María Esther de Miguel: 1925 - 2003
En homenaje a la escritora fallecida el último domingo, entrañable colaboradora de este diario, se anticipan algunos fragmentos de su libro de memorias Ayer, hoy y todavía (Planeta). En él, la autora de tantas novelas históricas cuenta la novela de su vida
Trenes
Marchaba en el tren de Moscú hacia San Petersburgo, hasta ayer Leningrado, cumpliendo un sueño largamente acariciado. Quería que pasara la noche: al alba enfrentaría la ciudad que los zares quisieron hacer tan bella como París, la ciudad con la que no pudo ni Napoleón ni el stalinismo. La señora embajadora, mi amiga Liliana de Olima, me había reservado el camarote completo, para que viajara cómoda, y allí estaba yo, poniendo el equipaje donde correspondía. Después de una copa con mis amigos, Emilia Pagés y Horacio Roca, que viajaban en el camarote contiguo, decidí marchar al baño y regresar a descansar: quería estar despabilada al día siguiente para empezar a trotar por la ciudad soñada, por una vez puesta al alcance de mis pies y de mis ojos. Así lo hago y, ya de regreso, cuando voy acercándome por el pasillo bamboleante (porque en Rusia los trenes se mueven tanto como en nuestras tierras rioplatenses) y estoy llegando al camarote, me sorprende una discusión de decibeles elevados que no termino de entender, ni por la lengua en que se desarrolla ni por el tema en discusión. De pronto, escucho un niet repetido tres veces con énfasis extremo: niet, niet, niet y, como contestando al, en apariencia, tripartito conjuro, veo a una mujer de talla escasa, mirada lacerante, gesto ofuscado, salir apresurada, llevada por mil diablos, y casi dando un portazo enfilar al pasillo primero, al vagón siguiente enseguida, con andar rígido, altamente marcial y sin duda tormentoso. La dejo pasar, aguardo unos instantes prudentemente, me acerco a mi amigo a quien encuentro muerto de risa. Me explica: la señora guarda o comisaria, no sé qué es, quería meterte en el camarote a un pasajero. Buena persona, me dijo, un ucraniano que viaja por negocios, yo le expliqué que vos habías pagado el camarote entero, pero no quería entender razones, me explicaba que era un buen tipo, al fin me puse firme. Respondió al tercer niet , dicho con decisión.
-Se ve que todavía funciona el método stalinista -contesté.
Superado el problema, nos reímos bastante y yo hasta me di el gusto de protestar en solfa:
-Por ahí me desviaste de mi destino moscovita, mal amigo.
Pero la verdad fue que esa noche aseguré la puerta con todo lo que pude (cinturones, valijas, pañuelos) y con mis amigos combinamos un código de señales en la pared lindante del camarote que ellos ocupaban. Al día siguiente me encontré con una jovencísima mexicana que andaba de turista como esta servidora, y le conté mi aventura con el ucraniano... fallida. Me contestó lo más pancha:
-Pues a mí me tocó dormir con un hombre de compañero en el camarote.
-¿Y cómo hiciste?
-Cómo hicimos, dirás: él se quedó leyendo el diario, en su cucheta, vestido, por cierto. Yo en la mía, leyendo un libro, también vestidita como para ir a misa.
