Fragmento de la entrevista publicada originalmente en LA NACION revista el 22 de enero de 2017.
"Hay piedras con oro", decía la nena mientras trepaba sin descanso el cerro Falkner. No todos podían seguirla. Marta Minujín siempre fue indomable.
–Yo hacía de guía de turismo –recuerda hoy la artista en su taller de San Cristóbal, el lugar donde nació hace 73 años–. Pero siempre alguien se caía. Iba a caballo por caminos peligrosos. Una señora se rompió un brazo y la tuvieron que sacar por el lago, en un bote, y después en ambulancia. O iba a pie, y ahí también la gente rodaba. Y yo seguía subiendo.
¿Viste que yo digo: 'vivir en arte'? Morir en arte también. Vivir y morir en arte.
Marta tenía apenas tres meses de edad cuando descubrió por primera vez las montañas que inspirarían sus obras, igual de monumentales. Su padre, médico rural pionero en la zona, la llevó cruzando vados a caballo durante dos días hasta el lago Villarino, donde la familia construiría una hostería que ella aún visita tres veces por año.
–Para mí el sur fue fundamental, me pasé mi vida ahí. Mis padres se casaron y se fueron a vivir un tiempo a San Martín de los Andes. Allá nació mi hermano, Luis Andino Minujín. Era inteligentísimo y genial. Estaba estudiando Medicina, especializándose en leucemia, cuando se enfermó de leucemia. Sabía todo lo que le iba a pasar. Horrible. [Llama a su asistente] ¡Trinidad! ¡Trinidad!
–¿Cómo te afectó eso?
–Muchísimo. Brutal. Me mató. [A Trinidad, mientras señala una carpeta] ¿Qué más había acá de interesante? Mirá, así va a ser el Partenón.
Minujín no puede pensar ahora en otra cosa. Hace un año, cuando llegó de sus vacaciones en el sur, encontró una carta con remitente de Alemania. La invitaban a participar de Documenta, la muestra de arte contemporáneo más importante del mundo, que se realiza cada cinco años en Kassel, con su Partenón de libros prohibidos. Será una recreación del Partenón que construyó en diciembre de 1983 en la intersección de las avenidas 9 de Julio y Santa Fe con libros prohibidos durante la dictadura, para celebrar el regreso de la democracia en la Argentina. "Es una obra en progreso, de arte efímero y de participación masiva, que se completa cuando la gente lee los libros", explica la artista en un video adquirido por la Tate de Londres.
–¿Qué sentiste cuando recibiste la carta?
–Casi me desmayo. Era lo más, lo más, lo más.
–¿Lo más importante que te pasó en la vida?
–Sí, porque yo admiro muchísimo a Documenta. No hay galerías implicadas ni comercio. Los cien artistas invitados son de la máxima vanguardia y va público especializado, no turistas como a la Bienal de Venecia. Ya hay 15.000 periodistas acreditados de todo el mundo. Marca un rumbo.
–¿Qué significa esta obra en tu carrera?
–Es la más grande, la más genial y la más política, en el lugar más perfecto. Mi vida va a ser otra después de que haga el Partenón. Ya me están llamando de todos los museos del mundo, pero me van a llamar muchísimo más.
–¿Cómo te sentís cuando te reconocen más afuera que en tu propio país?
–Mal. Porque acá me reconoce la gente popular, la que no tiene un peso. Todos me aman, todo el mundo me para, no puedo caminar por la calle? Pero los coleccionistas y los funcionarios no me apoyan.
–¿Por qué creés que pasa eso?
–Porque en el mundo del arte hay cierto rechazo a todas las figuras que son medio rebeldes. Yo soy antisocial, no hago lobby.
–Desapareciste de la inauguración de tu propia retrospectiva en el Malba. ¿Por qué?
–Me mataba la gente, tanta gente. Una locura. Siempre me siento un poco acosada. Todo el tiempo, todo el tiempo la gente me reconoce. A veces para salir me pongo una campera con capucha, aunque me muera de calor. Y me saco los anteojos, porque nadie me conoce sin anteojos.
Los anteojos espejados de Marta están ahora sobre la mesa. En una habitación que en otra época fue la oficina de su abuelo, Salvador, que hacía mamelucos como el que ahora ella lleva puesto. Otro sello de su marca registrada.
–¿Por qué empezaste a usar anteojos?
–Porque en un momento fui perseguida? En la década del 70, cuando era hippie, corría peligro de que me detuvieran. Ahí me empecé a hacer unos trajes como de George Sand, y empecé a usar anteojos para que no me reconocieran. Nunca más me los saqué. Ahora, para que no me reconozcan, me los tengo que sacar.
