Manuscrito: una plegaria para Halloween
Desde chico tengo una fijación con el cine de terror. A los siete años, la mirada torva de Freddy Krueger y la boca infestada de abejas de Candyman desfilaban con frecuencia por la pantalla de mi televisor. Aunque podían contener secuencias aterradoras o incluso desagradables -decapitaciones, puñaladas y amputaciones con motosierra- esas historias raramente me quitaban el sueño. Ni siquiera servían de inspiración para mis pesadillas, que involucraban tramas más bien incruentas, como descubrir que andaba desnudo en la calle o que debía rendir un examen sorpresa en la escuela.
En las más de tres décadas que pasaron desde aquel momento, mi interés se mantuvo constante. Miro dos o tres películas de terror por semana que, con el tiempo, aprendí a clasificar según el subgénero al que pertenecen, como Found Footage, Paranormal, Gore y Erotic Horror (no pregunten). De todos, el que dio los mejores “malos” es el Slasher, donde villanos con un marcado talento para actos de violencia extrema (llámense Leatherface, Chucky, Jason o Art, el payaso) se ensañan con algunos adolescentes libertinos. A pesar de la malicia y fuerza sobrenatural que exhiben, estas criaturas pueden ser vencidas. La tarea suele recaer en una chica, la última sobreviviente de su ultimado grupo de amigos, que se las ingenia para encontrar el talón de Aquiles de estos psicópatas y derrotarlos en su propio juego. Incluso hay un apodo para ellas: “Final Girls”.
Con la excusa de la celebración de Halloween el próximo 31 de octubre, las redes se han llenado de rankings que buscan determinar cuál es la mejor película de terror de todos los tiempos. Más que perder el tiempo en debates inútiles (claramente es El bebé de Rosemary) empecé a pensar por qué me gusta tanto este género. Tal vez sea porque los protagonistas de estas sagas la pasan bastante peor que yo. Después de todo, la situación de un periodista sin talento, divorciado y con cuerpo de berenjena blanca es, en principio, menos grave que la de una persona perseguida en sus pesadillas por un espíritu asesino con quemaduras de tercer grado y un guante con cuchillas.
La ciencia (casi) parece avalar esta teoría. Coltan Scrivner, científico del Laboratorio de Miedo Recreativo de la Universidad de Aarhus en Dinamarca afirma en un paper publicado en el portal académico Psy ArXiv que el atractivo de las películas de terror es que nos permiten experimentar miedo en un entorno controlado. “A diferencia de la ansiedad que surge del mundo real, la ansiedad inducida por la ficción de terror tiene su origen en una fuente clara, se maneja más fácilmente y tiene un marco temporal definido”, escribe.
Por su parte, Harold Hong, psiquiatra de la Universidad de Michigan, sostiene que la predilección por este tipo de entretenimiento tiene una raíz química. Según él, cuando experimentamos miedo durante una película de terror, el cerebro comienza a liberar hormonas como endorfinas y dopamina, que alivian la ansiedad y producen placer. Bienestar instantáneo, sin ayuda de comprimidos.
Se me ocurre algo más: resulta difícil no empatizar con aquellas “Final Girls” que enfrentan un horror indecible y lo vencen. ¿Será que a veces nos sentimos como ellas? Vamos por la vida luchando contra los machetazos que asesta el trabajo, las maldiciones que conjura la familia, los demonios agazapados en las apps de citas. Quisiera tener la templanza de estas chicas para lidiar con tanta miseria cotidiana. Y al final de la jornada descubrir que sigo de pie, que libré una batalla durísima y salí entero.
Al menos, hasta la secuela.
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