Margaret Atwood: el poder del odio y del deseo
La gran escritora canadiense habla de su última novela, Oryx y Crake (Ediciones B), que define como "una ficción especulativa". En ella, narra una historia de amor que transcurre mientras la humanidad atraviesa una crisis genética y meteorológica de dimensiones apocalípticas
Nueva York, 2004
Para Margaret Atwood, el punto de inflexión entre la lucidez y el delirio llega cuando se da cuenta de que les está hablando "a objetos inanimados del cuarto de hotel"."¿Dónde te has metido tachito de basura picarón? Ajá, ¡aquí estás, toallita para secarse la cara! ¡Ay espejo, no me mires así!", confiesa que son algunas de las frases que se ha escuchado decir sola la gran dama de las letras canadienses, ganadora del premio Booker de 2000 por su libro El asesino ciego (considerado la "Primera Gran Novela" del nuevo siglo) y autora de distopías, visiones negras del futuro que The Times y The Washington Post, entre otros medios, ya han comparado con las de Orwell y Huxley.
Le cuento que un sex symbol argentino, Graciela Alfano, saludaba todas las mañanas a sus tostadas, pero la coincidencia no parece impresionarla. "Los problemas surgen cuando uno se preocupa porque no responden o cree que responden. Entonces ya se está del otro lado y se debería empezar a buscar ayuda médica, naturalmente".
El motivo de la charla es que Atwood está de gira mundial por la presentación de la versión en tapa blanda de su última novela Oryx y Crake (que ya fue best seller en su versión en tapa dura) y la aparición de las traducciones en varios idiomas, entre ellos el castellano, (la publica Ediciones B). Deberá ir a lugares tan distantes entre sí como Japón y Brasil, y permanecer pocas horas en cada ciudad con una agenda frenética durante meses.
"Si tuviera que darle algún consejo a un joven escritor, no le diría nada respecto a qué o cómo escribir. Yo sólo sé que mi trabajo tiene que ver con el deseo y la oscuridad, o quizá con la compulsión por penetrarla y, con un poco de suerte, poder sacar algo de lo que hay allí a la luz. ¡Pero sí le recomendaría que aprenda a empacar liviano y que se acostumbre a las barritas de cereal nutritivas, ya que cuando se lanza un libro nunca hay tiempo para comer!", dice mientras se sirve un té de mandarinas descafeinado, para poder dormir a pesar del cambio de husos horarios.
El tour mundial termina en Ottawa, cuya universidad está organizando un simposio sobre la obra de Atwood que reunirá a los principales críticos y escritores del país, así como a invitados especiales de Gran Bretaña, Estados Unidos y Australia. Todos ellos se dedicarán a analizar la personalidad y la producción de Atwood como el "fenómeno literario canadiense" y la persona que "tanto definió la cultura del país", según adelanta la gacetilla informativa de la institución. "Es un honor, claro -admite la escritora-. ¿Pero no es éste el tipo de cosas que hacen cuando uno está por morirse?"
La entrevista se desarrolla en un hotel frente al Metropolitan Museum of Art, a cuyo lobby traen, por 40 dólares, una pirámide de masitas que Atwood alterna con sus barras de cereal mientras espera a su hija para cruzar al museo. Por la calle pasan camino al parque niños felices de la mano de sus elegantísimas madres de la Quinta Avenida. Se venden globos de colores y chupetines en la calle. Hay luz y sol. No parece el lugar indicado para estar hablando de la destrucción de la humanidad, pero de ello precisamente trata Oryx y Crake.
Ubicado en un futuro cercano, Oryx y Crake (finalista del Booker) es el relato de un hombre que puede ser el último que quede en el planeta. Armada con su conocido talento para el humor negro, Atwood le hace narrar su participación en un triángulo amoroso mientras la humanidad caía en una crisis genética y meteorológica universal, descrita con ojo clínico. "No es ciencia ficción sino ficción especulativa. La ciencia ficción tiene monstruos y naves espaciales. La ficción especulativa realmente podría ocurrir. Incluso guardo las revistas científicas que prueban lo que digo en mis novelas", aclara.
