Mucho más que Honoré de Balzac
Hay momentos a los que uno, cuando los vive, no les da la real trascendencia que habrán de tener en su existencia. Tendría 24 años. Era alumno de la Facultad de Filosofía y Letras. El edificio donde se cursaban las clases estaba todavía en la calle Viamonte, entre San Martín y Reconquista (allí, funciona hoy el Rectorado de la UBA); en la esquina de San Martín, en el último piso del flamante edificio que enfrentaba a la iglesia de las Catalinas, funcionaba la revista Sur. Una cuadra más allá, sobre Viamonte, a pocos metros de la esquina de Florida, se encontraba la meca de muchos de mis deseos más costosos: la librería Galatea que, por supuesto, vendía libros en español, pero se especializaba en literatura francesa en lengua original. A lo largo de sus repisas, se alineaban los clásicos de Francia y, en sus vidrieras, se exhibían las novedades llegadas de París. La atendían sus dueños: Félix Gattegno, un francés muy culto, más bien bajo, pipa en boca, con un fuerte acento, que en Francia había frecuentaba los círculos intelectuales, sobre todo a los surrealistas; y su socio Pierre Goldschmidt, muy simpático, envuelto en el prestigio heroico de haber sido miembro de la Resistencia durante la Segunda Guerra.
Entraba en Galatea, una vez por semana, para “mirar lo que había”. A menudo, compraba. Los dueños me habían registrado y, a veces, Gattegno charlaba conmigo. Me distinguía porque, en una circunstancia, no sé a propósito de qué, se había enterado de que había leído Proust. Un día, se acercó y me dijo que, por razones económicas, tenía que hacerse de dinero en efectivo y había puesto en oferta, para clientes habituales, una serie de obras. “Usted que leyó a Proust, no puede dejar de leer a Balzac”, me dijo. “Lo que le propongo es que se lleve los diez tomos de La Comédie humaine, en la edición de La Pléiade”. Quedé atónito porque, antes de que me dijera el precio, sabía que La Pléiade estaba más allá de mis posibilidades y, en particular, de las de mi padre, de quien yo dependía y que, cinco años antes, me había comprado À la recherche du temps perdu en París, después de haber terminado mi bachillerato. ¿Qué idea alocada se había hecho Gattengo de mi situación económica? Me dijo la suma. Era, de verdad, una muy buena oferta. Tan buena que, en pleno delirio, le respondí: “Lo voy a pensar, tampoco yo dispongo de dinero”.
Con culpa anticipada, de regreso a mi casa, sin saber cómo decirlo, le pedí esa locura a mi desdichado padre que, por si fuera poco, no tenía un hijo con vocación de ingeniero, como él había deseado. Me miró muy serio. Me dijo: “Me estás pidiendo mucho más que Balzac. Si pedís eso, y yo accedo, no hay vuelta atrás”. Era un inmigrante, un técnico; pero sabía versos de Dante Alighieri de memoria y se emocionaba cuando recordaba a su pequeña ciudad natal en Las Marcas, a pocos kilómetros de Recanati, ciudad natal de Giacomo Leopardi, su poeta preferido. Él me había recitado Il colle dell’ infinito, el hermoso poema del “Gobbo” (jorobado”), cinco años antes, cuando visitamos juntos el Palazzo Leopardi. Registré muy bien lo que decía, pero no quise pensar demasiado el asunto: estaba casi aterrado. Le dije: “Te entiendo”, lo que era verdad. Y repetí: “No hay vuelta atrás”. ¿Él ignoraba o sabía que la segunda parte de mi respuesta era una huida hacia adelante? Recibí el “don” –qué palabra usar– como si lo hubiera robado.
Al día siguiente, salí de Galatea con dos paquetes de cinco volúmenes cada uno, atados por sendos cordeles. Aún hoy, no siento que haya retribuido del modo debido ese don paterno y espiritual. Eso sí, lo acepté y lo vivo en plena conciencia. No retrocedí, pero sé que jamás llegaré a destino.