Marina Yuszczuk obtuvo el premio Sara Gallardo con “La sed”, una novela de vampiras
Poeta y narradora, es también editora del sello Rosa Iceberg; el premio, de 500.000 pesos, reconoce la calidad literaria de las escritoras argentinas y honra a la autora de “Los galgos, los galgos”
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Con una novela de terror, La sed (Blatt & Ríos), la escritora y editora Marina Yuszczuk (Buenos Aires, 1978) resultó ganadora de la primera edición del Premio Nacional de Novela Sara Gallardo, en que concursaron más de cien obras de autoras argentinas publicadas entre enero de 2019 y diciembre de 2020 por una editorial nacional. El jurado integrado por Ana María Shua, Federico Falco y María Teresa Andruetto eligió esta historia con dos protagonistas femeninas narrada en dos tiempos: en el siglo XXI, una joven madre vive con inquietud la inminencia de la muerte de su madre y los efectos sombríos del duelo; en el XIX, una vampira llega a Buenos Aires durante la epidemia de fiebre amarilla, para integrarse (a su modo) a la vida de una ciudad naciente. La novela ganadora (una de las mejores publicadas en el país en 2020) también compite como finalista en la segunda edición del Premio Fundación Medifé-Filba.
“Me sorprende que le hayan dado el premio a un libro tan raro, porque es lo que pensaba mientras lo escribía y lo sigo pensando -dijo la autora a LA NACION-. Y lo tomo como una especie de beca que me da tiempo para escribir una nueva novela, me muero de ganas”.
El anuncio tuvo lugar hoy en la Sala Argentina del CCK, y del acto de premiación participaron el ministro de Cultura de la Nación, Tristán Bauer; la secretaria de Desarrollo Cultural, Lucrecia Cardoso; la directora Nacional de Promoción de Proyectos Culturales, Agustina Balduzzi, los tres integrantes del jurado (de manera presencial y virtual) y las diez autoras finalistas del premio de novela (aquellas que no residen en la ciudad de Buenos Aires participaron de manera virtual). Tras un año y medio de terror, y en plena revalorización del género cultivado por Stephen King, Anne Rice y Mariana Enriquez, no es casual que una novela sobre la sangre y la muerte haya cautivado a los jurados. La autora recibirá 500.000 pesos.
La sed se impuso a las otras nueve finalistas: Era tan oscuro el monte, de Natalia Rodríguez Simón; Fugaz, de Leila Sucari; No es un río, de Selva Almada; La última lectora, de Raquel Robles; Cometierra, de Dolores Reyes; Transradio, de Maru Leonhard; De dónde viene la costumbre, de Marie Gouiric; Con V de Villera, de Lula Comeron, y La ruta de los hospitales, de Gloria Peirano. Cinco novelas obtuvieron menciones del jurado: la de Rodríguez Simón, publicada en 2019 por Mardulce; la de Almada, editada en 2020 por Penguin Random House; la de Robles, que lanzó en 2020 Fondo de Cultura Económica; la de Gouiric, publicada en 2019 por Penguin Random House, y la de Peirano, lanzada en 2019 por Alfaguara.
Yuszczuk es doctora en Letras por la Universidad Nacional de La Plata y autora de los libros de poemas Lo que la gente hace, Madre soltera y La ola de frío polar, de la novela La inocencia y los cuentos de Los arreglos y ¿Alguien será feliz? Es editora del sello Rosa Iceberg, que publica cuentos, novelas, autoficciones y nouvelles de escritoras argentinas como Rosario Bléfari, Gabriela Bejerman, Cecilia Fanti y Flor Monfort. También colabora con reseñas de cine, series y literatura en medios gráficos. La autora contó que antes de publicar su novela se la había dado a leer a la escritora Mariana Enriquez, que le hizo una “devolución inteligentísima”.
“Se está generando un movimiento muy fuerte que estamos impulsando las mujeres y disidencias, y me da mucho orgullo ser parte de esto -dijo la escritora ganadora en el CCK-. Es muy gratificante compartir este premio con escritoras que he leído durante tantos años”.
Por su parte, Bauer señaló que el premio pretende revalorizar el papel de las mujeres en la cultura argentina. “Queda mucho por hacer y desde este Ministerio asumimos el compromiso para seguir trabajando y articulando políticas que reivindiquen a las trabajadoras de la cultura. Sé de la importancia de la palabra y de las palabras escritas. Alentamos desde acá a que sigan escribiendo y agradecemos a todas las autoras que se presentaron en este concurso”. Lucrecia Cardoso destacó el carácter federal del certamen e indicó que habían concursado autoras de catorce provincias y que de las 105 novelas presentadas, 75 formaban parte de catálogos de sellos independientes (entre ellas, la novela ganadora), siete habían sido autoeditadas, cinco publicadas por editoriales universitarias y dieciocho de grandes grupos.
