María Negroni. “Así como podés ir de la vida a la obra, es muy difícil ir de la obra a la vida”
La autora publicó una nueva novela y un poemario, y se reeditaron dos libros de ensayos; este sábado cierra la primera edición del Festival Borges con una conferencia
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En su nuevo libro (¿novela?, ¿réquiem?, ¿libro de citas?, ¿autobiografía ficticia?), la escritora, traductora y docente María Negroni (Rosario, 1951) versiona el pasado propio e inventa una lengua, entre poética y narrativa, íntima y social, para componer los retratos de una madre “letal” y el de una niña “subversiva”, protagonistas de una historia donde no faltan alusiones al contexto local. Exilios internos y externos, travesías por bibliotecas de provincias, parisinas o neoyorquinas; años de militancia revolucionaria (con pase a la clandestinidad incluido), reyertas conyugales y los inicios de una aventura -la literaria- en la que El corazón del daño (Literatura Random House) representa el capítulo más reciente.
Este año, hubo una eclosión de la literatura negroniana, caracterizada por la indefinición genérica, la extrañeza y un apetito poético que puede nutrirse de versos de Juan Gelman, la estadounidense Emily Dickinson y la brasileña Ana Cristina Cesar. Bajo la Luna publicó en el país Oratorio, un libro de poemas; Caja Negra, la edición ampliada de Pequeño mundo ilustrado, y La Marca, Film noir. En pocas semanas, Club Cinco Editores reeditará una de las novelas de la autora, La anunciación, que aborda los años juveniles de la militancia en la Argentina. “Fue una época muy traumática, muy difícil y de muchísimo miedo -dice la autora a LA NACION-. Son áreas que quedan resguardadas, porque una tiene cautela”. Varios de sus libros, como Archivo Dickinson, Interludio en Berlín y Exilium, se publicarán en inglés próximamente.
Negroni, que dirige la maestría en Escritura Creativa de la Universidad Nacional de Tres de Febrero (Untref), también participó de la tercera edición del #BorgesPalozza y cerrará la primera edición del Festival Borges el sábado próximo, a las 20, con un texto inédito sobre la presencia en la obra de Jorge Luis Borges de la literatura medieval escandinava y, en especial, de las sagas islandesas. “Islandia es un descubrimiento lateral en la obra de Borges -dice la autora de Islandia-. Escribe sobre Islandia, pero lo hace en forma tardía, no al comienzo de su obra. Es un sendero que toma cuando empieza a interesarse por el estudio del anglosajón antiguo. Sus poemas donde aparece Islandia por primera vez son tardíos. Gracias a Borges, Islandia pertenece a la tradición literaria argentina”. Para Negroni, todavía falta mucho tiempo para entender la riqueza y complejidad de la obra borgeana.
-¿Cuándo escribiste El corazón del daño?
-Lo terminé antes de que empezara la pandemia. Después, entre que lo mandé a le editorial y lo leyeron, no fue muy lento el proceso, pero viste cómo es. Lo aceptaron, se decidió esperar, se lo pateó para este año. Fueron una serie de decisiones más bien editoriales.
-¿Es tu primer libro en Penguin Random House?
-Sí. Es una anécdota. Yo estaba firmando ejemplares en la Feria del Libro hace unos diez años de Pequeño mundo ilustrado en el stand de Caja Negra. Aparece un señor que me di cuenta de que era importante porque todos los que estaban se le fueron alrededor. Yo, que soy muy despistada, me pregunté quién era. Alguien me dijo que era Claudio López Lamadrid y que era editor en Madrid. Termino de firmar y él se me acerca y estaba con Ana Laura Pérez- y me pregunta: “¿Vos sos la autora de este libro?”, le dice a Ana: “¿Por qué no la tenemos en el catálogo?”. Yo quedé sorprendida. Ana Laura me pidió el teléfono y me llamó al día siguiente para desayunar. Le dije que escribía poesía, básicamente. Quiero decir, las novelas para esa altura ya habían salido. Me pidió que la llamara si alguna vez escribía una novela. Y me acordé. Ponele que se la haya mandado en 2019. Ella me dijo que a él le hubiera encantado ese libro, pero no sé porque no lo conocí más de dos minutos.
-¿Tu madre en qué año falleció?
-En 2016.
-¿Es un libro de duelo?
