Máquina Kafka
¿Cuál es ese elemento ahistórico que, hasta hoy, lo hace un eterno contemporáneo de situaciones y períodos diferentes?
Kafka: durante casi un siglo estas cinco letras han servido para parafrasear -si no explicar- una multiplicidad de fenómenos. No sólo literarios sino también políticos, psicológicos, teológicos, filosóficos, existenciales y otros. El simple mote de "kafkiano" viene a cuento cada vez que una determinada situación no tiene salidas, o cuando es fatídica y sólo se deja remedar a través de una parábola del mal. Las estadísticas no hacen más que subrayar la profusión del fenómeno Kafka: desde 1960, la usina académica que produce versiones acerca del autor de la Metamorfosis genera, en promedio, un libro por semana.
Las respuestas que la misma tradición académica brinda para explicar la euforia exegética alrededor de una obra tan monumental como breve son variadas y, en la mayoría de los casos, insatisfactorias. Se dice que es precisamente lo fragmentario de la producción de Kafka lo que abre su obra a múltiples interpretaciones. De hecho, mucho de lo que hoy leemos no fue publicado en vida del escritor. Otra explicación es la tendencia parabólica de los textos: es cierto, más que relatos, los escritos de Kafka se leen hoy como grandes metáforas de la relación del sujeto con determinadas condiciones esenciales, tales como el poder, la religión, el miedo, la ley o la familia. Si se toma el relato más famoso como ejemplo de esa multiplicidad simbólica, la manzana que se va pudriendo en la quebradiza caparazón del escarabajo humano es una imagen que puede hablar del pecado original, del horror al sexo, de la aversión al mundo exterior, de los deseos reprimidos, de la culpa, de la discriminación, de la aversión al matrimonio, de la justificación de la pereza, del sadomasoquismo, de la condena moral, del diablo y de Dios al mismo tiempo. Detrás de esa imagen hay, por cierto, un lugar común a todo lector.
La lista de interpretaciones es infinita: Benjamin veía en la obra de Kafka un escenario donde tenía lugar el teatro del mundo cuyo actor principal es una criatura inundada de vergüenza que se ha olvidado la letra. Brecht, desde las antípodas de esta interpretación que lleva implícita la noción religiosa de un mundo sin Dios, sostenía que Kafka había anticipado el hacinamiento de los grandes conglomerados urbanos del siglo XX. Gershom Scholem adujo que Kafka esbozaba anticipadamente la miserabilidad de los campos de concentración que vinieron después. Borges, agnóstico consuetudinario, más indulgente en materia teológica y política, lo leyó de manera literal y vio en la obra de Kafka el permiso de instaurar en la literatura la dimensión de una irrealidad que sólo se explica a partir de la ficción que crea.
Las interpretaciones siguen, pero una de las lecturas más frecuentes, se diría que la más contemporánea a nuestros días, es la de Kafka como el constructor por excelencia de constelaciones políticas de opresión. Expresado en otros términos: Kafka suele estar a la orden del día cuando se trata de expresar sistemas de gobierno que generan inciertas pero contundentes sensaciones de arbitrariedad, opresión, incertidumbre, aberración o desvarío. Desde que Hannah Arendt, en Orígenes del totalitarismo, se sirvió de El castillo y El proceso para ejemplificar la atmósfera imperante bajo el Estado burocrático autoritario de preguerra que luego dio lugar al nazismo, los símiles políticos han estado a la orden del día. De igual manera, Kafka habría anticipado el horror nazi y las aporías del socialismo real. En análisis más recientes, Kafka encarna la resistencia o sumisión al poder por antonomasia. En "Desde una literatura menor", Deleuze y Guattari proponen a partir de la lectura de Kafka una doble negación: la escritura que simula estar huyendo del mundo es, en realidad, la que lo hace desaparecer porque subvierte sus valores de representación. Giorgio Agamben parte del relato "Ante la ley" para demostrar que toda estructura hegemónica o soberana ejerce necesariamente un poder de sumisión porque mantiene al sometido dentro de un vacío cuya característica esencial es carecer de ley ("Homo Saccer").
Es así como la literatura de Kafka pareció estar siempre mucho más allá de su cometido inherente. Más allá de la propia literatura para instalarse en una de esas zonas de pura producción simbólica condenadas permanentemente a decir algo. El planeta Kafka sería entonces algo así como una perpetua máquina de decir, susceptible a cualquier interpretación. Paradójico destino para alguien que había decidido quemar toda su producción literaria.
Pero ¿por qué sigue incólume a través del tiempo la capacidad expresiva de ese mundo?, ¿dónde radica la extemporaneidad de Kafka?, ¿cuál es ese elemento ahistórico que, hasta hoy, lo hace un eterno contemporáneo de situaciones y períodos diferentes? Preguntas de difícil respuesta que este breve artículo no pretende disipar sino, modestamente, iluminar.
Las infinitas posibilidades de leer a Kafka se originan sobre todo en la imposibilidad de interpretar unívocamente ya no la simbología de los relatos, sino más concretamente la condición de los personajes: Gregor Samsa participa tanto de la condición humana como de la condición animal. Lo mismo sucede con el condenado de La colonia penitenciaria: es un hombre y también es un perro. Algo similar sorprende a Georg Bendemann, el personaje de La condena: en el tiempo que dura una discusión pasa sin solución de continuidad de ser un hijo seguro de sí mismo, de su confortable situación de prometido y heredero, a la situación de aceptar sin más la condena del padre que le ordena tirarse al río que corre delante de la casa. Bendemann acepta esa condena como si el juicio del padre, que desmiente del todo su condición anterior, hubiese sido constitutivo de su persona e inherente al relato desde el comienzo.
