El ingeniero que fue considerado el mejor arquitecto del mundo realizó en Tacubaya la vivienda que lo cobijaría hasta su muerte
Doce y catorce son los números que indican, sobre un muro casi inacabado y con apenas algunas aberturas, los ingresos al estudio y la casa de uno de los máximos referentes de la arquitectura latinoamericana. Al igual que en diversas regiones del continente, el espacio público mexicano cataliza gran parte de la rutina cotidiana popular: se come, se toma, se vende, se compra y se chusmea al aire libre y bajo el rayo del sol. Es por esto, entre otras razones, que las viviendas unifamiliares usualmente —y salvo que se emplacen en los exclusivos barrios privados, cotos o countries— se cierran hacia la calle para convertirse en un intento de microfortalezas.
De una ancha, alta y anónima fachada gris orientada al este, la única señal que sugiere la bienvenida es el amarillo débil con el que está pintada la puerta. Una vez abierta, un pasillo mínimo, bañado por un amarillo más intenso, sirve de preludio silencioso para entrar —tras subir siete escalones de piedra volcánica— al vestíbulo del hogar y toparse con un ambiente invadido por el rosa mexicano, un rojo púrpura saturado semejante al de las buganvilias y del papel de China con el que se confeccionan las guirnaldas para el Día de Muertos. La luz natural cenital, el reflejo dorado de un retablo abstracto de Mathías Goeritz y una escalera oscura y maciza sin baranda, de aristas marcadas y puras, sugieren de inmediato que no es una casa cualquiera.
Templo habitable o monasterio del buen vivir, esta se erige como un manifiesto íntimo y retrato material de un cúmulo de saberes, contradicciones y manías de aquel ingeniero que en 1980 fue considerado el mejor arquitecto del mundo.
Barragán había nacido en 1902 en el seno de una familia latifundista y conservadora jalisciense. Recién graduado, en 1925 armó sus maletas y se fue a Europa. París albergaba un evento trascendental: la Exposición de Artes Decorativas. Entre una multitud que asistía entusiasta a la megamuestra, el joven de andar sofisticado se encontró con Les jardins enchantés de Ferdinand Bac y, al mismo tiempo, con un espejo de su infancia: las tradiciones artesanales mediterráneas, la síntesis edilicia clásica y morisca y su interacción permanente con la naturaleza tenían sobradas similitudes con su Hacienda Corrales, ese rancho situado al sur de Jalisco donde pasaba las vacaciones rodeado de galerías, patios y acequias. Este primer impacto, sumado al contacto que tomaría con maestros como Le Corbusier, fermentaron y devinieron en un estilo híbrido, arraigado al saber hacer local y volcado a la reinterpretación moderna de las raíces coloniales de su tierra.
Avanzados los años 30, arribó al antiguo Distrito Federal escapando de una Guadalajara que sentía chica y provinciana. Allí había impulsado un movimiento arquitectónico junto a profesionales de renombre y había alcanzado una fama relativa, pero no estaba satisfecho. Además, de la fortuna amasada por el abogado don José Luis Barragán, su padre, poco quedaba: con la reforma agraria, la mayoría de sus hectáreas habían sido expropiadas y otorgadas a quienes las trabajaban. Fue entonces, en 1940, cuando el tapatío renunció al trato con clientes para dedicarse al desarrollo inmobiliario, la planificación de jardines y fraccionamientos y la eventual construcción en terrenos a modo de inversión.
Mi casa es mi refugio, un trozo de arquitectura emocional
En uno de esos lotes adquiridos con fin comercial, en el barrio de Tacubaya, realizó en 1947 la vivienda que lo cobijaría hasta su muerte. "Mi casa es mi refugio, un trozo de arquitectura emocional", decía sobre una residencia que puede describirse por niveles y funciones pero jamás entenderse sin transitar sus intersticios, sin subir y bajar sus muchas escaleras y sin atravesar sus muchas más puertas.
Como si acaso el acto de proyectar exigiera al creador proyectarse a sí mismo y los elementos alojados en una morada definieran a su usuario, en esta edificación se desprenden rasgos distintivos del autor ambiguo y misterioso que alguna vez reconoció pertenecer a la Iglesia "en calidad de pecador". En el espíritu monacal, los muebles sobrios de madera cruda y el arte sacro presente en las habitaciones, se descubre a un devoto franciscano, sereno y contenido; en su Cadillac reluciente, las botas de su guardarropa, los motivos ecuestres, los tocadiscos dispuestos en las salas y los timbres escondidos debajo de las mesas para llamar al personal de servicio, se avista a un esteta, soltero, amante de los caballos y anfitrión de tertulias con la aristocracia vernácula; en la fenomenal biblioteca y en sus cartas, aparece un hombre culto, lector de Baudelaire, admirador de Goya, Picasso y Giorgio de Chirico y cercano a personajes como José Clemente Orozco, Miguel Covarrubias, Edmundo O’ Gorman, Josef Albers, Richard Neutra, Louis Kahn y Gio Ponti; en la paleta cromática y los bloques simples y rugosos que componen la terraza, se asoma un confidente del pintor Jesús "Chucho" Reyes; y en los volúmenes chorreados por agua y la vegetación salvaje de sus patios, irrumpe un ser místico y nostálgico convencido de que un jardín bien logrado debe contener "nada menos que el universo entero".
Mirado con recelo por intelectuales y colegas, su verdadero reconocimiento llegó recién con la muestra monográfica curada por el argentino Emilio Ambasz en el Museo de Arte Moderno neoyorquino en 1976. A esta cucarda le siguió el codiciado premio Pritzker. Sin embargo, desde su fallecimiento en 1988, su nombre nunca había alcanzado tanta resonancia como hasta 2015, cuando invadió las tapas de los diarios. Con la venia de algunos familiares, su cuerpo había sido exhumado y 525 gramos de sus cenizas —un cuarto del total— habían sido convertidas por la artista estadounidense Jill Magid en un diamante de 2,02 quilates. Esa pieza, incrustada en un anillo de compromiso, integra la obra The Proposal (La propuesta) y espera ser aceptada por Federica Zanco, la propietaria de su archivo custodiado en Suiza y esposa del presidente de la firma Vitra, a cambio de que su fondo patrimonial con más de 30 mil documentos —entre planos, bocetos y fotografías— regrese a su país de origen.
Para saber más
"Su casa no es simplemente una casa, sino la casa misma. Cualquiera podría sentirla suya. Sus materiales son tradicionales y su carácter es eterno", dijo Louis Kahn al visitarla. Declarada Patrimonio Mundial por la Unesco, es un destino obligado para los arquitectos y las arquitectas que viajan a la capital azteca. En su sitio web se ofrecen recorridos guiados y más información sobre la obra. Entre otros proyectos icónicos del jalisciense, también distinguidos por su impronta plástica y espacial, vale la pena ver la Capilla de las Capuchinas, la Casa Gilardi y el complejo Los Clubes, cuyas caballerizas fueron el escenario de la campaña Prefall 2016 de Louis Vuitton, protagonizada por la actriz francesa Léa Seydoux.
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