-Es muchas cosas. Claro, fue después que ella murió. No sé cómo lo empecé a escribir. El arte me parece que tiene eso paradójico: por un lado, parece que da vida y, por otro, hay una muerte también. ¿Viste que los artistas quieren que la obra sea como algo vivo? Pero cuando la obra culmina, hay algo del escritor o la escritora que se muere. Es como en el cuento “El retrato oval” de Edgar Allan Poe. Hay un pasaje extraño ahí.
-¿Como si el arte fuese la vía para llegar a la verdadera vida?
-Es complejo el tema. Por un lado, está eso y, por otro, lo que decía sobre el carácter vampírico del arte. Lo que vos decís es cierto, también es eso y es una de las cosas más interesantes de la literatura y del arte, que es el reino del “y”. Esto y lo otro y lo otro, todo al mismo tiempo, es rarísimo.
-¿El libro fue parte del duelo?
-Para mí fue muy difícil escribir este libro. Yo no sé lo que escribí. Creo que hay muchas cosas ahí. Habla también sobre el origen de la escritura y del lenguaje. La lengua materna, como digo. Hay una especie de creencia, pero también de pelea con esa herencia, de disputa de quién tiene el poder del lenguaje y para qué. Creo que eso fue el disparador y después lo que terminó ocurriendo es que es un libro que trabaja mucho con la ambigüedad. Es difícil poner líneas claras entre la realidad y la ficción, el personaje y la autora, la vida y la escritura. Trabaja en una zona pantanosa, borrosa, ambigua.
-También es un libro de libros porque hay muchos extractos de libros tuyos y de otros autores.
-Sí, quizás, es algo de cómo se va consumando o consumiendo la vida en la obra; cómo se va traduciendo o pasando de la supuesta “realidad” a transformarse en distintos objetos verbales, los libros. Después están, como vos decís, no solo eso, sino además los libros que me acompañaron y con los que dialogo.
-¿Te acompañaron en el proceso de escritura?
-No, no. Son mis amigos imaginarios. Esos y otros. Incluso, hay peleas entre las ideas, ¿no? Para ser francos, la relación es compleja entre la experiencia y la escritura. Siempre recuerdo que Juan Gelman tenía una frase muy tangible: “La poesía es la ceniza que cae del pucho”. Muy clara esa imagen. No hay una sin la otra. Por otro lado, esa otra cosa, esa ceniza que cae, es independiente, tiene una autonomía. Así como podés ir de la vida a la obra, es muy difícil ir de la obra a la vida. No es una traducción, en todo caso, sería una tergiversación. Me acordé de una cosa que decía Vicente Huidobro: “Un poema es hermoso porque crea realidades que, si no existiera el poema, no existirían”. Entonces, la obra crea cosas que no son la vida, se autonomizan. Es muy interesante para mí porque es la primera vez que hago algo así con materiales autobiográficos, pero al mismo tiempo ese objeto que está ahí no se puede volver a traducir a la vida porque está creando otra cosa. Quizás, esto de Huidobro no solo se podría aplicar a un poema; en la narrativa pasa lo mismo. Es un enigma y es lo maravilloso de escribir: nunca tener respuestas claras.
-¿Se podría decir que es una autoficción?
-No sé qué es. Yo siempre digo que el único personaje que interesa en la literatura o en cualquier libro de ficción es el lenguaje. Eso es algo que viene de la poesía. Acá me parece que pasa un poco lo mismo. La verdad, no soy una lectora de autoficciones. He leído algunas cosas, en una época me interesaban mucho los relatos de hijos de desaparecidos. Es interesante por la discusión que hay sobre si son testimonios, si la función es la denuncia política, la memoria. Para mí, no son testimonios, aunque tienen elementos testimoniales, pero la intención de los autores es justamente armar con eso una obra literaria. Después no leí mucho. Me aburre cuando el yo es muy obvio y dominante. No soy tampoco muy amante de la ficción; me gusta mucho el ensayo. Tengo una cosa medio anacrónica porque leo cosas muy viejas. Me parece que en el caso de este libro es que es la consecuencia lógica de todo lo que está hecho antes.
-¿En qué sentido?
-No sé, tengo la sensación. Viste que yo voy contando que hay un deseo de desmarcarse muy claro. Es inconsciente, lo veo, pero no sé muy bien a qué obedece. Me doy cuenta de que me estoy corriendo permanentemente. Digo, si hay un boom de la autoficción, no fue a propósito porque no lo sé, pero podríamos decir que iría a otra diferenciación o desmarcamiento. Así me sale. Lo que no está escrito no lo sé y, a veces, ni lo que está escrito sabe uno. En fin.