No es la primera vez que Atwood se dedica a anticipar qué vendrá. Uno de sus libros más famosos fue El cuento de la criada (1985), una pesadilla futurista totalitaria que recientemente fue llevada a la ópera en Londres. Pero en esta oportunidad el futuro pareció venírsele encima más rápido de lo que ella hubiese imaginado: cuando estaba escribiendo sobre la catástrofe ficticia de Oryx y Crake ocurrió la catástrofe verdadera del 11 de septiembre.
-¿El ataque a las Torres Gemelas afectó el argumento de la novela de alguna manera?
-No cambié el argumento. Ya estaba demasiado avanzada en el libro para hacerlo. Pero casi abandono el proyecto. La vida real se estaba volviendo espantosamente cercana a mis invenciones, no tanto por el ataque a las Torres Gemelas como por el tema del ántrax. Ese atentado resultó de una extensión limitada pero solamente por las características del agente utilizado. Es un viejo argumento, por supuesto, el envenenamiento del pozo de agua. En cuanto a lo de volar cosas en mil pedazos, los anarquistas lo intentaron y lo hicieron durante cincuenta años entre los siglos XIX y XX. Joseph Conrad tiene una novela al respecto, El agente secreto. También Michael Ondaatje, En una piel del león. Hasta ahora, nada de lo que yo haya imaginado ha ocurrido en la escala que yo describo. De ser así no estaríamos aquí sentadas tomando un té con masitas frente al parque.
-¿Tiene fe en la humanidad? Usted también escribe cuentos para chicos, ¿no la necesita para hacerlo?
-Uno puede tener fe en la humanidad, pero entonces aparecen estas excepciones particularmente horribles y con la fe no es suficiente. Cuando escribo cuentos infantiles, siempre les pongo un final feliz. Son una vacación muy estimulante para mí y, además, creo que los chicos necesitan una base de optimismo para poder salir adelante en la vida.
-¿Qué leía usted de chica? ¿Cómo nació su interés por los cuentos de un futuro negro?
-Yo nací en Canadá en 1939, el año en que mi país entró en la Segunda Guerra Mundial, y me acuerdo de haber estado presente en el día V. Recuerdo también la racionalización de la comida, cómo ésta continuó aun en tiempos de paz y cómo nos hacían mandar nuestra ropa vieja a los chicos que se morían de hambre en Europa. La revista Life era muy importante en esos días y las imágenes de la guerra y los campos de concentración me quedaron grabados desde entonces. Ya tenía edad como para que me interesaran esas cosas cuando aparecieron las memorias de Churchill y 1984 fue publicado justo para que yo lo leyera cuando entraba en la adolescencia. Luego siguieron Un mundo feliz de Aldous Huxley y El cero y el infinito de Arthur Koestler. Al leer esos libros sobre el futuro, no me parecía que difiriesen demasiado de lo que ya habíamos visto. Inventar una horrible tragedia no era tan distinto de recordar una horrible tragedia que fue real. El siglo XIX amó inventar utopías, se creía que el ser humano podía mejorar. Pero después el siglo XX intentó en un par de oportunidades ponerlas en práctica: tanto la Alemania nazi como la Unión Soviética se presentaban como utopías, prometían conducir a un mundo mucho mejor, sólo que antes había que arreglar algunas cositas. Esas cositas siempre involucraban la matanza de un gran número de personas, así que nos desenamoramos de las utopías y de la promesa de crear el paraíso en la tierra y nos fuimos al otro extremo.
-Sus distopías suelen ser comparadas con las de Orwell y Huxley. ¿Algún preferido?
-Las comparan con ésas porque son las que todo el mundo conoce. De cualquier manera, sin duda ambos autores trajeron las visiones más brillantes sobre hacia dónde se encaminaba la sociedad con el control de las personas por medio del temor o de la manipulación. Durante gran parte del siglo XX parecía que el totalitarismo de Estado de 1984 estaba ganando, que la visión de Orwell era la correcta. Luego cayó el muro y tuvimos una década de Un mundo feliz. ¿Qué quedaba si no era sexo, shopping y un par de pastillitas si nos deprimíamos? Pero después, claro, con el 11 de septiembre, todo se volvió a dar vuelta y ahora creo que nos espera una horrible mezcla de ambas visiones. Es decir, mercados abiertos, mentes cerradas, porque el control de Estado volvió y más fuerte que nunca. Las democracias tradicionalmente se han defendido a sí mismas, entre otras cosas, por su apertura y el estado de derecho. Pero ahora parecería que en Occidente estamos tácitamente legitimando los métodos del pasado más oscuro, mejorados tecnológicamente y santificados para nuestros usos, por supuesto. En nombre de la libertad, debemos renunciar a la libertad. Un mundo feliz es más gracioso y es una sátira, con lo cual siento a Huxley más cercano a mi estilo literario, pero emocionalmente siempre me sentí más cerca de Orwell.
