Montiel y la belleza de los gestos
Una semblanza del músico, gestor cultural, especialista en ciudades y delantero potente y veloz, que nació en 1968 y falleció hace unos días
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Una tarde de mayo, en 2019, con Pablo Montiel compartimos un almuerzo tardío en un bodegón de la calle Bolívar, justo frente al Colegio Nacional de Buenos Aires. No nos resistimos al plato del día, y pasamos a valores unas suculentas milanesas con papas fritas. ¿Habremos compartido un flan mixto? No lo recuerdo. Lo que sí recuerdo es que antes de despedirnos fuimos a la Plaza de Mayo y nos sacamos fotos en plan turistas con el Cabildo, con la Casa Rosada, con la Catedral, con la Pirámide de Mayo y con los edificios que dan a Diagonal Norte. Podríamos haberla mandado a alguno de los grupos de whatsapp que compartíamos con nuestros amigos, pero no lo hicimos. Tampoco las subimos a las redes sociales. Mantuvimos en privado una oda a la diversión barata, ¿O no es acaso en esos actos, de la pavada celestial en avalancha, que se construyen las amistades más profundas? De alguna manera, hicimos honor a una frase (“tirar un caño en el área, y hacerlo porque sí”) de la canción que le da título a su primer disco como solista, La belleza del gesto (2005).
Escribo estas líneas con el corazón destrozado y la cabeza como si hubiera sido el punching ball de Ringo Bonavena. Hace unas horas, después de una horrible agonía, Pablo Montiel, mi amigo y el amigo de tantos, ha pasado a otro plano. Y me toca (nos toca) empezar a convivir con su ausencia. A transformar la bronca y la tristeza en un recuerdo alegre, en el agradecimiento al cosmos por haber tenido el privilegio de haber compartido una buena parte de nuestras vidas juntos. Sin entrar en detalles escabrosos, sus últimos años fueron una pesadilla inconmensurable. Sin embargo, Montiel hizo de una frase que escribió Cachorro López y que cantaba Miguel Abuelo, una bandera: “A pesar de toda pena, siento que la vida es buena”. Y le sacó el jugo a cada minuto de su existencia con una energía apabullante. Sin pretender ser un ejemplo de nada, nos enseñó a entender, agradecer y valorar cada minuto de nuestra existencia.
“Asesor urbano. Gestor de ciudades y agitador cultural. Trabajó en 109 ciudades y flaneurió otras 80 en 20 países. Le gusta más descubrir lo que las iguala que lo que las diferencia”. Así lo presentábamos en la revista Brando, cuando terminó su maestría en Gestión y Planificación de Ciudades y empezó a escribir unas columnas antológicas sobre urbanismo.
Pablo era un melómano consuetudinario, un gran lector y gran recomendador de libros, un gestor de planes hedonistas (del museo al bodegón), un arqueólogo de la cultura nacional y popular, con una fascinación por los 70 y los 80, las décadas en las que forjó su educación sentimental.
Nuestra amistad se fortaleció en las canchitas de fútbol que compartimos durante más de tres lustros. Pablo era un delantero potente y veloz, habilidoso, punzante, letal. Pero el fútbol, para nosotros, era la excusa para lo que venía después: la parrillada, la tortilla babé, la charla del universo al bife.
Compañero de asados y de tertulias, Pablo era un gran conversador, una fuente de inspiración, un gran consejero, era todo lo que se le puede pedir a un amigo.
De su paso por este plano queda su obra (sus discos, el libro Gestión cultural para el desarrollo, en colaboración con Bruno Macciari), sus clases (de Flacso a La Sorbona), sus canciones, su sonrisa gardeliana, su pasión por River Plate, su admiración por Gallardo, su devoción por Charly García y David Bowie. Y queda también una red de amigos, de agradecidos, de discípulos, de un tipo enorme.
Ahora nos quedan las lágrimas por la pérdida, la tristeza infinita por la ausencia, y el eco de su risa al final de cada anécdota apoteósica. Y queda, lo más importante de todo, la dulzura y la sensibilidad de Lara, la hija que tuvieron y criaron con Carla, como la obra más sublime de una vida virtuosa.