–¿Cómo viviste la dictadura?
–Horrible. Iba y venía, entre Washington, Nueva York y Buenos Aires.
–¿Estuviste cerca de que te pasara algo?
–Sí, tuve amenazas por teléfono. Que me iban a cortar el cuerpo con Gillette, que iban a tirar a mi hijo al río...? Cuando volví de Washington un tiempo, intervinieron el teléfono. Entonces me fui al sur por seis meses. Es horrible, horrible, horrible tener miedo. A que pase cualquier auto y puedas desaparecer.
–¿Por qué solés decir que tu infancia también fue horrible?
–Primero, porque mis padres preferían a mi hermano y querían que yo hubiera nacido varón. Me pelaron a los cuatro años y no me daban nada de bolilla. Solamente cuando muere mi hermano, ahí mi padre empezó a fijarse en mí, porque yo salía en todos los diarios. Un poco lo mismo le pasó a Charly García. Yo era como la oveja negra, terrible, que caminaba por ahí vestida de negro, desaparecía noches enteras a los 14, 15 años. Era muy rebelde.
–¿Siempre tuviste esa personalidad?
–Hasta los diez años era reprimida, me escondía detrás de mi madre. Odiaba las fiestas sociales. Me encerraba, siempre era la loca de la familia.
–¿Cómo se siente que te cataloguen así?
–La verdad, yo prefería. Porque me aislaban, y yo estaba contenta. Por ejemplo, en toda mi adolescencia nunca fui a fiestas. Pintaba, pintaba, pintaba.
–¿Tenías amigos?
–A los doce años entré en Bellas Artes y me hice amiga de compañeros que tenían 40 años. El primer día estaban Le Parc, Polesello, Pérez Celis y todo el Grupo de Investigaciones de Arte Visual. Habían tomado la escuela y me quedé tres días a vivir ahí, con todos ellos. Era muy madura.
–¿Y tus padres te dejaban?
–Ni me miraban mis padres.
Después de vivir tres años en el sur, la familia volvió a instalarse en Buenos Aires. León Minujín comenzó a trabajar como médico en un barco de pasajeros y se hizo amigo del capitán, que se convertiría en su consuegro. Marta era una nena cuando conoció a su pareja –de toda la vida–, el economista Juan Carlos Gómez Sabaini.
A los 16 años falsificó su edad, se casó y se fue a París, donde vivió en un taller sin calefacción y sin baño. A los 20 quemó todas sus obras en su primer happening y dos años más tarde se instaló en Nueva York, después de haber ganado el premio nacional Instituto Torcuato Di Tella. Una vez en Manhattan, no perdió el tiempo. Fue a ver al prestigioso galerista Leo Castelli, quien ya conocía su trabajo, y gracias a él logró exhibir en la galería Bianchini la instalación participativa El batacazo, que incluía moscas y conejos vivos encerrados en cajas de vidrio. La Sociedad Protectora de Animales ordenó cerrarla en cuestión de horas, pero Marta ya se había ganado un lugar en la meca del arte: la muestra tampoco había pasado desapercibida para Andy Warhol, el rey del pop, que asistió a la inauguración.
–¿Se hicieron amigos inmediatamente con Warhol?
–Sobre todo amigos nocturnos. Íbamos a todas las fiestas, a todos los bares? Era un genio, como [Alberto] Greco.
–Greco te marcó muchísimo. ¿Por qué?
–Porque era un mago. Tenía una intuición muy fuerte. Te veía y te decía cómo eras, lo que ibas a hacer. Aparte, era el único rebelde del todo.
–¿Y a vos te dijo qué ibas a hacer?
–A él le asombraba que yo me sintiera su colega. Igual. Él era doce años mayor que yo, pero me adoptó. Adoptaba gente, como hacía Warhol.
El 12 de octubre de 1965, a los 34 años, Greco escribió la palabra "Fin" en su mano izquierda y dejó que las pastillas que había tomado hicieran efecto. Sobre una pared de aquel cuarto de Barcelona que había elegido para morir, uno de los pioneros del informalismo dejó la frase: "Esta es mi mejor obra".
–En una entrevista con LA NACION contaste que vos también habías tenido fantasías sobre el suicidio como obra. ¿Pensaste en algo concreto, en cómo podía llegar a ser?