Algunos años antes de ese episodio, parafraseando a Virginia Woolf, "una noche de tinieblas y un día de tren" me separaban del destino que tenía al alcance de mi mano, por fin: ingresar en la Compañía de San Pablo, que había conocido a través de Edelweis Serra durante una charla, en Gualeguay. Esta servidora había trotado ansiosamente durante dos o tres años, de acuerdo con su coeficiente mental y con los impulsos de su corazón, detrás de conventos y monasterios sin saber muy bien qué quería, pero segura de que debía seguir ese llamado que la estaba impulsando a entregarse a Dios, a servir a los otros, a alejarse del pueblo. La adolescencia es tierra de nadie. Dios se había apoderado de ese espacio vacío que era mi alma. Como ya dije, en mi familia no se practicaba ningún culto: bacalao para Semana Santa y torta flaca para la Pascua judía, decía mi papá, salomónico, pero después de mi paso por el Colegio Villa Malvina, donde había hecho el quinto grado como interna, y, más adelante, ya recibida de maestra, en el pueblo donde trabé amistad a través de las tareas en la Biblioteca Popular con un sacerdote recién llegado, joven e inteligente, el padre Luis Diez, yo había descubierto novedades espirituales que me estaban conmoviendo. Las lecturas siempre han sido para mí un recurso renovable, porque cada uno muerde un anzuelo distinto, de acuerdo con lo que anda necesitando. Debo decir que mi madre advirtió por entonces el ritmo de mis nuevas búsquedas y una vez la escuché decirle a mi padre, mientras le señalaba la alta pila de libros de mi escritorio:
-Pero mirá lo que lee esta chica. ¿Qué hago?
La respuesta de mi padre fue contundente:
-¿Qué vas a hacer? Ya la conocés a María Esther cuando algo se le pone en la cabeza.
Y me dejaron. The End .
Los libros prosiguieron su trabajo sedicioso y, no obstante la primera decisión paterna, el tema volvía en ocasiones para promover ríspidos diálogos porque, ya se sabe, la juventud es un tiempo de imposturas en el cual uno cree que entiende todo pero no entiende nada. En tales diálogos, que a veces fueron inquietantes pugilatos, yo, llevada más por mi carácter contestatario que por mis nuevas convicciones, veía más que argumentos, ataques, por lo cual evitábamos reiterarlos. Mi mamá solía decir:
-A esta chica hay que tratarla con guante blanco.
-¿Por qué?
-Porque si no, la lastimás demasiado.
Pero yo sólo quería estar en paz: si era en mi casa, bien; y si no, también.
Volviendo a aquellos momentos, les digo que los místicos, San Pablo, Santa Teresa de Jesús, San Juan de la Cruz, San Agustín y tantos otros elegidos por mi probada versatilidad, junto a las charlas con el sacerdote (con quien me encantaba hablar porque era inteligente y era joven y lo encontraba casi par mío) me fueron indicando un camino que, una vez descubierto, resultaba imposible ignorar. No lo ignoré. De algún modo en mí se había dado el paso del Caos al Cosmos, como dicen aconteció en el universo. Despedirse y entregarse, dicen que eso es convertirse. No la caída del caballo, no la aparición de la Virgen, no el susto de algún milagro. No. Es simplemente un clic. Pues bien: yo escuché ese clic. Llevada por mi temperamento que no puede poner distancia mayor entre lo que piensa y lo que debe hacer, decidí entrar en un convento. Por cierto, los de clausura fueron la gran tentación, pero como mi tentación no se correspondía con mis condiciones o temperamento, aunque peregriné por varios (carmelitas, clarisas, benedictinas), no me encontraron en ningún lado uñas para guitarrera, digo, para monja de clausura.