-¿Tu madre era parecida a la figura que aparece en la novela?
-No creo. Yo creo que la memoria es una invención o una forma de la invención porque uno se cuenta historias. Todos nos narramos historias de la infancia. Es fascinante porque de hecho en el libro aparecen cosas que no son verdad. Algunas cosas sí son reales, como que era asmática, por ejemplo. Eso fue importante para mi vida como escritora porque yo siempre tuve una conciencia inconsciente de que no había mucho aire para hablar; por eso escribía poesía. Incluso, en la prosa, las frases son más bien cortas. Hay que decir lo más posible con la menor cantidad de palabras posibles, hay que ir al hueso de las cosas, sin perder mucho tiempo ni aire. Ahora, el personaje de mi madre es inventado de cómo yo me la fabriqué.
-¿Para qué se escriben los libros?
-Se escribe para iluminar las preguntas, no para buscar respuestas porque no las hay. Te metés en una especie de boca de lobo siempre que escribís, de ahí la famosa catábasis y los descensos de los héroes al Hades desde el comienzo de la literatura. Te metes ahí, muy cerca de la muerte, la oscuridad, lo que no se entiende, lo que nos sobrepasa, y te vas con la esperanza de clarificarte una o algunas preguntas. Cuando algo de eso se ilumina, tampoco es para siempre, eso es el efecto estético: ese momento donde uno piensa o siente algo distinto. Dura un segundo. Pienso que este libro también es una pregunta inmensa que tiene que ver con, no sé, qué es esta vida o dibujo o existencia que me tocó y con la que hice ciertas cosas. Ni mejor, ni peor que otras. Es un dibujo, como cualquier vida de cualquier persona.
-¿En los años de militancia política, antes de la dictadura, ya escribías poesía?
-A mí me tardó legitimar mi vocación. Yo tenía que ser abogada desde niña porque mi padre tenía un estudio y se suponía que lo iba a heredar. Yo escribía, me acuerdo, pero en ese momento escribir era considerado una actividad burguesa y una pérdida de tiempo porque había que hacer la revolución. Ese es el primer vínculo entre fracaso y escritura. La escritura está muy relacionada con la pérdida siempre, en todos los ámbitos y aspectos.
-Pero ¿se gana algo?
-Sí, ciertos momentos de iluminación extraordinarios. Son momentos de una calidad e intensidad que no los reemplaza nada. Son pequeños hitos de comprensión. Vivir es bastante desconcertante, vivimos sin pensar mucho en general. Vivimos en la cárcel de la convención, del sentido común, de lo previsible y todo eso. El arte es un viaje a lo desconocido o lo incomprensible y ahí, de repente, surge esa iluminación maravillosa, no tiene precio. Además, es lo que uno agradece en los libros. Yo antes que escritora me considero lectora, amo la lectura porque es el placer más absoluto. Por supuesto, hay libros que me aburren, pero los libros que me gustan cuando termino de leerlos le digo “gracias” a la persona que escribió.
-¿Qué tiene que tener un libro para que te guste?
-En general, me gusta cuando hay una combinación muy abigarrada entre emoción y pensamiento. Lo digo como si fueran dos cosas distintas, pero yo siempre digo que el pensamiento es una emoción. La poesía está llena de ideas. Nada más lejos que ese lugar común que dice que “la poesía es pura emoción”. ¿Qué busco en los libros? Afinidad. Creo que hay libros que son para uno y otros que no.
-¿Qué le suma la poesía a la narrativa?
-Ahí te contestaría que mucho no me interesan los géneros literarios; no existen. En todo caso, es una necesidad del mercado que tiene que categorizar y ordenar las bibliotecas para que la gente sepa. No es mi problema, para mí lo que hay es escritura o no.
-¿Cuándo no hay escritura?
-Cuando no pasa nada a nivel del lenguaje. Para mí, desde donde yo lo miro, lo único que interesa es la tensión que se produce en la manera de usar ese material verbal. No hay otra cosa: la realidad para la literatura es verbal. Puede después coincidir o tomar elementos o nutrirse de una cosa u otra.
-¿Los escritores siempre esperan un reconocimiento o legitimación?
