“Moriremos de muerte natural”: el pueblo belga que era la capital del libro y ahora está en riesgo
En los años 80, un grupo de libreros se instaló en graneros abandonados de Redu y transformó el lugar en un imán literario; ¿qué pasa cuando la gente empieza a comprar menos libros?
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Redu, BÉLGICA.- Hace casi 40 años, a esta comunidad la salvaron los libros. El pueblo se estaba achicando: los empleos rurales habían desaparecido y las familias se iban de este bucólico rincón de la Bélgica francófona. Pero a mediados de la década de 1980, un grupo de libreros se instaló en los graneros abandonados y transformó este lugar en un imán literario. Ese pueblito de 400 habitantes tenía 25 librerías —más librerías que vacas, según los lugareños— y por sus pintorescas calles pululaban miles de turistas.
Pero ahora han cerrado más de la mitad: algunos de los libreros murieron, otros se fueron porque el negocio ya no les permitía ganarse la vida, y los que quedan tienen más de 70 y no saben lo que pasará cuando ya no estén. Y no es solo un negocio lo que está en riesgo, sino la identidad de Redu, que ostenta el título de “villa del libro” y donde los postes de luz y los tachos de residuos están adornados con jeroglíficos bibliófilos.
¿Qué hacer cuándo la principal atracción de un lugar deja de serlo? Ese es el desafío que enfrenta hoy el pueblo, una de las “villas del libro”.
“La vida cambia, pero nada es la muerte de nadie”, dice Anne Laffut, alcaldesa de Libin, la municipalidad a la que pertenece el minúsculo poblado. “Las cosas evolucionan.” Redu ocupa un lugar destacado en la historia de las “villas del libro”, un título honorífico que se originó en la década de 1960 con Richard Booth, un excéntrico británico que desembarcó con cientos de miles de libros a la ciudad comercial galesa de Hay-on-Wye.
Booth, que murió en 2019, transformó Hay-on-Wye en una capital mundial del libro usado, que atrajo a numerosos libreros que a su vez abrieron sus propios locales. Su éxito inspiró a las comunidades rurales en crisis alrededor del mundo a rehacerse a sí mismas como ciudades de libros, con la esperanza de atraer turistas y reactivar sus economías. Y Redu fue la primera en imitar a los galeses.
Entusiasmado por su visita a Hay-on-Wye a fines de la década de 1970, Noel Anselot, un habitante de medio tiempo de Redu, ideó una estrategia similar para su casa de fin de semana, según una breve historia del lugar escrita por Miep van Duin, que a los 76 años es la decana de los libreros de la aldea.
El fin de semana de Pascua de 1984, aproximadamente 15.000 personas se acercaron a Redu para comprar libros antiguos o simplemente usados, que los vendedores desplegaron en puestos en la calle o en establos abandonados. Los libreros decidieron quedarse. Pronto se sumaron otros, además de un ilustrador, un encuadernador y un fabricante de papel. Era una comunidad ecléctica y contracultural. También llegaron familias jóvenes, y la entonces apagada escuela volvió a llenarse de nuevos estudiantes.
La pièce de résistance: por primera vez en años, Redu tenía su propia panadería.
El pueblo, concluye van Duin en su breve historia, “había renacido”.
“Tenía mucha más vida entonces que ahora.” En la actualidad hay doce librerías o incluso menos, según cómo se cuente, o más bien quién: los más optimistas sobre el futuro de las librerías son los que mencionan un número mayor. Los menos esperanzados dicen que su oficio ha pasado de moda y que la gente, especialmente los jóvenes, lee menos libros.
“Nuestros clientes son personas cada vez más grandes”, dice Paul Brandeleer, propietario de la Librairie Ardennaise. Brandeleer fue uno de los pioneros de la Pascua del 84. Su inventario incluye volúmenes de cientos de años de antigüedad. Lo cierto es que a los 73 años, vive de su jubilación. El cartel de su local antes decía “compra y venta” de libros usados, pero ahora la palabra “compra” está tachada. No quiere más libros. “Tengo 30.000 ejemplares que cuando ya no estemos van a ir a la basura”, dice el librero con desazón. “A ninguno de nuestros hijos le interesa seguir con el negocio.” Mientras observa las hileras de libros de su local, el techo bajo y las paredes de ladrillo, Brandeleer lanza una metáfora libresca: “Me siento el último de los mohicanos”.
Un par de locales más allá, el propietario de la Bouquinerie Générale, una librería especializada en historietas y tiras cómicas, tiene una comparación más propia de ese género. “Somos como Asterix: la última aldea que resiste contra todo”, dice Bob Gossens, en referencia a la historieta francesa sobre un pequeño pueblo galo que resiste al Imperio Romano.
En ese contexto, los romanos vendrían a ser las empresas tecnológicas globales o los empresarios de Silicon Valley, que van alejando a su clientela con cada nueva aplicación.
“Internet está destruyendo todo”, dice Gossens, de 73 años. Hoy en día, y más allá de un grupo de clientes habituales que lo visitan por sus ediciones raras, casi no tiene clientes nuevos. Y también ha notado que los que sí se detienen, suelen recorrer el local como si fuera una exhibición de artefactos de otra época, y no un negocio en funcionamiento. “Vienen acá como quien va al museo”, dice. Gossens predice que las librerías del pueblo no tendrán un final novelesco ni digno de una historia. “Moriremos de muerte natural”, ironiza.
"Internet está destruyendo todo”. Más allá de un grupo de clientes habituales que lo visitan por sus ediciones raras, Bouquinerie Générale casi no tiene clientes nuevos."