Y allí estaba, bastante amoscada, imagínense, cuando en una conferencia la escuché a Edelweis Serra, una profesora de letras y paulina muy inteligente, un piquito de oro y, con los ojos abiertos y redondos de puro asombro como la primera vez que fui a un circo, me enteré de esa Institución a la que pertenecía la disertante y su espiche desencadenó fuerzas decisivas en mi ánimo. Entonces, oh Dios, "la luz vino a pesar de los puñales", como dijo Neruda, y dio por terminados mis titubeos: me sentí deslumbrada, ése sería mi camino, mi paciencia había alcanzado su fecha de vencimiento: adiós clausura, adiós monjitas encerradas tras las que había correteado con tan poca suerte y con algunos inconvenientes que oculté bajo siete llaves, porque si siempre fui tratada muy amablemente, aunque con la distancia debida interpuesta por las rejas de los locutorios conventuales, recuerdo un hecho penosísimo. Fue en las Clarisas, orden estricta si las hay, en ese antiguo convento que existía en la calle Alsina donde hoy permanece la Iglesia mientras en lo que era el predio conventual se levanta un moderno hotel. Recuerdo que pedí hablar con alguna de las religiosas, me atendió el portero, un hombre desgarbado y de mediana edad, que me hizo esperar primero, después me hizo pasar, y mientras atravesábamos un largo y oscurecido pasillo (que en verdad no sé a dónde llevaba), el personaje, que parecía extraído de alguna corte de los milagros, sin decirme lo que venía, imagínense, me apretó contra una pared y comenzó a toquetearme, con tan poca puntería que no pudo evitar mi mano que con furia le atravesó la cara mientras con mi boca, mejor dicho con mis dientes, lo mordía en el brazo que intentaba taparme la boca, y estando en eso, golpe va, golpe viene, pegué un alarido, él otro, porque se ve que mis dientes habían dado en el blanco, logré zafarme y corrí por el pasillo, entré en la primera puerta abierta que encontré, era la de la sacristía, de la sacristía pasé a la iglesia, por suerte la iglesia estaba abierta, como abiertos estaban los ojos de algunos feligreses que me miraron sorprendidos, rezaban y rezaban las monjas detrás de las cortinas del coro y yo, sin rezos ni genuflexiones, como llevada por mil demonios aunque no, creo que eran ángeles los que me transportaban, gané la calle, salí al sol y chau benditas hermanas Clarisas, nunca más. Pasados muchos años pensé que tal vez debí haber denunciado a ese miserable, pero por entonces yo era muy joven, muy vergonzosa, estaba en Buenos Aires y me sentía perdida porque era provinciana. Me callé. Me callé siempre.
Pero aquella tarde en Gualeguay decidí que si no podía ser carmelita, sería paulina; si no podía estar en una celda monástica, permanecería en el mundo, pero como consagrada a Dios y a los otros. Estaba decidida. Y vaya si contenta: tal vez como San Ignacio me dije, oh, verdad siempre antigua y siempre nueva, qué tarde te conocí. Partí a buscarla. Como la hormiga que quiere cruzar el Aconcagua.
Nuestras respuestas sin duda testifican la mágica variedad de las vocaciones que el Señor distribuye entre su gente. Y yo había respondido. Además, oscuramente (hoy debo confesármelo), era como si el pueblo me quedara chico, me enfermara al obligarme a chocar contra paredes demasiado cercanas, y la perspectiva de una vida monótona, acunada por la repetición y limitada por las costumbres locales, estrangulada por el provincialismo pueblerino y su condición de estanque inmóvil superaba mi capacidad de aguante. En mis momentos de mayor fastidio me decía: la principal actividad familiar y social de este lugar pareciera ser la comida, puff. No era verdad, pero así lo veía. Sí, debo confesarlo: demasiado entrelazadas estaban mi vocación y los deseos de partir. Ansiaba nuevos espacios. Alejo aléjate, dicen que dijo Carpentier cuando se fue de Cuba. Yo, sin decírmelo, sin duda pensé lo mismo, y no por razones políticas, como el gran escritor, sino por señales existenciales. Pero, Dios mío, cuánto nos cuesta llegar: sólo adivinamos a través de oscuridades lo que somos, lo que podemos y lo que en verdad queremos.
Y en eso seguimos.
