La distancia y las separaciones fueron constantes en esta pareja de tío y sobrina, que se llevaban más de 20 años. Eran tiempos de luchas internas por la organización nacional y a pesar de que él estaba en prisión, lograron casarse y vivieron juntos en la cárcel
¿Puede el amor perdurar a través del tiempo y la distancia, sostenerse a pesar de la lejanía, volverse más fuerte cuando las circunstancias parecen conspirar para separarlos? Quizás no en todos los casos, pero Jane Austen lo planteó en una de sus novelas más exitosas –Persuasión– y en Córdoba, una historia verídica que trascurre entre la Independencia y la guerra entre unitarios y federales, lo confirma.
En la Catedral de Córdoba hay un mausoleo cuyos detalles nos advierten que allí descansa un guerrero. En vida, este hombre no fue especialmente querido, pero consiguió el respeto de sus iguales y la admiración de sus enemigos; fue un estratega brillante, y sus tácticas se estudiaron, hasta entrado el siglo XX, en las mejores escuelas de guerra de Europa. Fue un convencido federal que detestaba el caudillismo, fue mentado unitario mientras intentaba federalizar un país donde cada provincia era una república.
Pero lo relevante de esa tumba no está en el hombre que descansa en ella, sino en la mujer que descansa a su lado, pues no se conoce caso igual en la Argentina: que en la tumba de uno de nuestros héroes, y en la Iglesia Matriz, descanse, como en lecho conyugal, la mujer que fue el amor del héroe, la mujer de la que él fue su único amor. En vida, él fue el general José María Paz, el "Manco"; ella, su joven esposa, Margarita Weild, la "incomparable Margarita".
Durante casi toda su vida, Margarita, aunque pertenecía a un grupo privilegiado de vecinos de Córdoba, tuvo que sufrir la suerte de las mujeres de los perseguidos, los encarcelados y los exiliados.
Había nacido en 1814 y quizás por educación, tenía ciertos rasgos de carácter que se atribuyen a la mujer cordobesa: valor, terquedad, dominio de las emociones en público, austeridad.
Su madre fue María del Rosario Paz, y su padre, un médico escocés llamado Andrew Weild. La bautizaron Agustina, pero se la llamó, en recuerdo de su abuela británica, por el muy escocés nombre de Margarita. Su padre murió cuando era muy chica, pero aceptó con cariño al segundo esposo de su madre, Juan José de Elizalde.
Desde niña sintió admiración y afecto por su tío José María, el que peleó por la Independencia, el que peleaba, cuando era ya una jovencita, por constituir el país. El tío buen mozo, serio, poco dado a conversar, pero que en familia, era afectuoso, bromista y dedicado. Creció oyendo hablar de su heroísmo, de aquella vez que casi perdió, por un brazo herido, la vida, que le fue concedida –pensaba ella– para que pudiera amarlo y cuidar de él. ¡Cuidar de él, siendo ella tan joven, siendo él mayor, fuerte y valeroso!
"¡Qué pretenciosa la niña!", la reprendió él alguna vez; Margarita, en cambio, mostró una sonrisa de complicidad con el Destino.
Vivió toda su vida con el "Jesús en la boca": que si su brazo le daba espasmos, que si las tercianas lo volteaban, que si se iba a Brasil, a pelear contra el Emperador, que si volvía atravesando un país soliviantado por la guerra civil; que si en Córdoba lo esperaban enemigos encubiertos.
Ella aguardaba con paciencia que llegara su momento: siendo niña, escuchando detrás de las puertas las noticias dadas en voz baja; ya más grandecita, preguntando tímidamente por él; llegada a la edad de casarse, hablando abiertamente de la preocupación por su suerte. Tagore aún no había nacido, y faltaba casi un siglo para que escribiera Gitánjali, pero Margarita sabía que ni el sol ni las estrellas podrían esconderlo de ella para siempre.
Su historia comenzó cuando parecía que iba a terminar la de él: boleado su caballo en los campos de Calchín, fue a dar en la Aduana de Santa Fe, prisionero de don Estanislao López, caudillo de aquellos pagos.
