Mucho más que una sala de profesores
La tenía pendiente desde comienzos de año, cuando estuvo entre las nominadas al Oscar a la mejor película extranjera. La terminé viendo hace unos días, luego de su estreno en Max, e impulsada no tanto por la cinefilia sino por una temporada donde anduve abrumada por ciertas cuestiones escolares, chats “de mamis y papis” de los que es demasiado fácil reírse (para no llorar) y alguna sospecha de que a la escuela le pedimos todo y le damos prácticamente nada.
Una colega me recordó que andaba por ahí El salón de profesores, del director alemán de origen turco İlker Çatak, y allí fui, esperando algo de catarsis, alguna historia en la estela de las francesas Entre los muros o Ser y tener.
Y me encontré con otra cosa. El salón de profesores, efectivamente, transcurre en una escuela –no hay otro espacio en la película que el de las aulas– y pone el foco en los vínculos que la habitan. Pero al hacerlo, apunta un poco más allá. Indaga en un malestar que excede al de alumnos y profesores; habla de una opresión –la contemporánea– hecha de tantas contradicciones que ya nadie sabe por dónde tirar para desenredar la madeja.
En apariencia, la anécdota es simple. En una escuela se vienen sucediendo reiterados robos, no hay manera de dar con el responsable y las autoridades –que se deben a uno de los principios de la institución, la “tolerancia cero” con ese tipo de situaciones– deciden extremar medidas. El resultado: exasperación, paranoia, una suerte de guerra larvada, horizontal y vertical, de todos contra todos, donde los buenos modales, la hipocresía no asumida y las frases henchidas de buenas intenciones parecen todo el tiempo a punto de naufragar. De hecho, se desmoronan en más de una ocasión.
"Los adultos no paran de fracasar en eso que se espera de ellos: ser una instancia ordenadora en serio, ni autoritarios con piel de oveja, ni displicentes con mano de hierro"
Si tuviera que resumir, muy arbitrariamente, lo que vi en El salón de profesores, diría que asistí a una escena conocida: adultos exasperados, desbordados y confundidos; chicos que parecen desafiarlos, pero que en realidad están terriblemente solos. Aunque sus temáticas no son estrictamente iguales, me hizo pensar en La inocencia, película del japonés Hirozaku Koreeda que también se estrenó este año, donde buena parte de las acciones transcurren en una escuela, y donde los adultos no paran de fracasar en eso que se espera de ellos: ser una instancia ordenadora en serio, ni autoritarios con piel de oveja, ni displicentes con mano de hierro.
Si en La inocencia la bondad y la luz quedan del lado de Yori y Minato, los dos pequeños protagonistas, en El salón de profesores la dignidad y la belleza brillan en el también pequeño Oskar, en especial en la escena que cierra la película y sobre la que no emitiré spoiler alguno. Y está también Carla (la actriz Leonie Benesch), docente genuinamente bienintencionada, que intenta “hacer lo correcto” y a la que todo le sale mal.
Desde el minuto uno el director de la película logra que percibamos la presión que, como una montaña, se desploma sobre Carla. Se sufre con ella, se sienten su inseguridad, sus nervios, su desgarrada voluntad por hacer las cosas bien. Pero toma una mala decisión –en un entorno donde todos lo vienen haciendo– y descubre que pertenece al club de los chivos expiatorios.
No es fácil, El salón de profesores. Deja un regusto amargo. Y un deseo fuerte de abrazarlos a los dos, Oskar y Carla, alumno y profesora que terminan capturados por un alud que no produjeron, enlazados en una ventanita mínima: ella le alcanza, al chico de familia no pudiente fustigado por nerd, un cubo de Rubik; él se lo devuelve, resuelto. En medio del caos, las agresiones gentilmente solapadas y el blablá agotador de esta época –todos, incluidos los alumnos mayores, tienen grandes discursos para no decir nada– la docente y el niño que solo querían hacer las cosas bien, se sonríen en silencio y, brevemente, encuentran algo de paz.