Memorias del subsuelo
Basada en los diarios escritos durante el período en que la fatwa declarada por Khomeini se mantuvo vigente, la novela autobiográfica de Rushdie narra sus casi diez años en las sombras
No hay profeta que pueda predecir qué libros hubiera escrito Salman Rushdie (Bombay, 1947) de no haber sido condenado a muerte por el ayatolá Khomeini luego de que Los versos satánicos vieron la luz en 1989. Quizás exactamente los mismos, quizás otros, pero el que seguro no habría publicado nunca es Joseph Anton , dado que el protagonista homónimo jamás hubiera existido. Joseph Anton es el seudónimo que, combinando los nombres de pila de Conrad y Chéjov, Rushdie se inventó a pedido de Scotland Yard para ocultar su identidad. Despojarse del nombre propio para mudar de raza es sin duda un acontecimiento trágico: "Sería un hombre invisible con un rostro blanco a modo de máscara". Sin embargo, devoto confeso del humor de Gogol, el escritor anglo-indio prefiere replicar al drama con una ironía: "Para su desconcierto, los agentes de protección terminaron llamándolo "Joe'".
Convertirse en otro es una coartada inmejorable para prescindir de la primera persona y Rushdie no la desaprovecha. En Joseph Anton la elección de la tercera persona le confiere al narrador una distancia clínica saludable respecto de sí mismo, evitando el tono confesional y narcisista de más de un diario fallido.
La prosa prácticamente neutra de estas memorias condice con la búsqueda de simplicidad y sinceridad con la que Rushdie, inspirado acaso en el ideal de Rousseau, procura contar su vida. Joseph Anton , por decirlo de algún modo, está en las antípodas del estilo exuberante, cuasi poético, mezcla de fábula y realismo mágico de sus ficciones más celebradas. Dicho sea de paso, a Rushdie nunca le molestó que la crítica lo comparara con García Márquez y en Joseph Anton hay más de un homenaje a la obra del colombiano.
Hacedor de una literatura diametralmente opuesta a la del autor de Cien años de soledad , el otro sudamericano al que Rushdie distingue en Joseph Anton es Jorge Luis Borges. A él le dedica parte del capítulo "Por qué es imposible fotografiar la Pampa" (una certeza que plagia de un prólogo impar del escritor argentino) y con él -y sus personajes- se identifica: "A menudo se sentía como ese viajero borgiano imaginario, aislado en el espacio y el tiempo? De haber sabido que todavía le quedaban por delante otros seis años de secuestro, extendiéndose más allá del horizonte, quizás habría sucumbido a la demencia".
Para levantarse el ánimo -y, por qué no, por pedantería- Rushdie se regala un linaje de escritores virtuosos y censurados tales como Voltaire (otro partidario de la seudonimia), Dostoievski, Jean Genet y François Rabelais: "Los escritores inmortales del pasado fueron sus guías. Al fin y al cabo, no era él el primer escritor que corría peligro o era secuestrado o anatematizado por su arte".
Al margen del ninguneo político con el que Margaret Thatcher lo obsequiaba por ser un indio que votaba por los laboristas y de la alevosía con que ciertos medios intentaban convertirlo en el villano sobreprotegido de la película, la realidad es que las víctimas de Los versos satánicos demostraron que la inversión en su seguridad no fue un mero capricho: apuñalaron a su traductor italiano en Milán, asesinaron en Tokio a su traductor al japonés y balearon en su casa de Oslo al editor noruego que se atrevió a imprimir la edición en tapa blanda de la novela. Más que una batalla editorial, la censura de Los versos satánicos y el pedido de la cabeza de su autor -un ciudadano británico- planteaban un conflicto viejo como el sol: la libertad de expresión versus el fundamentalismo religioso, otra de las caras del terrorismo de Estado.
A excepción de John Le Carré, con quien mantuvo un feroz altercado en la prensa, Rushdie no carga las tintas sobre los escritores que le dieron la espalda -George Steiner, Roald Dahl, Jacques Derrida, John Berger, Al Alvarez- pero tampoco los pasa por alto. Sus defensores, por otra parte, fueron legión: Martin Amis, Harold Pinter, Ian McEwan, Angela Carter, Christopher Hitchens, Hanif Kureishi, Julian Barnes, Michael Holroyd. En Estados Unidos, Susan Sontag, Norman Mailer, Don DeLillo, Kurt Vonnegut, Paul Auster, Siri Hustvedt, Allen Ginsberg y Thomas Pynchon. Günter Grass en Alemania. Carlos Fuentes y Mario Vargas Llosa en Sudamérica, y siguen las firmas.
El tramo más cautivante del libro es, paradójicamente, aquel en que Joseph Anton desborda los límites de Joseph Anton y Rushdie cuenta su infancia en Bombay en el seno de una familia musulmana burguesa y poco religiosa, su ambigua relación con un padre alcohólico y ateo, la discriminación que padece en el internado británico al que es enviado a los trece años, su dichosa etapa universitaria en el King's College, su paso fugaz por el mundo de la publicidad, y su consagración como escritor con Hijos de la medianoche . Un viaje hipnótico, conmovedor y contenido, que servirá al lector para perdonar, avanzado el libro, al Rushdie demasiado propenso a codearse con celebridades -Bono, Hugh Grant, Madonna, Warren Beatty-, revelar infidelidades e infidencias y contraer con una modelo de origen indio un cuarto matrimonio casi tan grotesco como el que había mantenido con la escritora Marianne Wiggins.
Pareciera que cada vez que Rushdie se sienta a contar su vida lo hiciera para protegerse de la intolerancia ajena. Ocurrió con las bucólicas cartas que le enviaba a su madre desde el infierno de Rugby School -según él, sus primeras ficciones- y ocurre hoy con Joseph Anton . La diferencia radica en que mientras que en aquellas misivas escribía para mentir, en estas memorias escribe para decir la verdad y así quitarse de encima el fantasma que se esconde en el nombre de Joseph Anton .
Joseph Anton
Salman Rushdie
Mondadori
Trad.: Carlos Milla Soler
686 página
$ 175