Durante mucho tiempo la familia penó sin saber si aún estaba vivo. Luego, su hermano Julián supo de él y poco después su madre y Margarita fueron a verlo. Ella entró primero, y sin poder contenerse, se arrojó en sus brazos, sorprendiéndolo con sus veinte años. Él, aturdido, no queriendo divertir a los guardias con sus aflicciones, contuvo el llanto de las mujeres con unas pocas palabras: "Nada de lloros, nada de lloros" mientras, por dentro, se avergonzaba de que ella lo encontrara desarrapado, con el cabello indómito y la barba crecida. Por el cuarto, jaulas y una horma de zapatero dijeron a las mujeres que mantenía su cordura con el trabajo manual. Ya había comenzado sus Memorias.
Al abandonar la Aduana, Margarita dijo a doña Tiburcia que estaba determinada a casarse con él. Y mientras tramaban el paso, la joven le llevó libros, papel, tinta y velas; las velas que, cuando querían castigarlo, para que no pudiera leer ni escribir, le requisaban.
Otras veces, traía un costurero y componía su ropa. Su mano afectuosa le recortaba el cabello, le rasuraba la barba, le preparaba un plato refinado. Cuando le atacaba la tristeza del cautiverio, le leía en voz alta o entonaba canciones.
Parece increíble que tanto afecto y sacrificio, de parte de estas mujeres, que embellecían la celda con flores silvestres, que mantenían limpio el entorno y resistían en silencio el mal trato de los carceleros, no despertaran en aquellos hombres un sentimiento de compasión.
Paz debió enamorarse sin remedio, pero no queriendo involucrarla en su desgracia, se atrincheró en una esquivez helada; ella, cansada de darle vueltas al asunto, le dijo que estaba determinada a casarse. Él contestó que era una locura y comenzó a enumerar la diferencia de edades, el futuro incierto, la muerte que pendía sobre su cabeza. Ella, arrebatada, demolió sus argumentos esgrimiendo su amor, tantos años de espera, la fortaleza con que enfrentaría cada prueba.
Paz se desmoronó: fue una de las escasas debilidades que se le conocieran, y planearon la boda en secreto. Un sacerdote de la familia, que solía visitarlo, consiguió las dispensas –eran tío y sobrina– para unirlos. Y el 31 de marzo de 1835, a las dos de la tarde, se casaron mientras el religioso decía en voz baja las palabras de rigor, para que nadie sospechara lo que sucedía.
Llegada la hora, los guardias ordenaron a las mujeres retirarse, pero el Dr. Cabrera arguyó el derecho de convivencia y presentó los documentos. Las autoridades, entre sorprendidas y admiradas, decidieron dejarlos en paz. Dos días después, comenzaron su vida de casados.
Es en prisión donde Paz muestra lo inquebrantable de su carácter: siendo manco, fabricó complicadas jaulas; siendo prisionero, dispuso de su destino; siendo civilizado, mantuvo alto el espíritu, aunque a diario asistiera a torturas y ejecuciones; indefenso, se sobrepuso al miedo cuando le decían con siniestra jocosidad: "Hoy capaz te llevamos al Remanso". El Remanso, el degolladero. En el pueblo, a Margarita le habían dicho que no comiera peces, pues estaban cebados en la carne de las víctimas.
Cuando quedó embarazada, José María le pidió que volviera con su madre, para que el niño naciera en libertad. La respuesta de ella, mientras tendía el camastro, fue cortante: "No tiene importancia donde nazca. Todo el país es una cárcel", sosteniéndose en el recuerdo de los años que había esperado por aquel hombre.
Pero sus inquietudes no tenían fin; antes de que diera a luz, don Juan Manuel de Rosas decidió trasladarlo a Luján. Negarle a Margarita la información de lo que se haría con su esposo, fue una crueldad que Estanislao López ejerció sobre ella gratuitamente, pues Rosas había ordenado que se trasladara "al general y su familia" en carretones decentes.
Paz debió enamorarse sin remedio, pero no queriendo involucrarla en su desgracia, se atrincheró en una esquivez helada; ella le dijo que estaba determinada a casarse
Finalmente, doña Tiburcia se enteró del destino de su hijo, y partieron a Buenos Aires, la anciana endeble, la joven embarazada, en una barcaza donde los tripulantes, apiadados, tendieron un toldo para resguardarlas.
