Memorias de un coiffeur en París
Hace dos semanas me llegó de París, enviado por el fotógrafo Milos Deretich, el libro de memorias À un cheveu prés (“Por un pelo” o “A un pelo de distancia”, podría ser la traducción), de Frédéric Somigli, uno de los más destacados coiffeurs de París, nacido en 1938, en una familia muy humilde de Saint-Tropez, que en esos años era una aldea de pescadores. Sus padres eran de Italia. El matrimonio emigró a Francia. Durante la guerra, la pareja traficó en el mercado negro y lograron ahorrar lo suficiente para comprar una carnicería.
La relación de Frédéric con su madre era penosa. En cambio, el vínculo del chico con el padre fue siempre muy bueno. Lamentablemente, éste murió joven: Frédéric era aún un niño. A los 14 años, debió dejar la escuela para ayudar a su madre en el negocio.
Cuando Roger Vadim filmó Y Dios creó a la mujer en Saint-Tropez, en 1956, sin quererlo, hizo de ese pueblo pesquero un balneario internacional de moda a las puertas de la revolución sexual de los 60 y así cambió el destino de los lugareños; entre ellos el del atractivo Frédéric Somigli, que llamaba la atención de mujeres y hombres. Uno de esos veraneantes parisienses, Yves, de 25 años, buen mozo, rico, irresponsablemente generoso y, por si fuera poco, príncipe, se enamoró de Frédéric, que tenía 17. Un cuento de hadas, pero verdadero. Antes de volver a París, Yves invitó a su amor a acompañarlo. Pero Frédéric debía convencer a su madre. Yves, ya en la capital, le envió un pasaje, el adolescente le inventó una mentira a su madre, que no se opuso al viaje. Semanas más tarde, cuando el muchacho regresó, su madre supo por la infidencia de un amigo de Frédéric que éste había vivido con un amante rico. El escándalo fue de grand guignol; con peleas a los gritos en la carnicería delante de las clientas. La madre, que vivía con su propio amante, se declaró vencida. Le dijo a Frédéric que se fuera. Éste telefoneó a Yves que, extasiado, le envió dinero y lo recibió en triunfo como César a Cleopatra en Roma; lo colmó de regalos; le transmitió el savoir faire de la élite; y lo presentó al beau monde, que se lo envidió.
Pasó un lapso prolongado y Frédéric quiso hacer algo de su vida. Era despierto, inteligente, tenía don de gentes, humor, leía a clásicos y modernos y estudiaba arte en la biblioteca de Yves. Un amigo, el actor y cantante Théo Sarapo, futuro segundo esposo de Edith Piaf, le aconsejó que estudiara peluquería en L’Oreal, Tras muchas peripecias, estudio, práctica, y una selección feroz, obtuvo un puesto de principiante en el salón de coiffure del célebre Alexandre, quien se dio cuenta de que ese chico era una adquisición valiosa. Con el tiempo, terminó por cederle “cabezas” ilustres cuando él no podía atenderlas: Maria Callas, Arletty, la vizcondesa Marie-Laure de Noailles, Juliette Greco, Jeanne Moreau, Romy Schneider, Gloria Vanderbilt, la duquesa de Windsor, las baronesas Rothschild, todas seducidas por la apostura de ese joven que les recitaba a Henri Michaux. Una de las “cabelleras” (calvicie, en verdad) difíciles del salón de Alexandre era la de Jean Cocteau, que prefería ser atendido por Frédéric. Había que forjar un espejismo mediante el dibujo de pelos azules en la calva, y un hábil cepillado que creara un bosquecillo enmarañado.
Tras diez años junto a Alexandre, harto de la mezquindad de éste, Frédéric, con la ayuda económica de fidelísimas clientas y de Yves, abrió su propio salón, adonde lo siguieron sus adoratrices. Algunas le habían propuesto casamiento; otras, que vivieran juntos; hubo ancianas que testaron a su favor.
Hay más que decir de estas sabias memorias de un hombre hoy mayor, que cuenta chismes olímpicos. Quedan para otra nota.
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