Margarita García Robayo: "Es infinita la capacidad de sobreponerse y seguir"
Premio Casa de las Américas 2014, la escritora colombiana siente a Gabriel García Márquez como un "abuelo prócer"; señala la incomunicación como una "marca de época"
Haber nacido en Cartagena la hizo heredera de un legado que lleva con sano orgullo. A los 35 años, Margarita García Robayo ya tiene historia en el campo de las letras latinoamericanas. El jurado del Premio Casa de las Américas, que la distinguió en 2014 por sus relatos en Cosas peores (Seix Barral), destacó su manejo del "sutil humor de la crueldad" y la "aguda capacidad de observación". Desde hace una década vive en Buenos Aires, donde creó un blog -Sudaquia: historias de América Latina- que fue reproducido en El País (España), Le Monde (Francia) y El Espectador (Colombia). Después, participó de la puesta en marcha y conducción de la Fundación Tomás Eloy Martínez (TEM). Por esos hechos, en su país ha sido incluida en las listas de personalidades colombianas destacadas en el mundo.
Ni como lectora ni como escritora soy muy amante de las historias felices. No creo mucho en esa felicidad perfecta. Leo novela rusa y me maravilla la opulencia y demás, pero no me lo creo del todo. Como literatura me siento más cercana a la que pone la mira en la fisura que todos tenemos, porque me hace más cercana y más real. Soy muy realista y me gusta mirar la contemporaneidad con esa lupa, aunque no creo que eso sea el absoluto. La condición humana está llena de ambigüedades; en el fondo hay un pantanal, pero de algún modo tenemos la capacidad de salir muchas veces ilesos de situaciones insalvables.
La familia es una especie de composición antinatural y forzosa. Y lo digo yo, que tengo una familia y espero tenerla siempre. En lo más esencial de la condición humana hay un empeño constante en armar un clan, hacer una familia, sentar bandera y decir: "Aquí me quedo. Aquí construyo". Eso sucede instintivamente y nos empeñamos en que se repita. Esa ilusión de permanencia se alimenta todos los días con un esfuerzo increíble. La familia me parece fascinante como tema literario. Son de esas construcciones que se dan por fuerza de la naturaleza, pero no necesariamente tienen que ser armónicas.
Uno consigue naturalizar todo a fuerza de vivirlo todos los días. Nací en los años 80, un período particularmente complicado por la violencia en Colombia. Vivía a las afueras de la ciudad, donde los narcos habían empezado a tomar algunos terrenos, pero en mi casa se hablaba de eso y lo vivíamos muy naturalmente. No recuerdo haber tenido miedo porque pudiera sucedernos algo. Mis padres puede ser que sí, y a veces nos decían que no fuéramos a tal lugar porque podía ser peligroso. Pero en realidad todo era peligroso.
La crisis de la Argentina, por feo que suene, fue una gran oportunidad para otros países.
Cuando llegué, fui parte de un envión de gente que pensó que acá se vivía mejor por mucho menos plata a raíz de la crisis. Si ganabas en dólares vivías como un rey. Con el tiempo la realidad te hace ver que las cosas no son tal como pensabas. Y Buenos Aires se me ha ido convirtiendo en una ciudad cada vez más real y cruda. No creo que las cosas estén bien ni mucho menos, pero sí que acá están resueltas cosas que no lo están en otros países de América latina. Por lo que conozco y por los relatos que escucho, noto una especie de peso por una gloria pérdida que no sé cuándo estuvo. Buenos Aires sólo se puede comparar con la Buenos Aires de hace 40 años. Están peor con respecto a sí mismos. En los diez años que llevo acá he visto una drástica caída, un deterioro flagrante que no hay manera de maquillar. Me refiero a muchas cosas, desde lo básico, como el sueldo -yo ganaba más entonces que en mi último trabajo-; a la infraestructura, los servicios, los hospitales.
La incomunicación me parece una marca de época. Hemos oído muchas veces, pero no por eso es menos cierto, que tenemos una sobrecomunicación por los medios, Internet y demás. Estamos muy conectados y aparentemente comunicados. Y yo noto mucho que la calidad de esa comunicación se ha ido pauperizando.
Está de moda la crónica. Todo el mundo quiere escribir crónica y hay un montón de equívocos sobre qué es. Nunca me sentí muy cómoda en el terreno del periodismo. Cuando hice periodismo fue con mucha dificultad. Lo que más me gusta del oficio de escribir es sentarme y tratar de darle forma a una idea; esa cosa medio manual, artesanal que tiene escribir. Lo que hago en el terreno de la no ficción tiene que ver con otro tipo de abordaje, que no es el periodístico, sino con el ensayo y la literatura en general.
No creo que un texto en primera persona tenga más verdad que uno en tercera. ¿Cómo se puede dar por sentado que una cosa es cierta y que otra no lo es? Las autobiografías, las memorias o las llamadas autoficción no creo que sean más verdaderas porque tengan un registro en primera persona. Puede haber muchos más datos autobiográficos en un cuento escrito en tercera persona sobre un anciano que vive en Alaska que en la historia de una niña que vive en Cartagena, como la que yo escribí.
Con Gabriel García Márquez me siento como quien tiene un abuelo prócer. Es decir, alguien de quien uno se siente orgulloso y considera pertenecer a la misma historia aunque haga otra cosa. Yo no quiero hacer realismo mágico, no me siento identificada con él a nivel narrativo aun cuando adoro sus libros. Como todos los que nacimos en esa región, nos dediquemos o no a la literatura, tenemos de García Márquez un legado importantísimo a nivel de identidad.
De Tomás Eloy Martínez querría robar para siempre su don maravilloso de hacer bien a los otros.Para él sólo tengo una gratitud y un afecto grandísimos. Compartí mucho con Martínez porque presidía el consejo rector de la Fundación de García Márquez que estaba en Cartagena. García Márquez vivía en México y venía solamente para algunos eventos. Tomás, en cambio, estaba en el día a día. Yo era una nena prácticamente que organizaba los talleres y él me conducía. Fue alguien muy especial. Era generoso, amplio y muy humano.
Cartagena, 1980
Viven en Buenos Aires desde 2005. Fue coordinadora de proyectos en la Fundación de Gabriel García Márquez y directora ejecutiva de la Fundación Tomás Eloy Martínez. En 2014 recibió el premio Casa de las Américas. Escribió las novelas Lo que no aprendí (2013) y Hasta que pase el huracán (2012) y los cuentos Hay ciertas cosas que una no puede hacer descalza (2009), Las personas normales son muy raras (2011), Orquídeas (2012) y Cosas Peores (2014)
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