-¿Cómo empezó su relación con la obra de Orwell?
-Yo crecí con George Orwell. Rebelión en la granja fue publicado en 1945 y yo lo leí a los nueve años. Estaba por ahí tirado en casa y pensé que era un libro de animalitos que hablaban, como Viento en los sauces de Kenneth Grahame. No sabía nada acerca de las ideas políticas que estaban detrás del libro. La noción de acontecimientos políticos que teníamos los chicos, justo después de la guerra, se limitaba a que Hitler era malo pero estaba muerto. Así que me devoré las aventuras de Napoleón y Bola de Nieve, los cerdos inteligentes y egoístas, Boxer -el caballo noble pero bruto- y las ovejas que repetían panfletos y eran fácilmente manipuladas. No se me ocurrió hacer ningún tipo de conexión con los acontecimientos históricos, pero decir que quedé horrorizada por el libro es quedarme corta. Los niños tienen un sentido de la justicia muy desarrollado. Lo que más me afectó fue que los cerdos fuesen tan injustos. Lloré hasta quedar sin lágrimas cuando el caballo Boxer tuvo un accidente y fue convertido en alimento para perros en vez de darle la tranquila esquina de campo que le habían prometido. Toda la experiencia fue muy angustiante para mí, pero para siempre voy a estar agradecida a Orwell por alertarme, desde tan temprano, acerca de las banderas de peligro a las que he estado atenta desde entonces. En Rebelión en la granja, la mayor parte del discurso público son mentiras instigadas y, aunque muchos de los personajes tienen un buen corazón y buenas intenciones, se los puede asustar para que cierren los ojos a lo que sucede en la realidad.
-Pero usted no considera a Orwell un pesimista crónico respecto al futuro de la humanidad, ¿verdad?
-Orwell fue acusado de amargura y pesimismo, de dejarnos con una visión del futuro en la cual no hay oportunidad alguna para el individuo y en la cual el totalitarismo se graba en la cara del hombre para siempre. Pero esta visión se contradice con el último capítulo de 1984, que es un ensayo sobre "Newspeak", el idioma impuesto por el régimen totalitario que describe la novela. Este se supone que intentó expurgar todas las palabras que podían traer problemas ("malo" no era permitida, por ejemplo) y hacer que otras palabras designasen exactamente lo opuesto a su definición (el edificio donde la gente era torturada se llamaba Ministerio del Amor y el sitio donde se destruía el pasado, Ministerio de la Información). El objetivo era que fuese virtualmente imposible que la gente pudiese pensar correctamente. Sin embargo, el ensayo sobre "Newspeak" está escrito en inglés común y corriente, en tercera persona y en pasado, lo cual únicamente puede significar que el régimen cayó y que la individualidad sobrevivió. Porque, sea quien sea quien escribe ese ensayo en la novela, para él el mundo de 1984 se acabó.
-Usted se crió en una familia de científicos. ¿Cómo afectó esa infancia sus novelas sobre el futuro?
