María Fux, las manos y un don
En la foto en blanco y negro lleva el pelo suelto, larguísimo: la cabellera no era una parte más de su cuerpo. Mujer de ojos grandes, brazos extendidos y una expresión de búsqueda latente en las manos, María Fux murió esta semana. En enero de 2022, cuando cumplió cien años, se asomó por el balcón de su emblemático estudio sobre la avenida Callao casi Sarmiento para ver bailar a una legión de personas que cortaba la calle en su homenaje. El año que siguió fue de silenciosa presencia, como la que mantendrá a partir de ahora.
Para entender justamente la extraordinaria popularidad y el impacto que tiene –incluso por fuera de la danza– el legado de un siglo entero en movimiento hay que comprender primero que su obra máxima no estuvo propiamente en su rol de intérprete ni como coreógrafa. Un maestro brilla en el salón: el gran templo. Aunque por supuesto haya bailado en el Teatro Colón, en el San Martín, en el Cervantes, en el del Pueblo; aunque se haya formado en técnica clásica con Ekaterina de Galantha –uno de esos nombres asociados a la corriente de inmigrantes de la primera posguerra que tanto tuvo que ver con la valiosa tradición argentina del ballet–; incluso más allá de su experiencia en la escuela de Martha Graham, en Nueva York, a quien ella siempre señaló como crucial; sobre todo aquello Fux tenía un don, y ese don se manifestaba en los demás.
“Soy una artista que, a través de un trabajo creativo, ha encontrado un método que logra cambios en la gente, mediante el movimiento. Lo único que hago es estimular las potencialidades que todos tienen”, había explicado con excesiva modestia. La danzaterapia –esa fue su mayor obra– la convirtió en una referente. Dio seminarios en todo el mundo, se presentó en orfanatos y centros de salud mental, capacitó a fonoaudiólogos, médicos, psicólogos y gerontólogos, a profesores de danza y de gimnasia, tuvo alumnos sordos, con síndrome de Down, personas con dificultades de aislamiento, no videntes, niños y ancianos. No es para nada extraño entonces que su comunicación estuviera plagada de sinestesias: “El color es movimiento”, decía desde el título de uno de sus últimos libros, y explicaba más tarde en una conferencia cómo “ver el ritmo”. La “danza del silencio” era casi un leitmotiv, y no es que fuera literal, en absoluto, si amaba bailar a Satie o a Piazzolla (a los 99, todavía se animaba a hacer “Oblivion”). Se trataba de la interioridad. La descubrió al cabo de media hora cuando consiguió que Graham la viera a solas y le aconsejara buscar el movimiento adentro suyo. “Como una fuerza que sale de uno y se expande”, repetía.
Escuchar o ver a Fux tenía algo de hipnótico. La recuerdo en uno de sus últimos espectáculos en el Centro Cultural de la Cooperación, interactuando con las imágenes de una pantalla gigante; dando una conferencia, recibiendo una de las tantas distinciones que cosechó por su labor, pero sobre todo la tengo presente sentada, detrás de una mesita, en el recibidor de su estudio de Callao. Por un par de meses asistí con regularidad: Maruca Viel Temperley daba allí clases para un grupo de embarazadas que después de subir una escalera interminable llegábamos con la panza grande hasta el emblemático salón. María, dueña de casa, a veces hasta tomaba el presente. Si lograba engancharte la mirada, te preguntaba: “¿Y cómo te sentís hoy?”, y hacía una pausa tal tras la interrogación que inhabilitaba cualquier posibilidad de responderle con un simple “bien” o “cansada”. Había que poder decirle “algo”, parar y pensar: ¿cómo me siento hoy? Después bromeaba con los maridos, los mandaba a buscar las colchonetas en un estante alto del vestuario. A veces, se asomaba detrás de una columna. Siempre movía las manos.
“Gracias, maestra” dicen desde el lunes generaciones de alumnos, también celebridades, que ya la sabían inmortal. El domingo, a las 11.30, en la pérgola del Rosedal, hay una nueva convocatoria a bailar en su homenaje.
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