-Es una paradoja enorme. Sí, sobre todo cuando sos joven, te importa mucho, pero cuando te llega ya no te importa. A mí lo que me importa es que cuando vos te metés en el camino de escribir el deseo más grande es escribir un libro que sea así como el de alguien que uno admira mucho, esos híper deseos. Yo sí siento que eso está intacto. No sé cómo explicarte. Es escribir una frase y armar algo. Sí tengo un deseo de crecer como escritora e ir más allá, no sé cuál es el más allá, pero el deseo está. Lo otro viene a destiempo. Además, empezás a entender que la cuestión del reconocimiento es arbitraria, caprichosa. A veces, uno se pregunta cómo puede ser que escritores con tanto reconocimiento después desaparezcan del mapa. Ahí es donde uno dice “qué importa” y eso sin entrar en cuestiones más metafísicas. Ahora, los libros están y se van a seguir leyendo.
-¿Eras muy amiga de Tamara Kamenszain?
-No tanto. Nos conocimos en un viaje que ella hizo a Nueva York con su hija, que tiene la misma edad que la mía. Ellas se hicieron íntimas y cada vez que veníamos a Buenos Aires se veían y empezamos nosotras una relación ahí. La respetaba mucho y la invité a dar clases en la maestría de la Untref; una escritora muy interesante, Tamara.
-¿Lees bastante poesía?
-Bastante. Me gustaría leer más. Entre lo de la maestría, donde leo lo que escriben los chicos, y que soy un poco anacrónica en las lecturas, me cuesta seguir el ritmo. Publiqué ese artículo en LA NACION sobre “la obligación de lo actual” donde me peleaba con eso. En la Argentina, el medio literario es un poco endogámico para mi gusto. Si uno se limita a leer solo a sus contemporáneos, no le queda tiempo para leer lo demás. Es un problema eso. Es una cuestión de cantidad de tiempo para leer y hay que decidir.
-¿El auge del feminismo en los últimos años ayudó a visibilizar la escritura de las mujeres y en qué no ayudó?
-Otra vez la paradoja. Por un lado, sí, dio otra recepción y visibilizó porque las mujeres escribieron siempre. Por otro lado, hay una cosa que es tremenda y es que es muy difícil hasta de articular porque, de repente, se puede volver en contra eso. No podría explicar muy bien de qué modo, aunque luego en la historia y con suficiente tiempo todo va a decantar. Por momentos, me parece que hay cosas confusas. Hay ciertas reivindicaciones sociales de género que son muy válidas y que no necesariamente son o están literariamente a la altura de lo que proponen o representan o querrían representar. De repente, son obras que tienen mucha visibilidad porque rápidamente los mercados cooptan. Se reeditan, se publican, se buscan, se estimulan cosas y de repente uno dice “no”. Son confusiones temporarias. No está mal que pase esto, a la larga va a ser algo positivo. Me parece que en El corazón del daño se hace una arqueología de la escritura y ahí entra también cómo se hace una escritora mujer: cómo llega a lo que va llegando, cuáles son los conflictos que atraviesa. Es como una especie de novela de iniciación o aprendizaje. Otra cosa que me gustaría agregar es la importancia de la infancia en el libro. La madre es el reverso de la niña también, ¿no? Hacer girar todo un libro alrededor de ese personaje materno también es quedarse en el lugar de hija. Me parece que hay algo que tiene que ver con una defensa de la infancia como parte del activo de un o una artista. El seguir girando alrededor de la figura materna es seguir estando en el rol de la hija que cuestiona, que es subversiva e insoportable.
Así comienza El corazón del daño
En la casa de la infancia no hay libros.
Patines hay, bicicletas, cajas de cartón con gusanos de seda, pero no libros.
Cuando le digo esto a mi madre, se enfurece.
Por supuesto había libros, dice.
No sé. En todo caso, no hay una biblioteca de ejemplares ingleses como la que tuvo Borges.
También de otra cosa estoy segura: una mujer hermosa y difícil ocupa el centro y la circunferencia de esa casa. Tiene los ojos grandes, los labios pintados de rojo. Se llama Isabel, pero le dicen Chiche, que significa juguete, pequeño dije, objeto con que se entretienen los niños.
En una escena interminable, la miro maquillarse en el baño.
Un hechizo de ver esa mujer. A las veces, hambre y golosía.
Adentro puro, enigma puro.
Mi fascinación la divierte. De vez cuando, mira hacia abajo y me ve. Solo de vez en cuando.
Mi madre: la ocupación más ferviente y dañina de mi vida.
Nunca amaré a nadie como a ella.
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