Mil días con Roberto Arlt
El autor de Los siete locos compartió los últimos años de su vida con Elisabeth Shine, a la que hizo su esposa en 1940 y con la que tuvo un hijo, Roberto. En esta entrevista, la viuda de Arlt evoca la relación que la unió al escritor. Además, recuerda las costumbres de ese hombre atormentado que se ganaba la vida en el periodismo y buscaba hacerse rico con el invento de medias de mujer cuyos puntos no se corrían.
TODO comenzó el sábado 20 de mayo de 1939, cuando salí de mi trabajo en la editorial Haynes, en Río de Janeiro 300, antes del mediodía, para ir de compras. Había un hombre parado en la vereda, me abordó. Era Roberto Arlt, con el que había conversado alguna vez. El vivía en una pensión en la otra cuadra. Más tarde me confesó que, para darse coraje y salirme al encuentro, se había tomado un vermú en el café de Rivadavia y Río de Janeiro. Y terminó acompañándome a mi casa en la calle Iberá, en el barrio de Núñez, donde yo vivía con mi madre. Lo primero que le dije fue que los hombres casados no me interesaban. Pero él estaba separado de su esposa, que vivía en Córdoba. Al día siguiente fuimos a pasear a la Plaza de San Isidro y allí me dijo que estaba enamorado de mí. "Por fin te encuentro. Hoy es domingo, los tribunales están cerrados, pero mañana hablo con el abogado para que pida el divorcio", me dijo. En 1940, su mujer falleció de tuberculosis. Comenzamos a vernos, nos casamos y yo estaba a su lado cuando murió.
La que habla es Elisabeth Mary Shine y está internada en un hogar para ancianos. Tiene 86 años y su relato fluye como un río sin tiempo mientras la tarde de 1999 se apaga en el barrio de Villa Devoto.
Elisabeth era la secretaria de León Bouché, director de la revista ElHogar , publicada por Haynes, como Mundo Argentino y el diario El Mundo , donde Arlt escribía desde 1928.
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Roberto le pidió a Carlos Muzzo Sáenz Peña, el director de El Mundo , que lo mandara a Chile como enviado. Se había peleado conmigo y quería irse. Nos seguíamos peleando por carta. Un día fui a trabajar y encontré unos sobres escritos con su letra y dirigidos a amigos de la redacción. Era temprano. Todavía no había llegado nadie. Me apropié de ellos y los abrí: decía cosas espantosas sobre mí, incluso intimidades. Hice desaparecer las cartas y al rato me avisaron que tenía una llamada de larga distancia. Era él desde Chile que me decía arrepentido: "Hice una gran macana, les mandé unas cartas a esos piojosos, sacáselas, que no las vayan a leer". Después me pidió que fuera a Chile.
Arlt viajó a Chile en noviembre de 1940. Por entonces, la editorial Zig-Zag, de Santiago, le publicó el libro de cuentos El criador de gorilas . "...Yo bien, trabajo mucho y estudiando más -le escribe a su madre en una carta desde Chile- pues nada conocía y me imaginaba de un país como éste. Está a un paso de la Argentina y por su abandono y miseria es peor queAfrica... Aquí en Santiago vive Raúl González Tuñón con quien me veo frecuentemente y que es un muy grande amigo y muy buen muchacho".
Para el escritor chileno Volodia Teitelboim, que lo trató en Santiago, Arlt intentaba escapar "no de la policía sino del amor. Un amor que siguió enloqueciéndolo a este lado del monte... Una noche, tal vez el 31 de diciembre de 1940, tuve que ir a dejar una carta urgente al Correo central. Atravesé la Plaza de Armas y en un banco oí sollozar a un hombre solitario, con sombrero calañés, que no parecía un vagabundo ni un pordiosero. Era Roberto Arlt. Me senté junto a él, con ganas de consolarlo. Allí me murmuró aquella frase sobre las cadenas del amor que, al tratar de romperlas, despedazan al hombre por dentro".
Roberto arregló para que el gobierno chileno me pagara el viaje a Chile. En Puerto Montt fuimos a ver la película La bestia humana y en la oscuridad del cine sentimos un gran olor a pescado. Cuando se encendieron las luces advertimos que nos rodeaban indios mapuches que habían visto el film descalzos. Cruzamos a una isla donde comimos tortilla de erizo y torta de manzana. Era en enero y puse un pie en el agua pensando que me podría bañar, pero el agua estaba congelada. Vivíamos en el Hotel Alemán. El pidió ostras y vino Concha y Toro. Aquel viaje fue nuestra única época de armonía.
