María Martoccia: “Si comprendiera cómo escribo, dejaría de hacerlo”
Escritora huidiza, no tiene redes sociales ni le interesan las polémicas del micromundo literario; acaba de publicar una nueva novela, “La mujer sin razón”, donde se permite mezclar lo autobiográfico con la ficción
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A diferencia de muchos de sus colegas (y a semejanza de unos pocos, como César Aira y Edgardo Cozarinsky), la escritora María Martoccia (Buenos Aires, 1957) no presenta sus libros ni da talleres; evita las entrevistas y, al mantenerse alejada de las redes sociales, casi no participa de los debates públicos literarios y extraliterarios. Escribe, traduce y, ocasionalmente, lee para editoriales y concursos. Hasta ahora, se mantuvo al margen de la campaña del “boom” de la escritura de mujeres. Como tampoco publica una novela o un libro de cuentos por año, el lanzamiento de La mujer sin razón (Beatriz Viterbo) representa un acontecimiento para los lectores que la conocen y los que quieran descubrirla.
La novela enhebra escenas de la familia Marini cuyos integrantes (abuelos, padres, tíos, hermanos y primos de Isabel, la niña narradora) están unidos y enfrentados por motivos ideológicos, morales e incluso estéticos. Por su curiosidad, audacia y fina percepción, Isabel se integra a la estirpe de la Maisie de Henry James, la Alicia carrolliana o el Milo de Alrededor de la jaula, de Haroldo Conti. “Isabel está siempre atenta a lo que ocurre a su alrededor, escucha detrás de las puertas, espía -describe Martoccia-. No es una nena cómoda con otros nenes. Por sus compañeras siente desdén. A su vez, hace berrinches, se tira al piso, se rompe la ropa como una nena chiquita”.
En el universo de Isabel, la escuela es menos importante que los libros de la biblioteca familiar, la autoridad es un concepto elástico y la realidad, apenas un tedioso entreacto existencial. Miguel, su padre, es médico -un médico que desaconseja tomar medicamentos, que antepone la amistad a la ley y no quiere hacer carrera como cirujano-; Julia, su madre, amante de la lectura, la ropa y los hombres, padece crisis nerviosas. Y tiene dos hermanos mellizos apasionados por los experimentos (y aislados del resto). La novela abarca un periodo de tres años.
“Empecé a escribir La mujer sin razón en un departamento destartalado de Montevideo, donde una vecina me pedía cada diez minutos el sacacorchos y cada diez minutos me lo devolvía -dice Martoccia a LA NACION-. La idea: escenas de una infancia argentina, de los años 60 hasta mediados de los 70. Siempre empiezo sin plan; si armo el comienzo, se irá dando el relato, la novela, lo que sea que ya está de algún modo planteado en la primera escena, el germen, el potencial. Esta explicación a posteriori es algo forzada, pero es la única que tengo. Justamente, me gusta escribir porque no pienso nada de lo que estoy diciendo. Si comprendiera cómo escribo, dejaría de hacerlo, escribir para mí tiene el encanto y el gusto de las cosas que no comprendo. Escribo y después pienso lo que dije, o no”.
La novela está narrada en una primera persona que se desliza del plural al singular. “Tuve que decidir qué persona elegir, no quise la tercera ni el peso de ‘María’, mi nombre -revela-. Entonces me pregunté cómo me llamaría si naciera hoy. ‘Isabel’, decidí. Y, así, sintiéndome cómoda con el nombre, pude ser yo siendo otra”.
El tiempo de la novela coincide con el de la infancia de la autora. “Es una familia enfrentada, dividida por todo: la ideología, la clase social de sus integrantes, la actitud ante el dinero. Por ejemplo, en la escena del nene enfermo [un primo de Isabel con hidrocefalia], cuando el padre le reprocha a la madre que ella lo mataría para acabar con su sufrimiento y ella, a su vez, le responde que en su familia matan de otro modo, ya que compran madera barata porque explotan a los indios en el norte del país para amasar una fortuna, creí recordar discusiones interminables que oí en mi propia infancia sobre la eutanasia y sobre el derecho a ejercer la violencia con fines políticos. Pero puede ser que imagine esas conversaciones. Me creo todo lo que escribo. Eso sí, la violencia es parte de la recreación de esa época”.
¿La novela tiene elementos autobiográficos? “Claro -responde-. Madame Bovary soy yo, dijo Flaubert. Siempre busco en la memoria que es parte de la imaginación. A la hora de escribir, recurro a las montañas de recuerdos e historias que tengo. Modifico, completo, amplío. ¿Quién no quiere cambiar el pasado? Y no siempre esa modificación significa mejorar, significa interpretar. Cuando escribo, suelo encontrarme con algo que hace mucho me había olvidado. ‘Ah, mirá esto que pasó', me digo, sabiendo que, en realidad, puede no haber pasado. La literatura aclara, oscurece, sintetiza”.