“Es una gran felicidad que exista un concurso de novelas publicadas de mujeres por parte del Ministerio de Cultura de la Nación que lleve su nombre -dijo la escritora María Teresa Andruetto-. Fue un gran honor ser miembro de este jurado y hemos leído las novelas con una gran responsabilidad: discutiendo mucho cada decisión. Fue muy interesante leerlas y releerlas a todas las novelas que se presentaron. También fue muy difícil elegir a las diez novelas finalistas y mucho más difícil elegir las menciones y a la ganadora final. Son todas muy merecedoras de este premio”. Para Andruetto, La sed es una “novela compleja y de una escritura muy refinada, que rinde homenaje a las grandes novelas de todos los tiempos” y que toca temas como el erotismo entre mujeres, la maternidad y la herencia, la transformación de Buenos Aires en doscientos años y la dificultad de transitar la muerte de un ser querido. Al final del acto, la actriz Lorena Vega leyó un fragmento de la novela de Yuszczuk.
Así empieza la novela ganadora
Es un día blanco, la luz quema los ojos si se mira directo al cielo. El aire no se mueve. Contra las nubes encendidas, el ángel que pliega sus alas en lo alto de una de las bóvedas se ve completamente negro. Parece un depredador, un pájaro al acecho. Podría extender las alas y bajar en vuelo rasante si no fuera porque la piedra lo fija en su lugar. Hace muchos años la misma peste se hubiera representado así, como un ángel oscuro recortado contra un cielo de ceniza.
A nadie parece llamarle la atención. Como si las estatuas no fueran más que piedra, una multitud de turistas avanza con sus cámaras sobre el cementerio. Esto pasa todos los días y siempre es igual, aunque ellos no sean los mismos. No gritan, no se ríen, no hablan en voz alta. Respetan algo que no saben bien qué es, y buscan su camino entre las tumbas con un interés moderado. Se detienen en lo histórico: los presidentes, escritores, nombres importantes. Hacen de la lectura de las lápidas un juego de reconocimiento escolar. O si no, dejan que el atractivo de las formas los guíe en su paseo por el laberinto: alas extendidas como en un movimiento de ballet, manos que sostienen una cabeza delicadamente, venciendo la rigidez de la piedra.
A veces se pierden entre los corredores que agrupan las bóvedas en manzanas y replican la forma de una ciudad. Aunque el cementerio es pequeño, es el conjunto de diagonales que se irradia desde un punto cercano a la entrada el que los lleva a rincones insospechados y los hace perder la orientación. Pero también es el hecho de caminar mirando hacia lo alto, bajo la sombra de estatuas como la Dolorosa, que se cubren el rostro para ocultar el sufrimiento y finalmente parecen ocultar algo mucho peor.
Este es el cementerio más antiguo de la ciudad, y el único que conserva para la muerte la elegancia de otra época. Un sueño de mármol hecho con dinero, el de las familias ricas. Solo los que podían comprar su derecho a la poesía de la muerte están acá; para los otros, las fosas comunes o las piedras desnudas que sellaron definitivamente su insignificancia sobre la tierra. Esta tarde recorro los pasillos de baldosas grises y me pregunto dónde me sepultarán, si me pudriré lentamente bajo tierra o en uno de esos nichos apilados como en estanterías, uno de los más altos, donde un único clavel marchito dé testimonio del olvido. Pero los visitantes parecen tranquilos, divertidos incluso, mientras disparan la cámara hacia una lápida de renombre, una bóveda más lujosa que las otras.
Es la ausencia de olor a podredumbre lo que los ayuda a abstraerse. Como son muchos los recaudos que se toman para que la putrefacción no chorree y se escape de los cajones en forma de líquido o de gases, este es el único cementerio de la ciudad que no tiene ese olor rancio, dulce, ofensivo, de la lenta descomposición de los cuerpos. Las flores nunca consiguen taparlo. Se te mete en la nariz, y sabés que no lo vas a olvidar nunca. Es más insidioso que los excrementos, que la basura, quizás porque podría, si no se conociera su procedencia cargada de espanto, ser un perfume. Es solo la carne la que conoce el horror; los huesos, cuando están limpios, bien podrían ser fósiles, pedazos de madera, objeto de curiosidad. Pero la carne es lo que me desvela en estos días.
Hace unas semanas que vengo compulsivamente al cementerio y esta vez trato de conjurar, de día y acompañada por mi hijo, un recuerdo que me perturba. Él corre varios metros adelante mío y no imagina lo que estoy pensando. Tiene cinco años; al principio se enamoró del cementerio que parece un laberinto, de esta ciudad en miniatura, y en un momento me pidió por favor que no lo trajera más. Le dije que hoy sería la última vez, prometí comprarle un regalo si me acompañaba y accedió. Ahora juega a perseguir a un esqueleto que se llama Juan, le puso nombre. Busca, entre todas las bóvedas, la que tiene grabadas en el vidrio de la puerta un par de tibias y una calavera: cree que adentro hay enterrado un pirata.
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