La desesperación de Paz no fue menor, pues temía que no les permitieran volver a reunirse. Pasaron meses hasta que supo que su esposa tramitaba el permiso para vivir con él, finalmente concedido. El niño nació poco antes, y viajeros ingleses que pasaron por Luján asentaron en sus diarios que veían con asombro pañales flameando en una ventana de la cárcel.
Ella cuidaba al niño, almidonaba las camisas de él y pintaba un álbum para los hijos que vendrían; José María ganaba algo como zapatero y se dedicaba a escribir; ambos leían los libros que les mandaban, y dormían con el frío de un cuchillo invisible en la garganta, esas noche en que oían gritar a algún infeliz a quien arrastraban al martirio.
Margarita dio a luz una niña que murió a los pocos meses, postrándola en la melancolía, de la que salió para cuidar al mayorcito, gravemente enfermo. Más adelante tuvieron otra hija, a la que se bautizó Margarita.
En 1839, después de ocho años, el general Paz fue liberado y enviado a Buenos Aires, con "la ciudad por cárcel". Por primera vez, él y Margarita tuvieron privacidad, pudieron pasear, asistir a reuniones, hacer amistades. A él le devolvieron el sueldo de general, y le pagaron lo adeudado.
La revolución de Maza, las matanzas posteriores y el que muchos lo señalaran como único capaz de vencer a Rosas, hicieron que el Manco temiera por su vida y huyera hacia la Banda Oriental. Margarita no estaba de acuerdo, y como su historia había despertado simpatías en gente influyente, consiguió un cargo diplomático para su esposo, con la condición de que no tomara las armas contra Rosas.
Luego, cruzó el río con sus hijos y se instalaron con Paz en Colonia. El breve período de tranquilidad había acabado: José María retomó el oficio de la guerra, enredándose nuevamente en políticas absurdas.
Si alguna vez sintió remordimientos por arrastrarla en su destino, ella podría haberle contestado con una frase de Tagore: "Entré en tu vida sin que me lo pidieras, y pusiste tu sello de eternidad en los instantes fugaces de la mía."
Tuvieron que pasar años de separaciones, angustias, traslados demenciales por la selva y pérdidas constantes, para que, harto de discutir con sus aliados, traicionado, apesadumbrado por la muerte de otro hijo, José María decidiera pasar a Río de Janeiro. Había perdido, tras el ideal, la posibilidad de un cargo, había sido derrotado en política por hombres más hábiles que él en pactos tras bastidores, y había sumido en la pobreza a su familia. Margarita esperaba su octavo hijo.
Sin recursos, pusieron una granja, que no daba mucho; sobrevivieron porque ella sacaba fuerzas de flaqueza y preparaba empanadas que él y sus hijos vendían entre los vecinos.
A pesar de esto, eran felices; vivían en familia y ella no sufría el terror de que lo mataran en batalla, sabiendo que nunca recuperaría su cuerpo. Pero estaba tan debilitada por los esfuerzos, por los viajes y los sucesivos embarazos, que su madre, Rosario, debió trasladarse para atenderla.
El 5 de junio de 1848, a las diez de la noche, varios días después de haber tenido a su último hijo, murió, dejando a su marido desolado. Sus últimas palabras, conmovedoras, fueron para pedirle que la dejara entregarse a la muerte, que había un Más Allá, y que velaría por ellos. Y viendo el dolor desgarrador de ese hombre, al que no se le conocía flaqueza, puso su mano sobre la cabeza de él y empleó su último aliento para repetir: "¡Cuánto te he querido!"
Tenía sólo treinta y tres años. Fue enterrada en tierra extranjera, pero hoy yace en la Catedral de Córdoba junto a los restos de aquél a quien amó más que a su vida.
Años después, en agonía, él la habrá llamado con la voz del poeta: "¿Dónde estás, amor mío? ¿Por qué te escondes en la sombra? Yo no sé el tiempo que hace que te espero, cansado.
La nota se publicó originalmente en LA NACION Revista el 27 de febrero de 2005.
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