La mujer desnuda, tumbada boca arriba con las piernas abiertas sobre una pila de ramas, sostiene una lámpara de gas encendida. Esa inquietante imagen se distingue a través de un agujero en un muro, al espiar por dos mirillas que atraviesan una antigua puerta de madera. Marcel Duchamp trabajó en secreto durante dos décadas en su estudio de Greenwich Village para crear su última obra: la instalación Étant donnés (La cascada), que tuvo como musa a la escultora brasileña Maria Martins.
Tanto la relación como la obra se iniciaron en 1946, más de veinte años después de que ella se divorciara del padre de su primera hija tras un supuesto romance con Benito Mussolini. Hacia mediados del siglo XX, Maria de Lourdes Alves Barbosa ya llevaba el apellido de su segundo marido: Carlos Martins, entonces embajador de Brasil en Estados Unidos, con quien era frecuente verla en las exclusivas cenas ofrecidas por Peggy Guggenheim. En ese país llamaría la atención con su propio talento artístico de André Breton, autor del primer manifiesto del surrealismo.
La vida junto al diplomático le había permitido recorrer el mundo, y supo aprovecharlo: tras sus primeros estudios de escultura en París, donde se hizo amiga de Pablo Picasso y Piet Mondrian, aprendió a modelar con terracota, mármol y cera perdida en Japón y comenzó a trabajar con bronce en Bruselas. Dibujante, pintora, escritora y periodista, se convertiría así en una de las principales escultoras surrealistas, premiada como la mejor de Brasil en la Bienal de San Pablo de 1955.
"Siempre dividí mi vida en dos partes: de las siete de la mañana a las seis de la tarde vivía encerrada en mi atelier, entregada absolutamente a mis problemas de formas, de colores, y a un aislamiento que me permitía después la inmensa alegría de reencontrarme a menudo con buenos amigos", dijo en 1968, en una entrevista con su amiga Clarice Lispector.
Un año antes de iniciar el romance con Duchamp -que terminaría con su regreso a Brasil, en 1951-, Martins creó Lo imposible. Así se titula la impactante escultura que pertenece a la colección del Malba, con versiones similares en el MoMA de Nueva York y el Museo de Arte Moderno de Río de Janeiro. La pieza monumental está formada por dos figuras de yeso que, según la crítica de arte Verónica Stigger, "se ven impedidas de aproximarse totalmente debido a las extrañas formas puntiagudas de sus cabezas, a la vez que parecen magnéticamente –amorosamente– ligadas para siempre".
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