Mariquita Sánchez, protagonista de una época convulsionada
Fue una mujer que tomó la vida en sus manos, haciendo de la sociabilidad un espacio para la difusión de las ideas y el compromiso institucional
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Promediando la década de 1860, es decir hacia el final de su vida y ya octogenaria, Mariquita Sánchez se decide a escribir un relato que, según ella misma asevera, venía siéndole reclamado por amigos y allegados desde hacía tiempo. Se trata de una suerte de crónica sobre el pasado colonial, sus costumbres, su anecdotario de la vida pública y privada que ella conoce bien, por haber nacido en 1786, un 1º de noviembre, y haberse criado en el Buenos Aires del último cuarto del siglo XVIII.
Hija de una criolla bien conocida en su medio y de un acaudalado comerciante español, María Josepha Petrona de Todos los Santos Sánchez de Velazco, más conocida como Mariquita, fue la niña mimada de sus padres que eran ya bastante adultos al verla nacer: su madre, doña Magdalena Trillo y Cárdenas, tenía entonces cuarenta y un años. Cuatro menos que don Cecilio Sánchez Ximénez de Velazco, con el que se había casado en segundas nupcias hacía quince años. Hija única de la pareja y heredera de toda la fortuna familiar tras la muerte de su medio hermano Fernando (fallecido a los doce años, fruto del primer matrimonio de la madre con Manuel del Arco y Sodevilla), Mariquita creció en la célebre casona de la calle del Empedrado, entre Cuyo y San Martín.
Allí se desarrollarían los acontecimientos más importantes de su vida: los días de la infancia y la primera juventud, el nacimiento de los ocho hijos que fueron el fruto de sus dos matrimonios, las tertulias que alimentaron el clima revolucionario de 1810 y volvieron célebre a la anfitriona, la sociabilidad política que animó la residencia durante los años en que ésta fue sede del Consulado de Francia a fines de la década del veinte y comienzos de la siguiente, cuando Mariquita estuvo casada con Jean Baptiste Washington Mendeville. Se trata de la misma casa que en tiempos de adversidad política desafió, con su trajinar de visitas a veces “sospechosas”, la vigilante mirada de la mazorca; sobre todo en los años previos a 1838, cuando finalmente la dueña decidió secundar al exilio a muchos de los amigos ya emigrados. Con todo, Mariquita volvería a esa morada una y otra vez, ya sea para instalarse en ella esporádicamente –aun en tiempos de Rosas– o definitivamente hacia el final de su vida, cuando decidió pasar rodeada de los suyos y entre aquellas paredes que albergaban los recuerdos de la infancia, sus últimos años.
Pero de estos y otros asuntos personales la cronista habla poco o nada en las memorias que escribe hacia 1860; aún cuando, como veremos, la sensibilidad político partidaria que animó a Mariquita a lo largo de la vida se filtra en su visión del mundo y de las cosas al momento de escribir. En cambio, en esas páginas ella se dedica, sí, a trazar un panorama tan somero como incisivo del pasado colonial, que después de más de cinco décadas de convulsionada vida republicana comienza a resultar lejano para la conciencia de las generaciones más jóvenes, entre las que Mariquita contaba numerosos adeptos. Es precisamente esto último lo que la decide a escribir un cuaderno de memorias que –según se sabe por tradición familiar– estuvo originalmente dedicado a ilustrar la curiosidad de un joven amigo: don Santiago Estrada, porteño veinteañero (hermano de otro querido interlocutor de Mariquita: José Manuel Estrada) quien por esos días visitaba diariamente la antigua casona de la calle Florida. Él es el mentado lector de esa obra, al cual la memoralista se dirige en segunda persona desde los primeros párrafos:
Cuánto tiempo hace que me pides una noticia sobre lo que eran estos países antes de la venida de Beresford. No sólo tú, sino muchos de mis amigos han insistido con empeño sobre esto. Pero para escribir se necesita lo que no tengo, el espíritu libre, tranquilidad al menos para no ser interrumpido a cada momento y otro carácter que el mío. Pero cedo a tus reflexiones, y escribo sólo para ti, sin método ni orden; aprovecharé los pocos momentos de mi tiempo que me dejen mis ocupaciones y te contaré lo que crea te puede divertir o interesar.
El tono directo y a la vez confidencial de estas líneas iniciales que estuvieron extraviadas durante años –y que no están incluidas en la primera edición de los Recuerdos del Buenos Aires virreynal– introduce en el relato una cantidad de cuestiones que sin dudas estaban dando vueltas en la cabeza de Mariquita al momento de sentarse a escribir, y que ella pronuncia más o menos sesgadamente [...]
Pueden entreverse en estas líneas las autoexigencias y los temores, tanto como los pretextos que adopta la cronista para eludir los juicios severos que en su época todavía solían esgrimirse contra las mujeres que se atrevían a enarbolar la pluma en pose de escritoras: a ella le falta lo necesario para llevar adelante esta tarea que, bien hecha, requiere concentración y calma interior. De tal modo concibe Mariquita el oficio de escritor
a y, al menos en parte, habrá que creerle porque, efectivamente, esas condiciones resultan muy difíciles de conseguir para una mujer de trato como ella. Una mujer que aun anciana está siempre ocupada en organizar tertulias, en mantener relaciones con personalidades notables del ambiente local e internacional. A menudo asumiendo un rol de “mediadora” entre amigos o conocidos, para facilitar encargos o abastecer los propios intereses y los de su familia. Desde luego, una mujer así debe estar al día de todo lo que se escribe en los periódicos y lo que dicen los libros que comentan los amigos del círculo. También debe ocuparse de sostener una profusa correspondencia epistolar que a menudo la agota porque resulta interminable. Y de atender los compromisos institucionales con la Sociedad de Beneficencia, institución pública en la que Mariquita tiene desde su fundación un protagonismo decisivo, y en la que durante los últimos años de su vida se desempeña nada menos que como Presidenta (1866-1867). Todas esas son las “ocupaciones” cotidianas de Mariquita desde hace años: se trata, en suma, de un quehacer que acota el tiempo y la disponibilidad, que constriñe la escritura definiendo el tono sintético, panorámico de la narración. Es a esto a lo que alude subrepticiamente en la advertencia inicial que hace a Estrada.
Y aunque su interlocutor lo sabe de antemano porque conoce bien a la cronista, ella prefiere recordárselo y poner de relieve sus antecedentes personales, las condiciones en las que, no obstante, se decide a escribir el texto de las memorias. Lo hace para justificar las posibles falencias u omisiones pero también porque espera de su amigo un reconocimiento o una valoración justa por la tarea emprendida, que ella sólo se atreve a confiar a los más próximos. Es decir: desde la perspectiva de Mariquita, ese reconocimiento sólo puede dispensarlo un lector idóneo, capaz de comprender el verdadero sentido de esa frase inquietante, decididamente contradictoria, con la que arrancó el relato: “para escribir se necesita lo que no tengo”.
En Mariquita Sánchez. Bajo el signo de la revolución (Edhasa, 2011), de Graciela Batticuore
PARA SABER MÁS
Promocionada como “la película que marca una nueva era” en la cinematografía argentina, el 24 de mayo de 1954 se estrenó El grito sagrado, película de César Amadori que recreaba la vida de Mariquita Sánchez de Thompson. La actriz Fanny Navarro interpretaba a Mariquita, en el marco de un guion escrito por el poeta Pedro Miguel Obligado y concentrado en dos aspectos centrales de su vida: la independencia amorosa y la identificación con los ideales de Mayo. La película está en la plataforma Cine.Ar
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