Más triunfos argentinos: el Mundial de Escritura anunció a los ganadores de la última edición del año
Una selección albiceleste y con mayoría de mujeres dominó la cancha en el certamen literario; la traductora de inglés y exproductora de televisión Pamela Aguirre Leonetti se llevó el premio mayor
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Fútbol y literatura, dos pasiones argentinas. Tras los festejos por el triunfo de la selección argentina en Qatar, el Mundial de Escritura dio a conocer los nombres de los ganadores de la octava edición. Seis jugadoras de distintas categorías, un adolescente y dos niños ocuparon el podio de las letras de un campeonato que convocó a 11.300 jugadores de 65 países, distribuidos en dos mil equipos y que escribieron más de 47.000 textos. A diferencia de otras ediciones, esta vez la Argentina dominó la cancha en las tres categorías y, como dato de color, tanto el niño escritor como el equipo ganador de la subcategoría de 6 a 9 años son de Funes, la misma localidad lugar donde viven los campeones del mundo Lionel Messi y Ángel Di María, en Santa Fe.
Esto es así: en tres días nosotros, los de los martes, ganamos DOS MUNDIALES. Nuestra Messi @paguirreleone y la escaloneta del amor. Viva todo. Y a escribir, que el mundo no se acaba pero escribiendo es mucho mejor ♥️♥️♥️ pic.twitter.com/nBQI1zgKSp
— Ana Navajas💚 (@ananavajas) December 20, 2022
En la categoría general, las ganadoras fueron Pamela Aguirre Leonetti, Claudia Chamudis Leonowiec y Ana Langier. Leonetti -oriunda de Olavarría, traductora de inglés egresada de la Universidad Nacional de La Plata, periodista egresada de TEA y colaboradora en medios gráficos y digitales- trabajó seis años como productora de televisión en Todo Noticias y como productora ejecutiva del programa TN Internacional. Vive en La Paloma, en la costa uruguaya, desde hace un año. Es autora inédita y escribe una novela. “También tengo varios relatos cortos que algún día me gustaría publicar”, dice a LA NACION.
“Fue mi primer Mundial de Escritura -cuenta-. Participé con un grupo de compañeros y compañeras del taller de escritura de Ana Navajas y Adriana Riva. La experiencia fue hermosa. Se generó un lindo clima de equipo y entre todos nos motivamos para cumplir con el reto diario de escribir al menos tres mil caracteres por día durante una semana”.
A Leonetti, que ganó con el texto “Los cielos lisos me ahogan”, la impactó una frase de Eugenia Almeida en el libro Inundación: “Escribir es un acto. No un plan, un deseo, un hipotético quisiera”. “Y también algo de lo que habla Leila Guerriero, esa cosa del ‘músculo’ de la escritura -agrega-. La escritura como ejercicio cotidiano, como práctica diaria e incansable, como algo que hay que amasar todos los días. Para escribir se necesita lo que algunos llaman talento, sí. Pero también constancia. Y eso fue lo mejor del Mundial: ejercitar la constancia”.
Revela que escribió el texto ganador a la madrugada. “Casi en el único hueco que encontré ese día para escribir, entre la maternidad, el trabajo y la vida doméstica -revela-. Después lo edité, recorté, podé hasta llegar a esa última versión posible que postulé. Si no hubiera sido por el Mundial, no me hubiera hecho ese hueco de madrugada para sentarme a escribir y eso es lo mejor que me llevo, más allá del premio y el reconocimiento de los y las jurados que, claro, es también muy hermoso”.
La autora se enteró de que había ganado el premio de mil dólares este martes, vía Zoom. “Fue lindo escuchar lo que Santiago Llach y Mercedes Güiraldes dijeron sobre el relato: que tenía algo de poético, que era de antología y un cuento perfecto -concluye-. También me gustó mucho lo que dijo otra de las jurados, Julieta Mortati, algo así como que el texto avanza mientras se detiene en los pliegues del mundo”. Pablo Ottonello también integró el jurado de la categoría general.