Cafés
En los años sesenta yo y algunos otros tuvimos nuestro más imprescindible café, la revista Señales . En un viernes de invierno, allá por agosto de 1960, en el salón de la revista, como todos los viernes, se apeñuscaban escritores (y aprendices de) en medio de humo, charlas, tacitas de café y vasos de jerez, mientras en un rincón varios conversábamos con Alec Waugh, caballero inglés, hermano del célebre Evelyn Waugh (el de Cuerpos viles ). Rubio, discretamente olímpico, tenía en su haber cuarenta libros, veinte de ellos novelas, la última, Isla en el sol , había vendido un millón de ejemplares en Inglaterra. Habituados a tener tratos con la necesidad (que todavía no se llamaba pobreza, y que después sería miseria), lo escuchábamos boquiabiertos: él, para escribir, necesitaba escenarios distintos y solitarios donde nadie interfiriera la alquimia que media entre el creador y su texto. Venía del sur de Francia y se iba... a otro lugar del planeta. Mientras tanto hablaba de poesía, se sor-prendió cuando alguien recitó, en inglés, un poema de Walter de la Mare que él acababa de citar, advirtió acerca de las dificultades que existen "después de los cincuenta años para captar lo nuevo" y, antes de irse, acotó:
-Es muy lindo este club de ustedes. Cuando esté en Londres lo voy a recordar con mucho placer. Y cuando vengan a Londres siempre pueden dar conmigo a través de... -dijo y nos dio una dirección, y se fue divulgando su aire de señorón inglés, calle Maipú abajo, camino a su hotel. Que yo sepa, nadie usufructuó del gracioso don que nos había otorgado, pero seguimos en el "club" del confundido Mr. Waugh, que era la sede de la revista Señales , y no pertenecía a Ferrocarriles Argentinos, según podía hacer suponer su nombre, sino a la Compañía de San Pablo, en tanto sus señales no otorgaban vía libre a trenes sino a libros, porque por entonces se leía y bastante. Era una revista abastecida de fervorosos proyectos, indigente de medios, y con inmoderada tendencia al buen humor, que funcionaba en la planta baja de un paquete y decadente petit hotel de Maipú y Córdoba. Después de una escalera de mármol ustedes arribaban a un vestíbulo con la correspondiente sala (donde funcionaba la administración a cargo de la eficaz y tierna Amy Domínguez Murray), avanzaban por un vastísimo hall que comunicaba con los pisos superiores mediante dos brazos de señorial escalera, y estaba circundado por una baranda de hierro forjado y madera. Si cruzaban el hall hacia el fondo, se topaban ustedes con el salón: paredes cubiertas de damasco, boiserie , elegantísima chimenea. Habíamos conseguido trasvasarle aires modernos, desafectándolo de tanto empaque, mediante informales y temblequeantes bibliotecas, escritorios recogidos aquí y allá, desparramados según las necesidades, y fotografías de escritores por todos lados. El recinto daba a un jardín en el que una palta pugnaba por llegar al cielo, en tanto el muro del alto edificio lindero aparecía cubierto de una hiedra que hacía las delicias de cuantos se asomaban a ese increíble espectáculo en medio del trajinar de la calle Maipú, que para nada conseguía colarse hasta allí.
Cuando nos tocó dirigirla a Eugenio Guasta, muy vinculado con Victoria Ocampo y Sur , y a mí, por entonces alumna de la Facultad de Filosofía y Letras, arriesgamos algunas innovaciones sin desvirtuar el inicial sentido de la revista de informar acerca de las novedades bibliográficas del país y del exterior. Tímidamente al comienzo, con más bríos después, nucleamos gente y ampliamos el contenido de la revista con reportajes y notas. Cuando Eugenio Guasta entrevió otros caminos y se fue, quedé sola, y cuando estuve un año en Italia, quedó transitoriamente la profesora y poeta Mariel Mego. Por entonces en el mundo pasaban muchas cosas y en el país también, pero para nosotros, la gente de Señales , ésos eran casi pormenores, atareados como estábamos con Eliot y Ezra Pound, con Borges y Arlt, con Pavese y Mallea. Teníamos reuniones enjundiosas y desmesuradas (por lo dilatadas); creíamos a pie juntillas en los poderes de las palabras y en el dulce entendimiento de la fraternidad; auspiciábamos constructivos cuestionamientos y abusábamos de la alegría. Quizá, demasiado inocentes, nos entregábamos con alma y vida a los cursos sobre teatro de Jaime Rest, a los diálogos con el padre Mugica, a la presentación de Lanza del Vasto, última adquisición intelectual, a los diálogos con la españolísima Rosa Chacel, a discutir a Julio Cortázar, a la celebración de los nuevos libros, a la lectura de textos inéditos.