“No es una novela sobre ningún tema -señala la autora-. Es la historia de una familia en particular, donde hay una relación madre-hija, y también padre-hija, enfermedad, violencia, dinero, delito. El padre de Isabel firma el certificado de defunción para ocultar algo que podría ser considerado un femicidio, y afirma: ‘Para mí, la amistad está por encima de la ley’. Que dijera eso me sorprendió, viniendo de él, que habla tan poco. Hay política y persecución, ambición, muerte, estafas, personajes discapacitados, mucamas, tintoreros, militares, terratenientes, un dentista, un chofer, militantes, niños, caballos, perros y gatos, una clase media ignorante con aires de superioridad y una más alta aferrada con uñas y dientes a un mundo en fuga. No escribo pensando en categorías como ‘familia’, ‘mujer’, ‘clase media’, sino en personajes, sus circunstancias, sus decisiones, y cómo se relacionan entre ellos”.
Uno de los recursos clave de los escritos de Martoccia -los libros de cuentos Caravana y Los enemigos de la lluvia; las novelas Los oficios, Sierra Padre, Desalmadas y Años de gracia y las semblanzas de Cuerpos frágiles, mujeres prodigiosas en coautoría con Javiera Gutiérrez- son los diálogos. “Qué manía por ahorrar tiempo. ¿Para qué lo quiere la gente? Si después no saben qué hacer”, responde el padre de la chica cuando su hermano le propone un negocio de importación de pañales descartables. Más adelante, cuando el padre le pida ayuda para redactar historias clínicas, Isabel le pedirá leer los programas de las óperas del Teatro Colón. “Para leer los argumentos y mezclarlos con la vida de los pacientes. Ya lo hice con una composición”, le explica.
“Recurro al diálogo todo el tiempo, no concibo escribir sin diálogos -dice la autora-. Me interesa que cada personaje tenga su modo de hablar, que se sepa a través de sus palabras quién es. No soy buena enunciando, y siempre para decir tengo que contar. Hablando de las cosas de todos los días, comentando una película, sale lo que uno piensa; uno no dice ‘Estoy a favor de’ o ‘Estoy en contra de’. Es muy fácil ser ‘correcto’ enunciando. Presento. muestro, no me declaro a favor de uno ni de otro”.
En la novela, los animales (perros que se tragan canarios, caballos desconfiados. familias de gatos que invaden el living de la casa de Isabel) tienen una presencia determinante. “Isabel y su papá, que debió ser veterinario según su propia madre, viven rodeados de animales, curándolos. Hay una escena entera dedicada a sacarle un canario de la garganta a un perro y, hacia el final de la novela, Isabel arriba de un caballo se despide de su vida rural cuando intuye que algo cambiará. A la madre, en cambio, no le interesan los animales, ella se refugia en los libros, la costura y sus largos períodos en la cama”. Para la autora, padre, madre e hija son “tres solitarios que están juntos, excluidos y, a la vez, orgullosos”.
Como pasa con su vecino de Flores, Aira, crece la fama de Martoccia (que cambió San Marcos Sierras por el barrio porteño de Caballito) de ser una escritora huidiza. No tiene redes sociales. “Supongo que es una cuestión de personalidad -reconoce-. Las personas me interesan de a una a la vez y para conversar un ratito. Charlar unos minutos me alcanza para varios días. Esto tiene sus ventajas y sus desventajas también. Por todo se paga un precio”.
“Leo más que escribo -dice-. La lectura es una ocupación diaria, la escritura no. Mis autores recurentes, a los que siempre vuelvo son Oscar Wilde, Silvina Ocampo, Alan Pauls, Laura Ramos y Luis Chitarroni, Willa Cather, Julian McLaren Ross [al que tradujo], Jean Rhys, Italo Calvino y Natalia Ginzburg, Carlos Ríos, María Gainza, Matías Serra Bradford, Carmen Iriondo y María Sonia Cristoff, Carson McCullers, Flannery O’Connor y mi adorado Truman Capote. Hace poco leí dos libros que me gustaron mucho: The Modernist Songbook, de Mariano Siskind, y Cinco días en Colón, de Pauline Fondevila”.
Actualmente, la autora -que participó del proyecto de Fundación Andreani que luego se convirtió en libro La carta perdida, y que reúne cartas de Martín Rejtman, Fabio Kacero y Camila Fabbri, entre otros- prepara un libro de obituarios que, por ahora, se llama “Campo Santo”. “Trabajo muertes de conocidos, alguna noticia que leí o escuché, o simplemente, miro un árbol y pienso: ‘Acá puede quedarse enganchado un parapente’, y pongo y tres paisanos a hablar debajo del árbol con un muerto colgado en las ramas”.
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