“Los argentinos somos malos para algunas cosas pero buenos para otras -dice Güiraldes a LA NACION-. Dos cosas en las que sin duda nos destacamos son el fútbol y la literatura. No soy socióloga, pero es obvio que tiene que ver con una tradición y una cultura que se transmiten de generación en generación. Junto con Julieta Mortati y Pablo Otonello, me tocó ser jurado en la categoría adultos del último Mundial de Escritura, cuya premiación fue dos días después de que salimos campeones mundiales de fútbol por tercera vez. Elegimos tres cuentos de una lista de diez finalistas. Hay una sólida tradición cuentística argentina con exponentes tan destacados como Jorge Luis Borges, Silvina Ocampo, Julio Cortázar, Angélica Gorodischer, Juan Forn, Mariana Enriquez, Samantha Schewblin, por nombrar unos pocos. Por la calidad de los cuentos presentados en este Mundial de Escritura, es evidente que esa tradición está viva”.
El segundo lugar en esa categoría fue para Claudia Chamudis Leonowiec por su cuento “Oración del remanso”, por el que ganó quinientos dólares, y el tercero, para Ana Langier, por “Bocas pintadas”.
En la categoría niños, los ganadores fueron definidos por Adriana Riva, Adriana Fernández y Joana D’Alessio. Alexis Favre, el funesiano de ocho años, ganó con “Los cuentos del mundo” en la subcategoría de 6 a 9 años. El primer puesto de la subcategoría de 9 a 10 años fue para Sienna Lupe Osona, por “Sesión de peluquería”, y el primer puesto en la subcategoría de 11 a 12 años lo obtuvo Matías Niño Puente, por “Solos en este mundo”. Los chicos ganaron un total de órdenes de compra de libros por 80.000 pesos.
En la categoría adolescentes, Silvina Giaganti, Julia Moret y Ana Catania fueron convocadas como jurados. Morena Dopazo, de dieciséis años, ganó con “Borges en el fin del mundo”. El segundo lugar fue para Victoria Ovejero por “Qué decirte, querido” y el tercero, por “La desaparición”, para Valentín García Lascano.
“Vivo en Lanús -cuenta Dopazo a este diario-. En la pandemia conocí por Instagram la Escuela de Escritura de Santiago Llach y en 2021 comencé un taller anual con Manuela Martínez y Luna Neuman. Ese mismo año conocí el Mundial y me anoté, pero por cuestiones de tiempo no pude escribir bien y casi que ni le pude prestar atención. Este año, seguí en taller en el mismo grupo vía Zoom y nos anotamos como equipo. Escribí el texto ganador un día a la una de la mañana”. Los premios para adolescente consiste en talleres de escritura.
Dopazo escribe desde muy chica. “Mi mamá, al ver que mi imaginación iba a grandes y que me entretenía mucho escribir, consultó por talleres en la zona -recuerda-. Es muy complicado encontrar talleres literarios y más para menores de edad. Siento que la pandemia ayudó a que se compartan muchas más propuestas y la virtualidad acortó las distancias. En 2016, a los nueve años publiqué un poema titulado ‘Las calles paralelas’ en una antología de la editorial Dunken. Me interesaría publicar más adelante. Todavía siento que hay cosas que perfeccionar, pero sé que tengo un largo camino por delante. No suelo compartir lo que escribo más que en el taller o con algunos familiares cercanos. El reconocimiento del Mundial me sirve a mí, como escritora y adolescente, a soltarme más y confiar más en mis escritos”.
Según adelantó Llach, en 2023 se juagarán tres mundiales de escritura. “La próxima edición se lanza a finales de marzo en asociación con la Fundación Plagio, que organiza un concurso masivo en Chile, llamado ‘Santiago en cien palabras’, y también en otras ciudades como Medellín, Antofagasta y Budapest”, dice el organizador del evento.
Lea el cuento ganador de la categoría general
“Los cielos lisos me ahogan”
Hace dos semanas mi marido trajo un ternero a casa. Tenía la pata derecha hinchada. Pudo haber sido un golpe. Quizá una bacteria. Le dije que no lo trajera. Pero lo trajo igual. En el monte de eucaliptos un ternero con la pata rota se encaja y muere, dijo. También dijo que un ternero son cuatrocientos dólares.