–Sí. Todavía no estoy para suicidarme, pero la idea es poner todas las esculturas de bronce en una instalación con un horno que las va derritiendo. Yo estoy sentada en una silla de hierro, suben unas paredes que me queman y me transformo en ceniza. Quiero que mis cenizas se mezclen con las de las obras. Y alquilar, con toda la plata que tenga, un espacio en televisión para transmitirlo en vivo. Lo vería el mundo entero. Cuando me sienta mal en esta vida, lo hago. Porque no hay nada mejor... ¿Viste que yo digo: "vivir en arte "? Morir en arte también. Vivir y morir en arte.
Mientras trabaja a distancia para construir el Partenón, Minujín calma sus nervios con obras que llama "terapéuticas", de colores flúo. Tiene varias colgadas en su taller junto a otras icónicas, como las fotografías que registran el pago simbólico de la deuda externa a Andy Warhol (1985), o la instalación de un Obelisco de Pan Dulce de 30 metros de alto en la Rural (1979). Como si esto fuera poco, supervisa la remodelación de las cuatro casas que unió para convertirlas en taller, y algún día en museo. También trabaja en la edición de dos libros y atiende a los periodistas que piden entrevistarla desde que recibió semanas atrás el premio Velázquez.
–¿Qué vas a hacer con los 100.000 euros?
–Trabajar también los sábados. Porque ahora tengo asistentes de lunes a viernes, pero no puedo pagarles horas extras. No me importa mucho ganar premios, pero sí el reconocimiento de lo que muchos piensan que son disparates. Esto demuestra lo adelantada que siempre estuvo mi obra.
Minujín anticipó la globalización al realizar en el Di Tella Simultaneidad en simultaneidad (1966). El happening, ideado para realizarse en paralelo con Allan Kaprow en Nueva York y Wolf Vostell en Berlín, involucró una producción multimedia tan compleja –fotografía, televisión, teléfono, correo, radio y transmisión vía satélite– que los otros dos artistas no pudieron reproducirla. Según el curador Rodrigo Alonso, fue la primera obra de videoarte de la Argentina.
–La comunicación es muy importante en tu obra. ¿Por qué?
–Porque tenemos que estar unidos por el solo hecho de ser seres humanos. Y la globalización y la comunicación ayudan.
–Hiciste otra obra sobre el fracaso. ¿Qué es el éxito para vos?
–Igual que el fracaso.
–¿En qué sentido?
–Creo que no existe el éxito. Hay que ser "transfracasado", más allá del fracaso y del éxito. Como Van Gogh. Mi proyecto de la mujer gigante fue un fracaso brutal: era una mujer de 20 metros de alto, que se iba a instalar en la Reserva Ecológica. Nunca la terminé; hay muchos proyectos que no pude hacer. Y éxito, en las ventas, no tuve nunca. Recién ahora, un poco. Pero siempre viví del arte, por canje.
–En otra entrevista con LA NACION te definiste como "la Robin Hood del arte".
–Claro, porque agarraba los 30.000 pan dulces y se los regalaba a la gente.
–Y lo que vas a hacer en Kassel, ¿no sería un ejemplo de tu éxito?
–Lo único que me pone contenta es que se asume que siempre fui de vanguardia. Como Christo, que es el único artista parecido a mí.
–¿Cuál es tu máxima aspiración?
–Crear, crear, crear. Y seguir creando.
Marta no se compra ropa ni va a la peluquería. Cuando no trabaja, hace gimnasia; todos los días, en su casa, con la guía de un DVD. Los fines de semana los dedica a navegar con su marido, sus hijos –Facundo y Gala– y sus cinco nietos.
–Tenés una vida bastante normal.
–Ahora. Antes no dormía nunca. En la década del 90 estaba aislada, todo el tiempo con la droga. Lo que me cuesta admitir es la vejez, me parece atroz.
Un miedo aún más aterrador se materializó en 2004, cuando Minujín fue detenida en Ezeiza por portar cocaína.
–Dejé para siempre las drogas, el alcohol, todo. Por la idea de perder la libertad.
–Contaste que perdiste muchos años de trabajo por la droga. ¿Cómo hay que estar para ser creativo al máximo?
–Cien por cien vivo y sin estímulos. Yo necesito amor, amistad y libertad.
¿Por qué la elegimos?
La artista más popular de la Argentina concedió esta entrevista a LA NACION revista, que le dedicó su tapa, cuando fue convocada por la prestigiosa Documenta de Kassel para realizar la obra más consagratoria de su carrera: el Partenón de libros prohibidos, recreación de aquel otro montado sobre la avenida 9 de Julio para celebrar el retorno de la democracia en 1983. Minujín anticipaba hace tres años que sería un hito en su vida, y así fue. Con La Menesunda reconquistó en 2019 la escena neoyorquina, cinco décadas después de haber llamado la atención de Andy Warhol con sus happenings.
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