-Mi padre y mi hermano son científicos, lo cual no quiere decir que no leyeran otras cosas, pero en mi casa su material de trabajo estaba siempre dando vueltas. Ahora me mantengo al tanto leyendo los libros y revistas de ciencia popular, para los cuales uno no tiene que saber la matemática que está detrás de los resultados. El vocabulario ya me había quedado en la cabeza desde chica y además me habían quedado otras cosas en la cabeza que uno nunca entiende en primer lugar cómo entraron allí pero que, para mi sorpresa, cada tanto salen y las uso. La verdad es que tanto mi hermano como yo éramos muy buenos en ciencias y muy buenos en literatura. Cualquiera de los dos podría haber elegido el camino del otro. Mi padre era un gran lector de ficción, poesía, literatura. Muchos biólogos lo son, por algo es la "ciencia de la vida". Así que no diría que yo fui una anomalía en mi familia. Todos hacíamos todo. Por otro lado, la ciencia y la ficción empiezan ambas con las mismas preguntas. ¿Qué pasaría si?? ¿Por qué? ¿Cómo funciona? Los experimentos científicos deben poder repetirse; los literarios, jamás (¿por qué escribir el mismo libro dos veces?). Pero hay un tronco común muy fuerte.
-¿Es la ciencia lo que hoy decide el destino?
-La ciencia es una forma de conocimiento y una herramienta. Como toda forma de conocimiento, y como toda herramienta, puede ser usada para el mal. Como la electricidad, es neutral. La fuerza motora de la actualidad es el corazón humano, las emociones del hombre. Yeats, Blake -y si lo pensamos, todos los poetas- siempre nos lo han dicho. Es el odio, no las bombas, lo que destruye las ciudades. Y es el deseo, y no los ladrillos, lo que las reconstruye.
-The Times se refiere a usted como la "diosa madre" de las letras canadienses. Los medios la señalan como la escritora a raíz de la cual arrancó la literatura en Canadá. Ahora la Universidad de Ottawa le organiza este gran homenaje, con gente de distintos países opinando sobre su obra. ¿Qué se siente?
-Respecto a lo de Ottawa, yo no tengo mucho que decir. No suelo interferir en lo que los críticos dicen de mi obra, me inhibe y además no creo que escriban para el autor. Además, estoy segura de que si la gente piensa se le van a ocurrir otros escritores canadienses muy famosos. Todo el mundo vio El paciente inglés, ¿no? Bueno, posiblemente sepan quién lo escribió, Michael Ondaatje. Los canadienses no se inclinan demasiado por las diosas madres.
-Pero cuando usted comenzó a publicar, Canadá no existía en el mapa de la literatura.
-Es verdad. Cuando empecé a escribir en la universidad, en 1960, obviamente se conocía a Jack Kerouac y la "generación beat", pero curiosamente no hicieron mella en el grupo "intelectualoso" de entonces. Nuestros intereses eran más bien europeos, obviamente se suponía que uno tenía que saberse bien su Faulkner, su Scott Fitzgerald y su Hemingway, pero nuestros ídolos eran hombres como Camus, Sartre, Kafka, Ionesco, Brecht o Pirandello. Canadá no sólo no existía en el mapa literario internacional, ni siquiera fronteras adentro conocíamos a nuestros escritores. Para darle una idea, ese año en todo Canadá angloparlante se publicaron ¡cinco novelas en total de autores locales! Y algo similar pasaba en Québec, había poca gente que escribiese, era casi imposible ser publicado y no se pensaba que hubiese un público para esos libros. Sin embargo, la poesía empezaba a despegar, en los coffee-houses bohemios, y era un verdadero bautismo de fuego para cualquier autor presentarse en ellos. Uno estaba en el medio de la parte más emotiva de su poesía, por ejemplo, y alguien tiraba la cadena en el baño y abría la puerta que daba al salón principal. O las máquinas de espresso, que empezaban a aparecer, se ponían a funcionar justo cuando uno llegaba al gran final. Comencé leyendo poesía en esos lugares y la experiencia me dejó en claro que luego nunca nada iba a ser peor.
-¿Y efectivamente fue así?
-No, me equivoqué. Acaba de salir un libro magnífico llamado Mortificación, en el cual los editores pidieron a una serie de escritores que narrasen sus experiencias más humillantes en la profesión. Mis recuerdos abren el libro, y ni siquiera llegué a poner lo del coffee house. En cambio cuento la primera vez que me armaron un stand para firmar ejemplares, y lo pusieron en una tienda? ¡en el sótano en la sección de medias y ropa interior masculina, debajo de la escalera! Unos años después, me invitaron a uno de estos programas tipo magazine de la tarde y compartí el piso con la asociación de operados del riñón, que iban a mostrar sus "bolsitas" en cámara mientras yo hablaba sobre mi novela. Pero el libro es tranquilizador porque muestra que hay mucha gente que lo pasó muy mal como escritor.