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Arlt, nacido en 1900, estaba casado con Carmen Antinucci, a la que había conocido en un cine, en Córdoba. La hija de ambos, Mirta, nació en 1923 en Cosquín. Arlt dirigió a su hermana mayor, Lila (Luisa) Arlt, maestra en el pueblo cordobés de Ausonia, cartas conmovedoras en las que alude a sus graves rencillas conyugales con Carmen y a las posteriores reconciliaciones. En 1933, Arlt dedicó a Carmen su libro de cuentos El jorobadito :"Te ruego que lo recibas como una prueba del grande amor que te tengo". Lila murió en 1937. Con su padre, el alemán Karlt Arlt, Roberto tuvo graves conflictos. La madre, Ekatherine Iopztraibizer, a la que Roberto llamaba "Vecha"-y que iba a sobrevivirlo-, había nacido en algún lugar de la frontera entre Austria e Italia. "Vecha" hablaba un castellano contaminado por el italiano y el alemán. En una carta de 1940, le escribía al hijo: "Mi querido Roberto: No me siento nada bien y quiero decirte una cosa antes de morir. Te ruego para el bien de tu alma, para tu salvación, buscáte un fraile o un cura y confesáte y comulgá... A la Carmen desile ( sic ) que sea buena y que yo le perdono sus cartas ofensivas. Roberto, no tires esta carta y pensá que en lo que te digo está la salvación, acordáte lo que te dijo Lila antes de morir... Roberto, tenemos que volvernos a ver pues Lila está en el Cielo con los Santos".
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El 25 de mayo de 1940 fuimos al Uruguay y nos casamos en Pando, en el departamento de Canelones. ¿Por qué el 25? Porque era feriado nacional y no trabajábamos. Fue testigo uno de esos locos amigos de Roberto, llamado García Quevedo, un vasco separatista que, según decía, dormía envuelto en la bandera vasca por si lo sorprendía la muerte. De regreso, tomamos whisky acodados en la borda, aunque Roberto casi no bebía nada, se mareaba. Ni mi más íntima amiga, Adriana Piquet, la esposa del escritor Carlos Alberto Leumann, sabía nada. Y menos mi madre, que había amenazado con ahorcarse si yo me casaba con aquel desaforado que venía a las tres de la mañana a tocar el timbre. El motivo del secreto fue que mi jefe, al enterarse de que me veían con Roberto Arlt, me amenazó con echarme si me casaba con él. Quería una secretaria soltera y no le gustaba que alguien que conocía sus secretos se ligara a un periodista como Roberto, temido por lo que escribía, por su carácter. Por esa época, Roberto tenía muchos problemas económicos. Le daba cuarenta pesos a su hija, cuarenta pesos a su esposa y cuarenta pesos a su madre. Si a mí me echaban, lo que quedaba de su sueldo no iba a alcanzarnos.
Una noche íbamos caminando por la avenida Juan B. Justo cuando yo le conté lo que me había dicho mi jefe. Se habían instalado entonces unas luces frías. Recuerdo su rostro -yo era más baja que él, tenía que mirarlo hacia arriba-. Sentí maldita aquella luz, le daba una palidez azulada. El parecía desesperado.
Nos queríamos y al mismo tiempo nos rechazábamos. Los dos éramos terriblemente celosos. Cuando volvió de Chile nos seguimos peleando. Vivimos en muchas pensiones, siempre en el barrio de Belgrano. Entonces las pensiones eran un alojamiento de lujo, generalmente quienes alquilaban habitaciones eran alemanas, acomodadas con el marido en la guerra, o viudas. En la calle Pampa, entre Vidal y Moldes, vivimos en una pensión con jardín. Necesitábamos verde, fue un momento de calma. Pero él, además de su piano, se mudaba con sus inventos. La alemana de Pampa nos echó porque tuvo miedo del tubo de oxígeno que él guardaba en la casa.
