Moby Dick y otras fantasías marinas
Largas temporadas en la costa disparan mis fantasías: los marineros, los botes que traen pesca fresca a la playa cada mañana, los restos de naufragios. Todo lo relacionado con el mar me fascina. Muelles y faros. Caracoles. Gaviotas. Y libros de altamar, como este protagonizado por una terrible ballena blanca que tengo entre manos.
El día que llegué a San Bernardo comencé la lectura colectiva de Moby Dick, un capítulo por día; con un montón de personas que no conozco comentamos cómo avanza la historia, compartimos imágenes, mapas, construimos glosarios. Es mi primera experiencia grupal y le tenía desconfianza: no me gusta leer a un ritmo pautado. Con los días aprendí que el Everest no se sube en solitario: hay libros que conviene escalarlos en excursiones como esta, que se socializa en Twitter por iniciativa de Diego Cano con el hashtag #MobyDick2022. Me reservo un momento de la tarde para esta aventura de hojas amarillas, un ejemplar que compré –no por razones estéticas (aunque también porque me gustan los libros añosos)–, sino porque no creo que haya mejor traducción que la de Enrique Pezzoni, dos tomos impresos en 1970 para el Fondo Nacional de las Artes. Por ejemplo, traduce del inglés una frase que me guardo del capítulo once: “Cuando nos jactamos de estar muy cómodos y de haberlo estado durante largo tiempo, ya no podemos afirmar que seguimos estando cómodos”. Un amigo me lee desahuciado su versión: “Si nos lisonjeamos de que estamos a gusto por entero…”. Traduttore, traditore.
Al leer con otros, también compartimos ansiedades: esperamos trece capítulos para que Ismael, el narrador, se hiciera al mar y veintiocho para conocer al capitán Ahab. A veces los subrayados vienen a explicarme cosas que vivo. Todas las mañanas vamos con mi perra a la playa, solas, caminamos, nos metemos en el mar, nos secamos al sol. Me siento igual que el arponero Queequeg cuando leo: “Parecía enteramente a sus anchas, dueño de la más perfecta serenidad, contento con su propia compañía, siempre igual a sí mismo”. Coincido con Melville desde la primera frase: “Pensé darme al mar y ver la parte líquida del mundo. Es mi manera de disipar la melancolía y regular la circulación”. El baño diario en aguas saladas lava el cansancio de un año, repara mis averías y escampa toda tormenta. A veces despierto convencida de que soy un marinero de altamar y que es todo un malentendido, que yo no sepa nadar ni timonear un barco.
Hay algo en la lucha entre hombres y monstruos marinos que me subyuga. Cuando era chica mi papá pasó una temporada entera intentando pescar (o cazar) un tiburón con unos vecinos. Se iban de la mañana a la noche a una playa alejada. El día que mi mamá, que se la pasaba sola en la playa con tres niñas, lo esperaba con el ultimátum, volvió con la noticia de que lo había logrado. Desde entonces, cada vez que por algún motivo se abría el sótano, con mis hermanos –llegamos a ser seis– corríamos a espiar la mandíbula de dientes afilados que ahí, en las profundidades de la casa, guardaba.
Fantaseo también con el capitán. En mi cabeza no es como Gregory Peck en la película de 1956, se parece más al pescador que veo al amanecer salir del mar en una lancha herrumbrosa llena de peces. El viejo Jeep con que la saca de la playa es un rejunte de chapas que aún funciona a resoplidos. “Todo su cuerpo, alto y grande, parecía hecho de sólido bronce, fundido en un molde impecable”, describe Melville a su Ahab.
Me sumerjo en el libro sobre una hamaca paraguaya que se mece como la panza de un barco o de una ballena. O sentada en la orilla. Lo cierro y entro al mar. Con el agua hasta los muslos, piso algo patinoso, grande, aterrador como todo lo que tocamos y no podemos ver en el agua oscura y fría. Salgo corriendo y me vuelvo a meter unos metros más allá: otra vez piso la cosa resbaladiza. Es mi primer encuentro cercano con el fantasma de Moby Dick. No creo que sea el último.
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