familiares y relatos fantásticos: "Las mujeres de mi familia me estimularon la imaginación e hicieron de mí un escritor", afirma Mujica en esa misma nota.
"Mamá era una mujer muy culta, que sabía muy bien el francés. Además, era muy hermosa." Lo escribe Manucho en el precioso libro que recopila sus Diarios escritos durante el largo trámite de adquisición y puesta a punto de su propiedad en las sierras de Córdoba, "El Paraíso", en Cruz Chica, donde murió, el 21 de abril de 1984. Los Mujica residieron varios años en París, donde la vida era más barata que en Buenos Aires. El escritor y su hermano menor, Roberto (Buby), estudiaban pupilos en la école Descartes, rue de la Tour. Los jueves, su madre los llevaba al teatro, al Louvre, o a recorrer los libreros de viejo a orillas del Sena. El regreso a Buenos Aires fue un golpe duro: "Como volver al Escorial después de haber vivido en Versalles".
Quiere la leyenda que alguna vez Chía Lainez de Mujica y Marcel Proust se encontraran por casualidad tomando el té en el Ritz de París. Enterado de que era argentina, el escritor se le habría acercado pidiéndole una entrevista para saber algo más sobre su lejano país. Se vio rechazado: "No era bien visto que una señora sola fuese abordada por un señor en el salón de té de un hotel, y le permitiese sentarse a su mesa", habría comentado Chía a sus hermanas. ¡Las tías Lainez! ¿Quién, cercano a Manucho, no supo de estas señoras, que suelen aparecer en las ficciones de su sobrino predilecto como hechiceras bondadosas o como parcas agoreras? Pepita (Josefina), Anamama (Ana María) y Nenatony (Marta) eran, como Chía, hijas de un hombre que reclamaba "nada de realidad, no me hablen de la realidad", y de una dama no menos fantástica, Justa Varela, que recibía a su nieto en lo que se dio en llamar "la cama china": "Ella dormía en una enorme cama china que, con los años, descubrí que no era tal sino un quiosco para tomar té. Era de maderas claras y marfil. Ella me recibía allí y al entrar en esa especie de cuarto dentro del cuarto, yo sentía que penetraba en otro mundo, que me internaba en una geografía distinta, en el país de la imaginación".
Con semejante bagaje familiar, el cruento episodio de infancia y la certeza de una sensibilidad fuera de lo común, no sólo cultivó una imaginación desbordante: se fabricó también la coraza que Manucho se sintió obligado a revestir frente a la agresividad del mundo. Sobre todo, el de la alta burguesía porteña que, al menos en esos tiempos, era mayormente intolerante con cualquier infracción, aun la menor, al estricto código impuesto por un patriarcado machista. Nació así el temible esgrimista de la palabra, el arquero sabedor del punto exacto en que la flecha abriría una herida, el humorista de ley que sembraba ocurrencias felices con la misma displicencia aparente con que observaba a sus congéneres. En la estricta intimidad, confesaba ser esencialmente tímido: casi nadie le creía, pero estaba diciendo la verdad. En esos ojos verdigrises, algo exorbitados, muy abiertos siempre, como sorprendiéndose de lo que veía u oía, asomaba, sin embargo, la chispa de bondad tan celosamente ocultada, la preocupación por el bienestar del prójimo. Cuando Sara Gallardo, la eximia novelista, fue a vivir con su hijo Sebastián, entonces niño, en uno de los edificios alzados en la colina de "El Paraíso", Manucho, sabiendo que ella atravesaba una difícil situación económica, pagó de su bolsillo todos los servicios y las expensas de la casa durante el tiempo en que Sara vivió allí.
Otra mujer, la propia, Ana de Alvear Ortiz Basualdo, tuvo un papel fundamental en la vida del escritor. Ella supo rodearlo del sosiego indispensable para la creación literaria, eximiéndolo de los trajines domésticos y familiares: "Yo no podría haber escrito mi obra sin la tranquilidad con que ella supo rodearme. Tener una casa montada, no preocuparse por las cosas domésticas, ayuda mucho. Además, Anita me ha tenido una paciencia inagotable. Es una mujer muy inteligente, muy comprensiva; sobre todo eso, muy comprensiva". Cualidad heredada, al parecer, de su madre, Felisa Ortiz Basualdo de Alvear, a quien Manucho admiraba.
Aunque siempre se era bien recibido en casa de los Mujica, primero en la residencia de la calle O´Higgins, en Belgrano (inolvidables, las multitudinarias recepciones en sus cumpleaños, los 11 de septiembre, cuando la escalera amenazaba desplomarse por el vaivén de los celebrantes) y luego en El Paraíso, acceder a la intimidad del escritor no era fácil. Rara vez se libraba a una confidencia personal: preservaba su fuero íntimo celosamente, aun frente a amigos de probada fidelidad. En esos raros momentos, abandonaba el disfraz y podía entreverse a la persona real. "Mirá en lo que me han convertido los años y la enfermedad -me dijo un día, inesperadamente, mientras por casualidad entrábamos juntos a un recinto de la Feria del Libro-: en un chino de marfil." En efecto: muy pálido, canoso (apenas si las cejas espesas conservaban algún hilo oscuro), vestido de blanco, apoyado en una frágil varita de bambú, semejaba una de esas menudas tallas venidas de las Filipinas.
Otras presencias femeninas aletearon muy cerca de Manucho. Intrigado por el más allá, los cultos esotéricos y el misterio del universo (y de nosotros mismos), recurría con frecuencia a las videntes -siempre eran mujeres-, de las que hubo muchas a través de los años. Algunas supieron explotar hábilmente su credulidad y su generosidad; otras parecían realmente dotadas de singulares virtudes proféticas. Mujica Lainez era esencialmente un espíritu religioso. Cumplía con las exigencias del dogma católico, pero no podría asegurarse que fuese un creyente convencido. Porque, una vez más escudado en la travesura, proponía adherir a la apuesta de Pascal: "¿Y si a fin de cuentas fuera verdad? Por las dudas...". Más de una vez le oí decir: "Sólo le pido a Dios que sea tan benévolo con mis faltas como yo lo soy conmigo mismo".
© LA NACION
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