El me regaló una cajita con un sahumerio, adentro había escrito: "Me voy a comprar un yate y daré la vuelta al mundo con Cito". Así me llamaba:primero "Baby Face" y finalmente "Cito". A veces me pegaba en la calle, yo le devolvía. Antes de hacer un viaje a Campana, quiso hacer el amor, yo no quise, él se puso furioso: "En este viaje me voy a morir", amenazó y se fue. Cuando caminábamos por Belgrano me decía: "Pensar que cuando yo me muera, estos árboles van a estar y yo no los veré".
Sufríamos mucho, él quería olvidarme, yo también, pero no podíamos estar separados. Nos amábamos a pesar de nosotros mismos. El volvía del diario a la mañana, cuando yo salía, y tocaba el piano. Con esos horarios, esas costumbres y nuestras interminables peleas, nos echaban de todas las pensiones: éramos buenos pagadores pero malos inquilinos. Otro motivo de discordia era su hija. Ella lo visitaba cuando yo estaba en el trabajo. Roberto la adoraba y no soportaba ninguna crítica contra ella. Yo, hoy, no me trato con mi hijastra; ella no me quiere y yo no la quiero; con su medio hermano, nunca han hablado.
Según el biógrafo de Arlt, Raúl Larra, antes de cerrar trato con la dueña de una nueva pensión, Roberto le decía: -Vea, señora, tengo un pianito.
-¿Y?
-Nada, un pianito.
-Bueno, tráigalo, no hay inconveniente.
Pero cuando el instrumento sonaba a la madrugada -Arlt gustaba de la música rusa y de la española- comenzaban los problemas.
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Carta de Roberto Arlt a su hija Mirta ( circa 1940): "Elisabeth y yo, como siempre, lágrimas y sonrisas, besos y patadas".
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Yo regresé de Chile en enero de 1941. El me siguió pronto, pese a que el diario quería que la etapa de Chile fuera el inicio de un largo viaje periodístico por América Latina. Para justificar el fin de una gira que tantas tramitaciones había costado, fue a verlo a Muzzio Sáenz Peña, que supervisaba personalmente todo lo que Arlt escribía, no tanto por sus errores de ortografía, como se dijo, sino porque Roberto solía causar muchos problemas, ya que retrataba en sus artículos y libros a personas reales que se quejaban amargamente. Mi marido le dijo a Muzzio: "No puedo seguir, tengo un cáncer en la lengua", y le mostró una pequeña afta que le había salido. Muzzio, por supuesto, no le creyó. A partir de ese momento, su situación en el diario empeoró. Ya no le dieron el lugar que le correspondía. No lo tenían mal, pero no tan bien como antes. Entonces, él cada vez se volcó más al proyecto de instalar una fábrica para explotar su invento: unas medias de mujer que no se corrieran. Junto con su socio, el actor Pascual Nacaratti, pusieron un taller en Lanús. La fórmula ya la había patentado en 1934. En aquel sueño concentraba sus esperanzas de solucionar los problemas que lo acosaban. Sus novelas se habían publicado entre 1926 y 1932.
Roberto tenía problemas cardíacos y frecuentes dolores de estómago. Había estado internado en un sanatorio de Cabildo y Zabala, le habían recetado unas inyecciones. Cuando murió, fuimos a su escritorio a sacar sus cosas y allí estaban todas las inyecciones que, me dijo, se hacía poner en la farmacia del Círculo de la Prensa. Tenía terror al torno y me decía "acompañáme al dentista, que tengo miedo". Por la noche, tenía pesadillas, dormía con la luz prendida y se despertaba aterrado, sólo mis palabras lo calmaban, y volvía al sueño.
Carta a la madre desde Chile: "Todos los trastornos que padecía del corazón se han pasado, lo que me hace creer que esos trastornos no eran del corazón sino de origen gástrico, provocados por los mejoradores químicos que en la Argentina los panaderos le echan al pan".
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Roberto cenaba en el restaurante del diario y solía pedir su plato preferido, ravioles. Una vez, mi mamá lo invitó a cenar y él devoró el plato de brótola que yo no quise porque estaba desganada, después me dijo: "Che, decíle a tu drema que no cocina bien, me sentó mal la cena". Cuando supo que sufría del corazón, dejó de fumar cigarrillos rubios y, para ratificar su decisión, destrozó el último paquete.