Kafka mismo confesó a menudo su "imposibilidad de ser del todo": no se dedicó por entero a la escritura, siguió manteniendo hasta donde le permitió su salud su puesto de procurador en la compañía de seguros donde trabajaba. Nunca llegó al matrimonio a pesar de varios intentos dolorosos y frustrantes; no era checo aunque hubiera nacido en Praga, no era alemán aunque ésa era su lengua; era judío pero jamás se sintió parte de la colectividad judía de Praga. "Querría estar muerto para observar cómo se realiza el duelo por mí" le dijo a Max Brod dos años antes de morirse, confensándole que le tenía miedo a la muerte porque todavía no había comenzado a vivir. Si hubo alguien que experimentó el delicado equilibrio de vivir solo en los bordes de su propia existencia, ése fue Kafka.
Jamás dejó de afirmar, sobre todo en sus diarios y en la correspondencia, que él mismo estaba hecho de literatura. Por lo general, esa confesión suele estar acompañada por una irónica y meticulosa descripción de su delgadísima figura, como si el garabato Kafka hubiese estado escrito en su cuerpo o, más aún, fuera su cuerpo. En este contexto es bien conocida su proverbial obsesión con el matrimonio y las mujeres, a quienes escrutaba con la pertinacia de un entomólogo para llegar siempre a la misma conclusión: de esa sensualidad él no iba a beber. Porque para él no había opción entre el sometimiento a la locura de una vida cotidiana "normal" y el sometimiento a la locura de seguir siendo el paria que escribe para negar, para no publicar, para seguir viviendo en el desierto que le servía de alimento y escarnio.
Mucho se ha hablado del elemento escasamente corpóreo de las figuras creadas por Kafka, llamadas a veces no con nombres propios sino a través de su función: el viajante, el oficial, el párroco, el cazador, el artista. Son seres sin atributos humanos (o son demasiado humanos), que cumplen una función abstracta dentro del relato, como si fueran fórmulas destinadas a portar determinados contenidos intercambiables entre un texto y otro, entre una época y otra: significados parciales que, vertidos sobre sí mismos, dentro de su propia funcionalidad en la ficción, dan cuenta de la parcialidad de todo significado. La abstracción de Kafka no es una abstracción para significar un todo sino lo opuesto, es una abstracción para representar el vacío, para anular la escena donde tiene lugar, para aniquilar la representación.
"Cuando ese mundo se despierte, la palabra real se desvanecerá en un sueño", dijo Karl Kraus para ese universo literario que recurría al texto como última ratio de la que también era menester desembarazarse. Frases que dicen otra cosa o dicen permanentemente para no decir nada. Para Kafka, seductor culposo y travieso, la escritura era la trampa en la que quería desaparecer. En una carta dirigida a Kurt Wolff y fechada el 4 de noviembre de 1913, afirma:
Lamentable crónica que parte de una construcción cuya base inferior seguramente flota sobre el vacío. Cuando me acerqué a mi escritorio para llevar el tintero hasta la sala de estar sentí una rigidez en mí que me hizo pensar en el ángulo de un enorme edificio que aparece entre la niebla y vuelve a desvanecerse. No me sentía perdido, algo en mí aguardaba y ese algo estaba separado de toda criatura humana. Me pregunté qué pasaría si, de pronto, yo decidía abandonarlo todo para caminar por el campo como lo hace todo el mundo. Esta manera de anticipación, esta permanente tendencia a buscar ejemplos, este vaho de miedo... todo esto es ridículo. Son sólo construcciones que ni siquiera en la representación de quien las escribe llegan hasta la superficie de lo que está vivo y, cuando llegan, son presa de una leve y súbita inundación que las borra del planeta. Quién tuviera el arte de magia de convertirlas en una máquina para evitar que miles de cuchillos desperdiguen sus fragmentos y las hagan desaparecer.
La escritura como máquina aniquiladora es una construcción, un estrado donde puede acontecer el frágil y contundente teatro del mundo que, al mismo tiempo, es susceptible de ser borrado súbitamente por una inundación o el movimiento de un codo. Kafka accede a la neutralidad absoluta de la voz narrativa, a la inversión absoluta del narrador omnisciente: se transforma en lo narrado, en el garabato de un alfabeto perdido y reencontrado permanentemente. El que cuenta simula dominar lo narrado, cuenta pero es como si no supiera nada, como si lo narrado le fuera ajeno; no comunica o comunica infinitamente. En Kafka se trata de un procedimiento por el que toda afirmación tiende a subrayar su vacío de sentido; es decir, se transforma en la negación ya no de su contenido, sino en su propia anulación: la anulación de la persona Kafka.
"Hablar desde la neutralidad -sostiene Maurice Blanchot en De Kafka a Kafka- es hablar desde la distancia, sin mediación ni referencia; es la prueba de lo irreductible de la distancia para borrar el mensaje y los dos polos que definen la instancia de la comunicación."
Entendida de esta manera, la voz por la que se expresa la "máquina Kafka" está dislocada de un centro común y, en este disloque, se parece al discurso de un loco, por lo invertebrado; o al lenguaje del sueño, por la pureza de su estructura no consciente o subconsciente. Finalmente es allí donde el lenguaje de Kafka adquiere la carnalidad que lo hace susceptible de tantas interpretaciones como lectores: en ese no-lugar de lo extemporáneo, donde el decir negativo se transforma en una infinita máquina de expresar. En ese espacio de extrema densidad y precariedad, vacío de representación al mismo tiempo que pletórico de posibilidades, puede instalarse la subversión, porque allí no hay otra norma que la irreverencia y también la risa.
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