-¿Qué le recomendaría, entonces, a un joven escritor?
-Cuando uno escribe los dedos duelen de teclear, los brazos duelen, la espalda duele, la cabeza duele, todo duele. Además de los consejos para no volverse loco en una gira de presentación, lo mejor que se le puede recomendar a un joven escritor es cómo hacer ejercicios.
-¿Les recomendaría que fuesen a clases de escritura creativa?
-No tengo idea. Sé que es difícil de creer, pero en mi época no había clases de escritura creativa, ni talleres para escritores, ni carreras de grado sobre el tema. Tampoco había medias de nylon ni píldoras anticonceptivas. Esos eran los viejos tiempos.
-Bueno, al menos dígame cómo escribe usted.
-Escribo a mano y luego transcribo. No soy muy metódica. El problema con ser metódico es que, si algo aparece e interrumpe el método, uno queda muy alterado. Y con la vida que yo llevo eso sería imposible. Durante años vivimos, con mi marido y mis hijos, en una granja con vacas, ovejas, perros, gatos, gallinas, pollitos, gansos, pavos reales y caballos. Cuando no estaba alimentando, limpiando, curando u ocupándome de los animales ni dedicada a mi huerta de hortalizas, o haciendo dulces y mermeladas con la fruta vieja, y si los chicos me dejaban tranquila, entonces sí, escribía. Ahora mi vida es un poco más tranquila pero, claro, está el teléfono. Supongo que podría desconectarlo pero mi madre tiene 95 años y no me animo.
-No es la imagen tradicional del escritor.
-Es verdad. A partir de Keats, Shelley y Byron, la imagen del escritor es la inmediatamente posrromántica, uno tiene que ser un genio loco o morir joven, tener algún tipo de adicción, o al menos una vida sentimental escandalosa para calificar. Cuando los escritores escriben sus biografías tratan de destacar lo extraños que son. Si no hay alguna adicción severa, mmm... empieza a parecer sospechoso. Creo que a mí me faltan rarezas para ser interesante.
-¿Y entonces qué hará cuando le toque escribir la propia?
-¿Escribiré mi biografía? No sé, supongo que tuve una infancia atípica. ¿Le parece que eso bastará? Porque crecí en el norte de Canadá, en medio del bosque. Mi padre era etnólogo forestal y estudiaba los insectos. No había televisión ni cine, en realidad, tampoco otras puertas ni otras personas, excepto los científicos que cada tanto venían de visita. Si llovía no había otra cosa que hacer salvo leer. Y llovía mucho.
-¿Qué escritores argentinos conoce?
-El señor Borges, por supuesto. Y soy amiga de Alberto Manguel, quien, justamente, tuvo como primer trabajo el de leerle a Borges en voz alta. A partir de Manguel conocí un poco más la literatura argentina. En este momento estoy escribiendo una nueva introducción a La isla del doctor Moreau de H. G. Wells y comienzo con una cita de Borges, algo que hago mucho. El era de una generación que creció leyendo los mismos libros que yo, y era un lector ecléctico, algo que me gusta mucho. Nunca descartaba un libro por su género, así que tiene, por ejemplo, una reseña sobre Ray Bradbury. Por eso, si tengo que escribir sobre cualquier autor me fijo antes en el índice si Borges dijo algo sobre él y lo más probable es que así sea, porque leía mucho y escribía mucho también. Cuando vino a Canadá, el primer ministro de entonces, Pierre Trudeau, me invitó para que almorzara con él. Ya estaba ciego y mayor, comimos espárragos y no dijo nada memorable, pero ¡qué admiración sentí!
-Aparte de la introducción a Wells, ¿está trabajando en alguna nueva novela?
-Nunca lo digo. Digamos que es la única "rareza" profesional que me permito. Lo que pasa es que nunca sé cuándo voy a terminar un libro o si me voy a arrepentir por la mitad. O si nunca más me va a gustar algo que escriba, por lo que obviamente no va a ser publicado. Una vez le dije esto mismo a un periodista y sacó una nota enorme: "Atwood se retira". Así que ahora ando con mucho, mucho cuidado.