Manuscrito: ¿Signos de puntuación? ¡Para qué!
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¿Para qué sirven los signos de puntuación? Realmente, ¡a esta altura de la soirée! Nada que no se pueda escribir mejor y más rápido con un emoji de duda, un sticker de Mirtha Legrand despidiéndose con un “¡Chau, querida!” o un “KEEEEEEE”. Sin embargo, lleva segundos darse cuenta que la frase anterior sería incomprensible sin la ayuda de esas marcas gráficas que señalizan las unidades mínimas de sentido, separan las palabras unas de otras y telegrafían por adelantado las emociones que pretenden invocar. Las reglas de estilo de este diario impiden que el departamento de Corrección me permita reproducir la frase sin los signos correspondientes, así que tendrán que llamar a su propio departamento de Imaginación para demostrar -claro- el punto.
Gracias a las redes sociales escribimos más que nunca, pero inconscientemente reflejamos en nuestros mensajes y posteos las inflexiones de nuestra forma de hablar y pensar la lengua, como si fuera un diálogo cara a cara. Text-speak, o textismo, le llaman los estudiosos a este fenómeno. Lo que intercambiamos a través del celular son textos escritos para ser escuchados en la mente del receptor con las cadencias del emisor; si a eso le sumamos el trabajo diabólico del autocorrector, lejos estamos de cumplir con el deber de entregar rápida, efectiva y claramente el mensaje a su destinatario.
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Más allá de las batallas intergeneracionales que afirman que escribir en WhatsApp como en un correo electrónico es una señal de esnobismo comparable a tomar té levantando el meñique, los signos de puntuación, como toda herramienta, tienen una función que cumplir y un manual de uso para hacerlo correctamente. Luego de ser internalizado, puede ser aplicado liberalmente.
Después de todo, medios de comunicación como este serían imposibles sin una transmisión efectiva y unívoca de noticias, análisis, historias y hasta contratapas como esta, decididas a cantar las loas del punto y coma. “El más hermoso e innecesario de los signos de puntuación”, lo llama el académico Bard Borch Michalsen, autor de Signos de civilización: cómo la puntuación cambió la historia (Ed. Godot). En sus páginas se refleja un duelo llevado a cabo entre dos profesores franceses en 1837 por la correcta puntuación de un texto académico, en el que el defensor del punto y coma fue herido en el brazo y debió ceder ante quien prescribía el uso del punto. La batalla continúa con la misma ferocidad desde entonces.
Los reinos vecinos de la gramática y la sintaxis -no sorprenderemos con el mayestático- suelen ser un imán de esnobs con una retórica apocalíptica. Por ejemplo, ¿por qué ya nadie usa el punto y coma? Amado y odiado por igual (”Todo lo que hacen es demostrar que fuiste a la universidad”, decía Kurt Vonnegut, en cuyos libros difícilmente encuentren uno), el punto y coma es acaso el único signo de puntuación con su propio día internacional. Cada 16 de abril se conmemora la muerte del editor veneciano Aldo Manuzio, suerte de Steve Jobs del Renacentismo, creador del primer best seller, las ediciones en rústica y el sistema de puntuación que permite que pueda leer en silencio este texto hasta su punto final, en lugar de descifrarlo en mayúsculas y sin espacios entre las palabras, como era habitual en la Edad Media.
En Signos de civilización se argumenta convincentemente que, si la imprenta de Gutenberg es el primer hardware moderno, no fue hasta la aparición del sistema de puntuación actual que la escritura desarrolló el software capaz de “correr” en ella. Ocurrió apenas dos años después de la llegada de Colón a América (fue el mencionado Manuzio). Michalsen afirma que ambos descubrimientos influyeron en igual medida en la consolidación de Europa como potencia dominante en los siglos venideros: “la coma de los gobernantes es la coma gobernante, y una situación lingüística nunca es solo una cuestión lingüística”; España, acaso liberal en su dispendiosidad gracias a los tesoros de América y decidida a hacer entender claramente sus intenciones en sus vastas colonias, se permitió ubicar desde 1726 un signo de admiración y de interrogación extra, en posición invertida, al comienzo de cada oración.