Mi año con los egipcios
Me mudé muchas veces durante la década del 90. Mis padres, funcionarios judiciales de la provincia de Neuquén, me arrastraban con ellos cada vez que conseguían un puesto mejor o una casa más grande. Sorpresa, nos vamos a un barrio nuevo, ahora a una ciudad lejos. Entonces despegaba los pósteres de Los Simpson de la pared, me despedía de los pocos amigos que había conseguido y empezaba a llenar una caja con mis pertenencias.
Fueron unas 15 viviendas distintas, cuatro escuelas primarias y tres secundarias. En cada mudanza, además de lugares y gente, perdía cosas. Muñecos de Batman, ejemplares de la revista Conozca más, una colección de películas o álbumes de fotos iban quedando en el camino, olvidados en el apuro o descartados por mis padres. Hoy, a punto de cumplir 40 años, miro el departamento que alquilo en el barrio porteño de Villa Ortúzar y apenas veo un objeto que da testimonio de esa infancia nómade.
En 1994, cuando tenía 10 años, dejamos Zapala para establecernos en Buenos Aires, donde mi padre aceptó un puesto en Tribunales. Me gustaba la capital, pero odiaba el instituto privado en el que cursaba cuarto grado. A mis nuevos compañeros de clase les gustaba hostigarme por provinciano. “¿Los ‘neuqueninos’ conocen la tele?”, preguntaban, “¿Tienen vacas en el patio?”. Como nadie me invitaba a merendar ni a sus cumpleaños, empecé a llenar el tiempo con libros. Cualquier libro: cuentos, poemas, recetarios, no importaba.
En una librería del entonces flamante Jumbo de Palermo una tapa me detuvo en seco. En ella, decenas de sarcófagos, símbolos y diagramas egipcios rodeaban un título en minúscula: momias. Casi todo mi conocimiento del Antiguo Egipto venía de mirar no sé cuántas veces Indiana Jones y el arca perdida, una de mis películas preferidas. Me interesaban los ovnis y las historias de fantasmas, quizá el libro hablaba de eso también. Lo pedí y me lo compraron.
El interior no era menos barroco que la portada. Sus 64 páginas de papel satinado estaban repletas de fotos e ilustraciones, cada una con una breve explicación del rol que aquellos elementos cumplían en los rituales funerarios egipcios. Intenté una lectura lineal, pero me resultó imposible. Era mejor arrojarse de lleno, saltar entre una imagen y otra sin mayor criterio. Podía revisitar una misma página semanas después y descubrir cosas que aún no había visto.
El Mundial del 94 hubiera sido la excusa ideal para tender puentes con mis compañeros, que se pasaban todo el día hablando de la Selección e intercambiando figuritas de jugadores de fútbol. Pero yo estaba muy ocupado con las técnicas de momificación de la Cuarta Dinastía, o el mito de Osiris, el rey de los muertos. Él decidía si un alma iba al Campo de las Ofrendas –la versión egipcia del Más Allá– o era devorada por la salvaje Ammit, una criatura con cabeza de cocodrilo, pecho de león y piernas de hipopótamo. Me sorprendía la diferencia entre los entierros que pasaban en las películas estadounidenses y los del Antiguo Egipto. A los faraones les gustaba ser sepultados con sus cosas favoritas: pinturas de colores vibrantes, papiros, estatuillas de dioses, juegos, comida y vino. Esas posesiones iban con ellos a la Otra Vida, donde se volvían eternas, inagotables. Allí nadie podría olvidarlas o tirarlas a la basura.
En 1995 me pasaron a una primaria más amable. Eventualmente volví a tener amigos y dejé atrás a los egipcios. Con la edad llegaron otras obsesiones: la ciencia ficción, el grunge, las chicas. Perdí más cosas en las mudanzas que siguieron, pero momias siempre reaparecía con todo su oro y asombro para volver a ocupar un lugar en mi biblioteca.
Ahora, a punto de realizar la quinta mudanza desde que me independicé de mis padres, creo entender mejor a los antiguos egipcios. El atractivo de nadar a la otra orilla de la muerte y encontrar allí un lugar colmado de las cosas que te gustan, tus pósteres, tus películas, tus muñecos de Batman.