Lo trajo un lunes a las tres de la tarde. Yo doblaba ropa que había sacado del cordel mientras miraba el cielo por la ventana y confirmaba una de mis pocas certezas: los cielos lisos me ahogan. Aunque sean celestes y brillen. No es una cuestión de sol. Es una cuestión de aire. No puedo soportar que encima mío todo sea igual. Necesito los dibujos del cielo. El movimiento de las nubes. Las nubes blancas sobre el cielo azul. Las nubes lilas sobre el cielo rosa. Las nubes negras sobre el cielo gris. Las estrellas sobre el cielo negro. El horizonte rojo como una piel recién cortada por una hoja filosa.
Esa certeza la descubrí acá, en el pueblo de mar en el que vivimos desde hace un año. Era otoño y había sol. Estaba sola en la playa acostada sobre un poncho. Sola quiere decir que no había nadie alrededor. Tenía anteojos así que podía mirar sin encandilarme: arriba no había más que cielo. Una bolsa tensa y vacía. Yo miraba buscando otra cosa pero el mismo celeste se extendía por todas partes. Insistía. Pero nada. Antes, cuando vivía en la ciudad, no miraba el cielo. Otro día supe que me pasaba lo mismo con los cielos nublados sin matices, lácteos y uniformes. El problema es la monotonía.
Cuando escuché balar al ternero en casa por primera vez yo miraba por la ventana y pensaba en eso. Quise seguir con lo que estaba haciendo pero no pude. El balido de un ternero hambriento es como una bocina vieja. Un sonido roto e insistente que exaspera. Bajé y lo vi.
Mirá lo que es, dijo mi marido, que tenía el ternero a upa, con la voz finita que usa cuando algo le da ternura. La misma que pone cuando mira fotos de nuestro hijo bebé. Fotos de hace cuatro años que le recuerda el celular. Todavía no hicimos el álbum de nuestro hijo. Los únicos fotolibros que hay en casa son de vacas y terneros. Se los hice a mi marido como regalo de cumpleaños. A veces pienso que quiere a los terneros como a un hijo. Después me acuerdo de que los cría para matarlos.
El ternero era negro, tenía el hocico chato, las pestañas largas y los ojos grandes. Una belleza simétrica. No supe qué sentir. Mi marido lo apoyó en el suelo y lo ató a un árbol mientras seguía diciendo viste lo que es y me invitaba a tocarlo. Me acerqué y el ternero se alejó. Creo que sintió mi desconfianza. Fui de nuevo, con más ímpetu, y le acaricié el lomo. Tenía el pelo suave y tupido. Me miró, baló, bajó la cabeza y cortó un poco de pasto. Al tascar movió la mandíbula hacia los costados con un movimiento irregular, como si fuese un viejito con dientes postizos.
Le voy a preparar la mamadera, cuidalo, dijo mi marido. ¿Por qué tengo que cuidar un ternero? ¿Qué vino a decirme este ternero acá?, pensé. Lo acaricié un rato más y me alejé. El ternero me miró y baló. ¿Cuándo se empieza a querer a alguien? ¿Se puede dejar de querer? ¿Te animás a darle la mamadera así aprendés?, dijo mi marido cuando volvió con la botella lista. La agarré. Cuando me vio con la leche en la mano el ternero empezó a balar cada vez más fuerte y a sacar la lengua como si ya estuviera chupando. Me recordó a la lengua de mi hijo cuando tomaba teta. Para saber si tenía hambre le metía el dedo en la boca. Si sacaba la lengua así, como la estaba sacando el ternero, era que lloraba por hambre y no por todas las otras cosas.
Le emboqué la mamadera en el hocico de un saque. Para tomar el ternero se agachó, tiró el cuerpo hacia atrás y elevó un poco la cabeza, como si se estuviera metiendo debajo del cuerpo de la vaca. Chupó como si mi mano fuese una ubre. Ahora que lo pienso quizá yo sea un poco una vaca. La mamadera quedó vacía en un minuto.
Antes de entrar a casa me di vuelta para verlo otra vez. Sentí un impulso de ir con él pero me quedé lejos mientras me miraba con el hocico blanco de leche. El cielo ahora era gris y algunas nubes se movían lentas. En la cocina estaba mi hijo. Recién se había levantado de la siesta y quería atrapar dos mariposas. Cuando me vio corrió hacia mí. Te digo un secreto, me dijo, y acercó su oreja a la mía. Las mariposas vuelan y se van, pero yo las necesito.
De Pamela Aguirre Leonetti
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