Un casete atascado en el autoestéreo
La lectura del libro sobre Los Brujos, de Nicolás Igarzábal, dispara en el autor recuerdos de paseos adolescentes, con una cinta del grupo como banda sonora ineludible
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Sin aspavientos, de un modo casi silencioso, el prolífico periodista musical Nicolás Igarzábal está haciendo una notable contribución a la historiología del rock argentino (¡Y todavía no llegó a los 40!). Su aporte más reciente es La bomba musical, Los Brujos y la explosión del rock alternativo en los 90, lanzamiento de Gourmet Musical Ediciones. Por la misma casa editora, Igarzábal lanzó notables libros sobre Cemento (2015), la escena indie en el rock post-Cromañón (2018) y los Estudios Panda (2021). También se metió con Cuentos Decapitados, el disco que Catupecu Machu lanzó el el años 2000, en Cosas sin nombre a kilómetros de hoy (Indie libros), con un auspicioso texto autorreferencial.
Sumergido ahora en la lectura de la flamante historia de Los Brujos, me entero que el día que fueron a patentar el nombre del grupo al Instituto Nacional de la Propiedad Industrial (INPI) se encontraron con que había otros veintidós llamados del mismo nombre. Gracias a Igarzabal, sus lectores aprendemos que en los albores del rock argentino, hubo un grupo de nombre Brujos que hacía música beat guiada por el sonido psicodélico del órgano Hammond, y que grabó dos simples para el sello Mandioca. También da cuenta de la existencia de grupos homónimos en México, España y Colombia.
Los Brujos fueron la cabeza de la movida “sónica” de fines de los 80 y principios de los 90, apadrinada por Daniel Melero y Gustavo Cerati. Y sobresalieron, entre otras cosas, por sus escenografías y vestuarios propios, muchas veces inspirados en las películas de clase B, con un nivel de ambición y originalidad pocas veces alcanzado en la escena local (La Manzana Cromática Protoplasmática estuvo a esa altura).
Sumergido en la lectura, oigo cómo se desliza por debajo de la puerta de mi departamento un sobre con novedades de Firpo Editora, una notable editorial boutique con sede en la ciudad de La Plata. Entre ellas llega un ejemplar de Arte y cultura del cassette, de Thurston Moore (colección Apropiaciones). Allí, el cantante, guitarrista y compositor de Sonic Youth, hace una apología del casete como artefacto y del mixtape como obra de arte.
La irrupción es oportuna: los casetes fueron instrumentos indispensables de mi educación sentimental. ¿Movida sónica? Mi amigo Federico Ferme -hoy un destacado profesor universtario y notable guitarrista- se había comprado Pasto, el debut de Babasónicos. Y fue en un TDK de 60 que me copió esas canciones que todavía resuenan en mi memoria emotiva. Y si tengo un conocimiento profundo de, al menos, parte de la obra de Los Brujos no es por una obsesión melómana. A mediados de los 90, cuando mi amigo Eduardo Graña sacó el registro y salir a recorrer de noche la ciudad en el Carat familiar era el mejor plan posible para nuestras ambiciones adolescentes, en el pasacasete del auto se había quedado atascado el lado A de Fin de semana salvaje, así que un poco a la fuerza, a mis amigos y a mí se nos grabaron en la memoria canciones como “La tía Marcia” o “Embolarium”, además del headbanging ineludible ante cada reproducción de “Kanishka”, el hit supremo de Los Brujos.
En casete escuché por primera vez a los Redondos, en un compilado que me había grabado mi primo Ricardo, al Negro Fontova, a Bob Dylan, a Deep Purple (gentilezas de Juan Manuel Tavella). También grabé compulsivamente al programa de Dolina y, en el mismo formato, le regalé un mixtape con canciones de Jaime Roos a mi primera novia (ella me hizo uno de Fito Páez).
El crítico de Rolling Stone Rob Sheffield escribió un libro bello y desgarrador, Vives en las cintas que me grabaste, que son sus memorias musicales con su enamorada Reneé Crist, ya fallecida. Allí se pregunta “¿Qué es el amor?”. Su respuesta: “El amor es una cinta recopilatoria”. O una carta de amor en casete. Ni más, ni menos.
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