Esta crónica de las entrevistas con Khadafy se publicó originalmente en LA NACION el 3 de marzo de 2011.
Sentada en un minúsculo puf frente a ese trono de pacotilla, los zapatos del coronel Muammar Khadafy me llegaban casi a la altura de la nariz. Después de haber pasado varias semanas recluida en un hotel "virtualmente secuestrada" esperando para hacer esa entrevista, estar en esa humillante postura de sumisión aumentaba mi irritación.
"De modo que usted es argentina y viene a hablarme de la heroica resistencia de su gobierno contra el imperialismo mundial", dijo en árabe, sin dignarse a mirarme, mientras un miembro de su séquito traducía al inglés.
"No, coronel. Vengo a entrevistarlo sobre el avión lleno de armas que usted envió a Galtieri durante la Guerra de Malvinas, y los caballos que recibió de su parte en agradecimiento", contesté.
De modo que usted es argentina y viene a hablarme de la heroica resistencia de su gobierno contra el imperialismo mundial
Esta vez me miró fugazmente y volvió a desviar los ojos. Como la mayoría de la gente del desierto, Khadafy rara vez fija la mirada directamente en su interlocutor. Con los ojos entrecerrados, prefiere conservar esa actitud indiferente y hierática de los dioses, con la esperanza de hacer sentir su superioridad al resto de los mortales. La estratagema hubiera funcionado, de no haber sido por esos zapatos. Esas chancletas sin talón, de cuero barato y punta hacia arriba, confirmaron el presentimiento que se había abierto camino en mi espíritu durante ese mes de espera.
Esas babuchas de Aladino –para llamarlas correctamente–, inexplicables en toda esa puesta en escena, me permitieron tomar la distancia necesaria para comprender que ese hombre era un desequilibrado. Y que, como suele suceder con la mayoría de los psicópatas megalómanos, había conseguido contagiar su enfermedad a toda una sociedad que, por entonces y desde la década del 70, lo seguía ciegamente.
Media hora antes, una caravana de tres vehículos oficiales había llegado a buscarme al lujoso hotel donde me habían alojado. Sin decir una palabra, me llevaron a toda velocidad por las calles desiertas de la ciudad hasta el cuartel de Bab al-Azizya, el mismo que cuatro años después Ronald Reagan haría bombardear con la aviación de Estados Unidos. El mismo desde cuyas ruinas Khadafy arengó a sus seguidores la semana pasada en plena sublevación popular.
Terminé en una carpa beduina plantada en el patio central del cuartel. El Guía Supremo de la Yamahiriya Árabe Libia, Popular y Socialista estaba sentado en un sillón de campaña, vestido con un buzo de piloto de caza caqui y un turbante beduino en la cabeza. Y para que la escena fuera realmente imponente, sus asistentes habían posado ese sillón sobre un montículo de arena de unos 50 centímetros de alto, cubierto de alfombras.
Justo enfrente estaba el puf. Y yo me encontré mirando sus babuchas deslustradas por el uso, presa de un ataque de risa por lo absurdo de la situación.
"Los caballos están bien. Los tengo en Sirte", respondió esta vez en inglés, aludiendo a su pueblo natal.
Todo había comenzado, en efecto, por culpa de esos animales. A través de una buena fuente supe que una unidad de veterinaria del Ejército Argentino preparaba dos caballos que debían partir a Libia en el mismo avión que había traído un pequeño arsenal al país para el régimen militar. La nota era interesante. La investigación no fue complicada y una revista latinoamericana la publicó.
Días más tarde, los libios me invitaron a entrevistar al Guía Supremo. El 14 de noviembre de 1982 estaba en Trípoli. Un mes después, con el pasaporte en manos de vaya uno a saber quién, seguía esperando que se dignara a recibirme.
Durante todo ese lapso tuve tiempo para tomar el pulso del régimen, uno de los más cerrados, absurdos y caóticos del planeta. En 1982, Libia era un auténtico Estado policial, donde todo el mundo espiaba a todo el mundo y cada uno de los libios dependía del régimen para sobrevivir. Estados Unidos había decretado un embargo contra su petróleo. Estaba prohibido el turismo, y el comercio y la industria eran prácticamente inexistentes. Nadie podía salir o entrar en el país sin ser autorizado por el régimen.
Ya por entonces, fuentes diplomáticas extranjeras en Trípoli afirmaban que Khadafy era tratado por psiquiatras de Alemania del Este, país que tenía consejeros instalados en todos los sectores del gobierno.
Lecciones del Guía Supremo
En esa primera entrevista, el Guía Supremo me dio una lección sobre la necesidad de terminar con el imperialismo e imponer la revolución popular y socialista en todos los rincones del planeta.
