Marguerite Duras, feroz y moderna
Quizás pueda arrojarle la culpa a Marshall Berman. Tal vez pueda decir que haber leído Todo lo sólido se desvanece en el aire me arruinó para siempre, me convirtió en un ser incapaz –recién hoy puedo verlo– de hacer a un lado la fascinación por ese siglo maldito, el siglo XX, y su salvaje, trágica y por momentos desquiciada manera de vivir esa otra cosa maldita, la modernidad.
Pasan los días, y el objeto de mis amores (y del temor y el temblor) asoma cada vez más como un lejano objeto arqueológico. Hablo con mi hijo de alguna que otra cosa ligada al siglo que pasó, y noto que me escucha sólo porque posee el don de la amabilidad. Está claro que mis palabras no echan ancla; remiten a un tiempo que para su presente –que no deja de ser también el mío– es tan remoto como una borrosa, arcaica, leyenda.
Todo está allí, en esa vida. En esa escritura rabiosa, elegante, inteligente, feroz, sensual
Y sin embargo, ay, la modernidad, aquellas luces tantas veces denostadas por sus propios actores.
Leo a una mujer que a fines del siglo pasado apuntó: “La escritura llega como el viento, está desnuda, es la tinta, es lo escrito, y pasa como nada pasa en la vida, nada, excepto eso, la vida”. La leo mientras dice: “Es triste cada vez, pero no trágico: el invierno, la vida, la injusticia. El horror absoluto de una mañana determinada”. Sigo leyendo a la mujer que afirma: “Nosotros, los del 68, somos enfermos de la esperanza”. Y que asegura: “El insulto, el insulto es tan fuerte como la escritura. Es una escritura, pero dirigida. He insultado a gente en mis artículos y produce tanta satisfacción como escribir un buen poema”.
Marguerite Duras (Indochina, 1914-París, 1996), tremenda hija de su siglo. Europa, colonialismo, post colonialismo, ilustración, capitalismo, comunismo, guerras mundiales, literatura, cine. Pasión. Todo está allí, en esa vida. En esa escritura rabiosa, elegante, inteligente, feroz, sensual.
Leo y releo Escribir, un pequeño volumen de ensayos reeditado por Tusquets. Duras se lo dedica a W.J. Cliffe, un aviador británico de veinte años muerto en Francia poco antes de finalizada la Segunda Guerra. En un breve prefacio, también nos aclara que uno de los ensayos nació del documental donde Benoît Jacquot la filmó, instalada en su departamento de París, contando la historia de aquel chico muerto tan lejos de su hogar y tan antes de tiempo.
Hay más cine en Escribir: el ensayo central se vincula con otra película, filmada también por Jacquot, donde la escritora habla (esta vez en su casa de Neauphle-le-Château) sobre la experiencia de la escritura. Y hay una muy particular pieza, llamada Roma, surgida del guion que Duras escribió para la película franco-italiana Le dialogue de Rome. Imposible ser una digna habitante del siglo XX sin amar al cine y a la literatura por igual.
Duras habla de su casa de Neauphle-le-Château, a la que compró con los derechos cinematográficos de Un dique contra el Pacífico. La compró para ella y para su hijo. También para su escritura. En esa casa de provincias, entre ventanales, jardín y estanque, concibió El vicecónsul y El arrebato de Lol V. Stein.
Desafiante, reconoce el raro privilegio que les permitió, a ella y a otros autores, quedar al margen de cierto rigor social: “Podemos escribir a cualquier hora. No sufrimos sanciones de reglas, horarios, jefes, armas, multas, insultos, polis, jefes y más jefes. Y las gallinas cluecas de fascismos futuros.”
Duras habla del alcohol, de la soledad; de la sensación de que, cuando está inmersa en alguna novela, todo a su alrededor forma parte de la palabra escrita. Deja constancia del aullido latente en algunos textos, un pulso que es al mismo tiempo moderno y atávico. Como si hubiera querido tomar el guante de un miedo antiguo: ser quien se es, pero también ser el ancestro aterrado en la profundidad nocturna del bosque.
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