Bob Gossens, 73 años
Miembro fundador de la Organización Internacional de las Villas del Libro, Redu es parte de una red de comunas en situación similar. Van Duin, que fue la primera presidenta de la organización, dice que las aldeas del libro que todavía son prósperas están en Gran Bretaña, como la escocesa Wigtown, también sede de un prestigioso festival literario.
“Si vas a una villa del libro en el Reino Unido en noviembre, a veces tenés que hacer fila para pagar”, dice van Duin. “Acá, cuando entran a comprar un libro fuera de temporada te dan ganas de besarlos.”
Si bien los días de gloria probablemente no regresen, van Duin tiene la esperanza de que Redu conserve su ambiente artístico, por más que las librerías no sean el rasgo preponderante. “Seguirá siendo un pueblo especial, porque esa reputación no desaparece tan fácilmente.”
Se trata de un proceso natural en el ciclo de vida de una localidad, según Maarten Loopmans, profesor de geografía de la Universidad KU Leuven, Lovaina. Para que una comunidad como Redu sobreviva, una nueva generación tarde o temprano tendrá que asumir el mando y lograr un equilibrio entre “la viabilidad del lugar para ellos mismos y la moneda de cambio con el mundo exterior”, señala el académico.
“Estoy bastante seguro de que seguirá siendo un lugar atractivo para los turistas”, agrega Loopmans. “Pero tendrá que reinventarse y vender una nueva historia, más atractiva para nuestros días.”
Cuando Johan Deflander y Anthe Vrijlandt decidieron mudarse a Redu, hace unos seis años, todos sus amigos les dijeron que era un error. “¡Pero cómo van a comprar una casa ahí! ¿Redu no es el pueblo que está al borde de la muerte, dónde antes había librerías?”, recuerda Deflander. La pareja, que tiene poco más de 50 años y vive parte del año en Kenia, quería abrir un local distinto, “superador de la idea de una librería de segunda mano, vieja, mohosa y en quiebra”, dice Vrijlandt.
“La clave está en cómo lo contás, el relato que armás”, dice Deflander. “A los que están acá en Redu desde hace mucho les cuesta cambiar ese relato. Pero nosotros podemos darnos el lujo de no quedarnos estancados en el pasado”, apunta Vrijlandt.
"La clave es cómo lo contás. A los que están en Redu hace mucho les cuesta cambiar ese relato, pero nosotros podemos darnos el lujo de no quedarnos estancados en el pasado."
Johan Deflander y Anthe Vrijlandt, nuevos pobladores
El local de la pareja se llama La Reduiste y organiza veladas de jazz y proyecciones de películas, además de vender libros en varios idiomas y de servir un excelente café expreso y cerveza belga. Los libros, o tal vez con igual importancia, la idea de los libros en sí como símbolos de confort o sofisticación pintoresca, siguen siendo el centro del negocio, un modelo de negocios que según sus propietarios podría aplicarse en toda la aldea. La Reduiste, señalan, es rentable.
“El futuro está en el vínculo entre los libros y el arte en general”, dice Deflander, mientras él y Vrijlandt se turnan para atender el bar y saludar a la clientela. “Se pueden hacer muchas actividades culturales interesantes cuando uno acepta abrirse de la idea de vender exclusivamente libros.”
Una nueva generación muy activa
Uno de los problemas más inmediatos de Redu tiene que ver con la escuela, un edificio de piedra señorial abandonado en el centro de la ciudad. La alcaldesa Laffut convocó a una reunión para discutir los posibles usos futuros del edificio y asistieron unas 70 personas, casi la cuarta parte de la población de la aldea. La funcionaria dice que el entusiasmo de la gente fue muy reconfortante.
“Hay un cambio de mentalidad”, dice Laffut. “Los mayores piensan que el pueblo está cambiando y los desilusiona el cierre de las librerías. Pero en Redu hay una nueva generación muy activa y con ganas de que el pueblo salga adelante.”
Laffut es alcaldesa del municipio desde hace 15 años y no está preocupada por el futuro de Redu. La situación geográfica del pueblo en esa vasta región de bosques y colinas que son las Ardenas belgas, dice Laffut, implica que siempre será atractiva para los amantes de la naturaleza. La buena gastronomía local y la cercanía con el Euro Space Center también ayudan.
Pero la novedad más significativa a nivel local tal vez haya sido la apertura de Mudia, un museo de arte interactivo inaugurado en 2018 en una antigua vicaría y que contiene obras de Picasso, Rodin y Magritte. El museo ha potenciado la reputación de Redu como destino de elección para escultores y pintores, y es el ejemplo más visible de esa transición de “villa del libro” a “ciudad de las artes”.
Roland Vanderheyden tiene un pie en el pasado de Redu, y otro en su futuro. Trabajó a tiempo completo como encuadernador durante décadas, y en los últimos años dejó para dedicarse a la pintura. Actualmente, en los cuatro ambientes que antes ocupaba su taller maneja una galería de arte junto a su esposa, Annie Kwasny. Ambos tienen 75 años y están convencidos de que es el camino que Redu tiene que seguir. “Abrimos esta galería para empujar el pueblo hacia las artes en general. Lo cierto es que el pueblo está en transición.”
Otros, como van Duin, prefieren ser espectadores de esos cambios desde afuera. Su local, De Eglantier & Crazy Castle, está conectado a su casa, y van Duin planea mantener todo igual mientras el cuerpo aguante.
Su librería está en un granero renovado muy bien equipado y es un excelente ejemplo de la anterior gran transformación que experimentó Redu, de una comunidad rural en extinción a reducto de las letras, hace cuatro décadas. “Me parece que el proceso de cambio que está en marcha es natural, y también inevitable”, dice la librera.
(Traducción de Jaime Arrambide)
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