"Pero usted debe saber que el régimen militar argentino no es precisamente admirador del socialismo y menos de los gobiernos populares", señalé.
"Son patriotas que hacen la guerra al imperio y son profundamente antijudíos. Y ahora hábleme de su país", respondió.
Siempre sería así, en cada una de mis visitas. Khadafy no escucha: perora.
Esa respuesta me permitió comprender rápidamente por qué ese régimen financió durante 40 años todos los movimientos de extrema izquierda de los cinco continentes, pero también todas las extremas derechas del mundo: los primeros por revolucionarios, los segundos por antijudíos y todos por antinorteamericanos. Los extremos siempre terminan por tocarse.
Pruebas
Tuve las pruebas de todo eso en abril de 1983, cuando llegué por segunda vez invitada al Congreso Internacional del Libro verde, en Benghazi.
Publicado por primera vez en 1975, en ese pequeño libro Khadafy rechaza la democracia parlamentaria y preconiza la creación de una Yamahiriya (Estado de masas), inspirada en la democracia directa y basada en comités populares. En realidad, esos comités le sirvieron para imponer una política autocrática y represiva durante más de 40 años.
El Guía me recibió en el cuartel de Al-Foudheil Bou, que los bengacíes quemaron y saquearon la semana pasada por considerarlo un símbolo del autoritarismo y la represión del régimen.
Estaba vestido de césar. Con una toga blanca y larga ribeteada con un galón dorado. Llevaba sobre un hombro un chal de la misma tela y sandalias en los pies.
"How do I look? (¿Cómo estoy?)", preguntó cuando entré en la biblioteca de su residencia personal, situada en el corazón del cuartel. Frente a un espejo, dándome la espalda, se acomodaba delicadamente con dos dedos el pelo rizado.
Las bibliotecas que tenía Khadafy, tanto en Trípoli como en Benghazi, eran realmente impresionantes: estantes y estantes llenos de libros en espacios amplios y concebidos, sin duda, por profesionales.
Pero los anaqueles de madera clara estaban ocupados únicamente por decenas de ediciones diferentes de una sola obra: su famoso Libro verde.
Entonces tuve la sensación de que su estado mental se había deteriorado. Gente allegada al régimen me informó en esa ocasión que sus hombres de confianza habían conseguido quitarle la famosa valija de comando -de la que nunca se separaba- y que le permitía desencadenar un ataque militar desde los rincones más recónditos del desierto.
Esa vez me alojaron en un barco anclado en el puerto de Benghazi. A bordo encontré, entre otros, a los representantes de todos los partidos comunistas y de extrema derecha latinoamericanos, incluidos miembros de la Tacuara argentina o del Arena salvadoreño. Pero también estaban allí algunos líderes de sus adversarios del FMLN de ese país.
Para evitar encuentros desagradables, el régimen alojaba a unos en el barco y a otros en un lujoso hotel de la ciudad que ahora se ha transformado en la capital de la rebelión anti-Khadafy.
Tercer viaje
Mi tercer y último viaje se produjo en abril de 1985, cuando fui a entrevistarlo para la televisión francesa. En un marco de tensión con varios países europeos, Khadafy fue breve: lo único que le interesaba era recordarle al gobierno de Gran Bretaña que en Libia había un número considerable de sus ciudadanos que podían quedar "retenidos indefinidamente". Con razón, los franceses no difundieron ese material y yo decidí no volver a Libia.
Años después, una foto de aquella estada en Benghazi me dio la razón. Sentado cerca de mí, escuchando la intervención del Guía de la Revolución durante el Congreso del Libro verde aparece el guardaespaldas que el régimen me había asignado en cada uno de mis viajes. Se trataba de Abdelbaset Ali Mohmed al-Megrahi, el hombre que cometió el atentado contra el Boeing 747 de PanAm que estalló en 1988 sobre la ciudad escocesa de Lockerbie con 270 personas a bordo.
¿Por qué la elegimos?
El dictador que gobernó Libia durante más de cuatro décadas hasta ser derrocado poco antes de morir, en 2011, fue entrevistado tres veces por Luisa Corradini, corresponsal de LA NACION en Francia. Muammar Khadafy la recibió por primera vez en Trípoli en 1982, tras hacerla esperar un mes en un hotel con el pasaporte retenido. Volvió a invitarla en 1983, con motivo del Congreso Internacional del Libro verde, y en 1985, en un marco de tensión con varios países europeos. Esta crónica, que reconstruye esos encuentros, retrata al excéntrico tirano que financió movimientos de extrema izquierda y derecha en los cinco continentes.