Martín Fierro, la revista, cien años después
Durante el ritual de reordenar la biblioteca al retorno de las vacaciones, me encontré con la edición facsímil de la revista Martín Fierro, que publicó a mediados de los años noventa el Fondo Nacional de las Artes (con el fin, se explica al comienzo, de facilitar “libros fundamentales que por sus características no suelen ser publicados por sellos comerciales”).
El volumen respeta las medidas originales de la revista y es por eso inmenso, un monumento de 40 por 27 cms. Al abrirlo –el periodismo es también estar atento a las casualidades– me encontré con que el primer número de Martín Fierro fue publicado en febrero de 1924, hace precisamente un siglo. Las emociones cronológicas son una convención, pero leer concentrado ese primer número de principio a fin (del editorial “La vuelta de Martín Fierro” al aviso final de “Puloil. Limpia fija y da esplendor”) me permitió por un rato la impresión de ser su contemporáneo. Es el espejismo que producen a veces las revistas de otros tiempos.
La publicación –que había tenido un antecedente frustrado de tres números en 1919, de ahí que Martín Fierro hable de una “segunda época”– surgió de la mano de Evar Méndez y Samuel Glusberg, que convocaron a escritores más jóvenes a la confitería Richmond de Florida y otra en Avenida de Mayo para su fundación.
"Lo mejor de aquel primer número de Martín Fierro es su paródica “Salutación a Lugones”"
¿Qué hay en ese primer número? Lo que menos se recuerda es que en un principio había un sesgo politizado en esas páginas quincenales que se harían conocidas por su tono satírico y pendenciero, ligeramente vanguardista. En la página inaugural figura una socarrona “Balada del intendente de Buenos Aires”, dirigida contra Martín Noel, el alcalde de entonces, dueño de una fábrica de chocolate: “Ciudad de las torres de confitería/que surges del río puro chocolate/ con el idiotismo de tu simetría/ de tus pobladores franco disparate:/Tiene quien te gane si no quien te empate./ Y es tu prototipo y es toda tu esencia/ y es de tus faroles el mejor remate/ El chocolatero que está en la Intendencia”.
Hay también textos más o menos serios (una carta del pintor Fernando Fader, un perfil de Apollinaire, una reseña de “El grillo”, de Conrado Nalé Roxlo), pero ya figuran en ese primer número los “membretes” firmados por Oliverio Girondo, los epitafios contra escritores (“Yace aquí Jorge Max Rhode,/ dejadlo dormir en pax, que de ese modo no xode/ Max”) y las notas sociales en sorna al estilo de los diarios. También las autopublicidades irreverentes: “Si Ud cree que los senadores y los diputados son personas útiles a la nación, no lea Martín Fierro”.
Con el tiempo la revista –que desaparecería en 1927, por la adhesión de los más jóvenes al Yrigoyenismo– tendría más sustancia. Habrá más material sobre artes en general y literatura (“Montevideo”, el primer poema que publica Borges es en la edición de septiembre de ese año), lo que profundizaría sus trifulcas, al principio artificiales, después no tanto, con el Grupo de Boedo, proletario y realista.
En todo caso, y para volver al primer número, lo mejor es esa paródica y sarcástica “Salutación a Lugones” en la que Pedro de Enbeita (un vasco nacionalista al que el poeta de los ganados y de las mieses le dedicó en su momento una pomposa una “salutación”) le responde en estilo modernista con toques euskeras. Empieza así: “Saludo al gran Lugones, al vate bildugarri/, aunque con el saludo se dañe mi estogarri,/ al hombre que conocen de Egipto a California,/quien vierte al zar Homero, quien bate en la bigornia/quien sabe los misterios de la arrigorri Eleusis, quien habla de ganoza, quien habla de enfiteusis/ el osagille docto que cura, arro, la hernia/ y el mardo buscavidas que se durmió en la Auvernia”. Es evidente: esos versos no pueden ser del tal Enbeita. El misterio es quién es el anónimo que se oculta detrás de esa obrita maestra para tomarle el pelo al entonces poeta nacional.