Médicos en las veredas
No es algo que pase seguido, pero de pronto ahí están. En pequeños grupos. A veces son tres, son dos, son cuatro. Como el otro día. Caminaba por una de las avenidas más concurridas de Palermo y los vi, ellos, los médicos, ambo celeste o verde agua, el cuello escote en ve. Estaban en la puerta de uno de los hospitales más concurridos de la zona y fumaban. Cada uno un cigarrillo. Yo me sentí tan aliviada.
Lo pensé inmediatamente. Avanzaba en dirección a mi casa con una línea de pensamiento completamente absurda en la cabeza –porque quién puede pensar tantas cosas al mismo tiempo y salir ilesa, cómo reprocharse a una misma las fallas del pasado sin terminar deshecha, cómo parar la voz que dice qué hiciste, mirá lo que te pasa ahora Dolores– y de pronto en la calle no había viento pero yo conseguí el aire que me faltaba con una bocanada que me bajó las pulsaciones y me despeinó sin moverme un pelo. No, no se puede con todo. El humo y el olor a tabaco que se desprendía apenas de las manos de los médicos me daba la razón.
A veces maldigo mi educación, tan ligada al orden de las cosas. En mi cabeza mi vida debería ser una regla de tres simple (si esto, aquello; si esto, eso también). Acá yo y mis formas de la hija de una profesora de matemáticas. Mi educación y esa manía de responsabilizarme por todo cada vez. Sin escapatoria. Pero ahí estaban estos tres, los profesionales de la salud, que aspiraban su cigarrillo a centímetros de la entrada de la guardia del hospital en un día soleado como el sol de ese día y montaban una tregua que no se veía. Pero que estaba. Ahí en la puerta, la frontera necesaria entre el dentro y el afuera, de un lado médicos y del otro, los tres. Mi bravo por ellos, que saben que fumar hace mal al cuerpo, que provoca cáncer, que las décadas del ochenta y del noventa hicieron mucho daño al mostrar el hábito y ligarlo al éxito (recuerdo en particular una publicidad de la marca Le Mans en que una mujer y un hombre se mueven bajo la lluvia en medio de un escenario bien natural, el pasto verde, las piedras grises, y se empapan la ropa, el pelo, y luego se besan y después fuman mientras una voz en off decía algo así como qué rico se siente un cigarrillo y dejaba la idea de que fumar era ser lo más canchero del mundo ) y sin embargo lo hacen igual, pese a las fotos tremendas que están impresas en los atados. Es mentira que se puede vivir siempre de la forma correcta. ¿Cuál es esa manera?
La lista es difícil de cumplir. Hay que estudiar, hay que hacer caso a los padres, hay que comer verduras, hay que agradecer, hay que estudiar también después, hay que elegir una carrera que importe, hay que recibirse, hay que visitar a los más viejos, hay que ganar dinero, hay que formar una pareja, hay que comprar una casa, hay que disfrutar, hay que agrandar la familia, hay que seguir y a mí me faltan tantos ítems. Cinco seguro. Eso pensaba cuando los vi fumar el otro día al sol, en una escena que me resultó más rimbombante todavía porque a unos metros, del otro lado de la misma vereda, había dos curas, sus sotanas largas, oscuras, la tirita blanca en el cuello, que no fumaban pero les llegaban el humo y el olor. Eran parte de lo que pasaba y yo, que no tomé la comunión porque en las iglesias lloro, lo sentí como un aval. Qué difícil es sacarse las cosas de encima.
Quisiera verlos más seguido, para no olvidar. Para seguir de largo, cruzar apenas una mirada y decirles a mi manera gracias por eso, dejen de fumar, pero gracias. Si no pueden de pronto, que sea de a poco, hay parches, hay estrategias, lo saben, pero gracias. En contra de la lógica es una ayuda porque también esa es la lógica. No se puede con todo, yo no puedo con todo, nadie puede con todo, ustedes tampoco.
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