En el jardín del hogar de ancianos, algunos pensionistas conversan civilizadamente mientras miran unas rosas color té: el lugar es subvencionado por la comunidad inglesa. Esta calma tan british parece incongruente con el tumulto y el dolor de la historia que relata esta mujer en silla de ruedas, Elisabeth Mary Shine. Mientras sus palabras tranquilas evocan el pasado, sus manos tiemblan cuando me alarga algunos recortes arrugados y sus ojos ardientes parpadean. El amor vivió 1162 días, su memoría dura ya más de 20.000 días.
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Roberto murió el domingo 26 de julio de 1942 en una pensión de la calle Olazábal. El sábado había ido al Círculo de la Prensa, del cual era socio, para participar de una asamblea y votar las nuevas autoridades. Regresó tarde y me comentó que el Círculo había agregado nuevos servicios médicos de un sanatorio que, por la cantidad de teléfonos que tenía, dijo, debía de ser importante: el Anchorena. Yo estaba embarazada de seis meses y podría tener a mi hijo allí. Efectivamente, mi hijo nació en el Anchorena, el 19 de octubre, pero el padre ya no estaba. Mi hijo se llama Roberto, y me visita día por medio.
Ese domingo, despertamos a las nueve y nos pusimos a conversar. Hablamos del hijo que él esperaba con tanto afán. El prefería que fuera mujer, quería llamarla Gema (pronunciaba Yema), un nombre que a mí no me gustaba. La sirvienta nos trajo el desayuno. Yo estaba de espaldas a él, mirando hacia la pared. Le pregunté la hora y él me contestó "no sé". Fue lo último que dijo. Después oí un ronquido, se había producido el ataque. Corrí a llamar al médico. La gente de la pensión tuvo miedo por la criatura y no me dejó subir hasta que, a los diez minutos, vino el doctor Muller. Subí con él, pero Roberto ya había muerto. Murió a las diez de la mañana.
Mirta, la hija de Arlt, que se había casado a los 15 y separado a los 16, vivía entonces en Córdoba. El mediodía del domingo 26 de julio esperaba un llamado telefónico desde Buenos Aires porque durante toda la semana Roberto no le había hablado, como solía hacerlo. El llamado se produjo: era para anunciar la muerte del padre. Mirta y Ekatherine Iopztraibizer viajaron a Buenos Aires para el adiós. La esquela fúnebre aparecida en los diarios del lunes la firman Elisabeth Shine, como esposa; Mirta; la madre de Arlt y la suegra, Julia Wilmort. El Mundo publicó una foto del entierro en la Chacarita: una multitud, todos hombres, escucha a Horacio Rega Molina, que leyó un poema que comienza con estas palabras: "Si yo supiera todo lo que sabes/lo que desde tu muerte has aprendido".
La noche del sábado, Arlt había conversado con muchos colegas en el Círculo de la Prensa. Ninguno sospechó que lo volvería a ver, al día siguiente, dentro de un ataúd:una comisión del Círculo, integrada entre otros por Nicolás Olivari, Eduardo Mallea y Santiago Ganduglia organizó el velatorio en la sede del Círculo, Rodríguez Peña 80. César Tiempo ha contado su encuentro con Arlt en el Círculo, aquella noche de asamblea: -¡Cuidado con la tristeza! -le dijo Arlt mientras charlaban sobre la actualidad-. Es un vicio.
Y luego:
-No aflojemos.
Arlt, antes de tomar el tranvía para Belgrano, pasó por el teatro del Pueblo, entonces en Corrientes 1530, donde ahora se encuentra el teatro San Martín; se representaba La mandrágora , de Maquiavelo. El domingo hizo ese calor húmedo típico del invierno porteño. Al anochecer comenzó a llover.
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La mañana del martes 28, con tiempo aún lluvioso, fuimos al cementerio mi madre, mi suegra, Mirta y yo, además de dos amigos, Diego Newbery y Gillermo Short Thompson. Ese mismo día, retiré las cenizas con la autorización del director del cementerio. En una carta desde Chile me había dicho que quería ser cremado. En agosto, en una tarde fría, fuimos al Tigre en una lancha colectiva con Leónidas Barletta y Diego Newbery. Estuvimos recordándolo todo el tiempo y luego navegamos por aguas del Paraná hasta la confluencia del río Capitán y del Abra Vieja. Allí, donde él lo había pedido, esparcimos sus cenizas.